viernes, 23 de julio de 2010

Menos progres de lo que aparentan

Los boletines de la agencia ACPRENSA son siempre interesantes; pero, con frecuencia son, además, estimulantes para la razón y la argumentación. El siguiente artículo es, en mi opinión, una prueba antológica, otra vuelta de tuerca de la "espiral del silencio".

Las personas con mayor nivel educativo que se declaran de izquierdas son en realidad más conservadoras de lo que parece. Así lo muestra un estudio de la Universidad de Leicester (Reino Unido), que acaba de sacar los colores a los llamados “socialistas de champán”: esos cuya confortable posición les permite difundir estilos de vida en los que la mayoría de la gente no se reconoce.

Firmado por Juan Meseguer
ACEPRENSA: 20 Julio 2010

El estudio, realizado por el profesor James Rockey, del Departamento de Economía de la Universidad de Leicester, se basa en los datos de las cinco primeras oleadas de la Encuesta Mundial de Valores y abarca un período de más de 20 años. A partir de estos sondeos, Rockey examina las ideas políticas de unos 136.000 ciudadanos de 82 países.

De esta manera, trata de discernir entre los verdaderos izquierdistas y los que creen que lo son… pero no lo son tanto. Una de las variables clave del estudio es la percepción que cada individuo tiene de sus ideas políticas; es decir, cuánto de izquierdas o de derechas se consideran ante determinadas cuestiones.

En una escala de 1 a 10, los encuestados tenían que señalar el número que mejor reflejaba sus ideas. Por ejemplo: “Los ingresos deberían ser más equitativos” (1 = la posición más a la izquierda), en comparación con “Necesitamos diferencias de ingresos más grandes como incentivos” (10 = la posición más a la derecha).

La conclusión más sorprendente del estudio es que las personas con mayor nivel educativo tienden a pensar que son bastante de izquierdas, y así lo declaran. Pero si se comparan sus respuestas con las del resto de la población, lo cierto es que piensan cosas que en realidad les sitúan a la derecha.

¿A qué se debe esta falta de realismo? El profesor Rockey apunta dos posibles explicaciones: “Un primer factor es que la gente se compara con los de su entorno, no con la población global. El segundo es que las ideas políticas evolucionan con el tiempo”.

La moda del “marxismo Gucci”
Que las ideas de una persona evolucionan a lo largo de la vida no es un gran descubrimiento. Es conocida la hipótesis formulada en el siglo XIX por el historiador francés François Guizot, y popularizada más tarde por Georges Clemenceau y Bernard Shaw: “Si a los 20 años no eres socialista, te falta corazón. Si a los 40 no eres conservador, te falta cabeza”.

Lo curioso del asunto es que quienes se declaran de izquierdas no reconozcan ese cambio. Al revés, ahora se apuntan a la moda del “marxismo Gucci”; una tercera vía muy prometedora que te permite calzarte unos manolos, mientras sigues pensando que eres aquel rebelde que militaba hace décadas en contra del sistema.

Ahí tenemos a Jaume Roures, dueño de Mediapro, que nos deleitaba hace unos meses con una perla: “Si hay algo que se ha puesto de actualidad con esta crisis es lo que Marx decía hace 150 años: que la avaricia de unos pocos lleva a la pobreza de todos, o que los ricos cada día serán más ricos y los pobres, más pobres”. Completamente de acuerdo.

Por qué se extiende lo progre
En un comentario al estudio de la Universidad de Leicester, el columnista Ed West abunda un poco más en lo que dice Rockey sobre la influencia del entorno social en la configuración de las propias ideas políticas.

En su blog del Telegraph, relata su experiencia: “Conozco a muchos izquierdistas que no tienen ni un solo amigo conservador, ni siquiera les han escuchado explicar directamente o a través de la radio sus puntos de vista, ni tampoco han leído una sola opinión que discrepe de las suyas”.

A West le sorprende que cada vez que entra en una librería de Londres, no encuentra un solo libro representativo de sus ideas. “Los tories siempre llevamos bajo el brazo un puñado de libros de izquierdas. Y no es porque seamos especialmente abiertos de mente, sino porque ésta es la cultura dominante y no tenemos elección”.

West recurre a las ideas de Cass Sustein, profesor en la Escuela de Derecho en Harvard, para explicar por qué los políticos se han apuntando con entusiasmo durante las últimas décadas a las causas más radicales: las creencias extremistas se convierten en ortodoxas, cuando nadie está dispuesto a plantarles cara.

De manera que lo que hace unos años era impensable, termina convirtiéndose en algo de dominio público. “El proceso se acelera por cascada”, dice West. “La gente empieza a pensar de una forma y a expresar sus nuevos puntos de vista, sólo porque presupone que los demás piensan lo mismo”.

En otras palabras, la suposición de que uno vive rodeado de izquierdistas convencidos lleva a los conservadores a no expresar sus verdaderas ideas en público. Esta actitud acomodaticia es lo que alimenta una estructura de corrección política, de la que no conviene discrepar.

Si llevamos la tesis de West (o de Sustein) hasta sus últimas consecuencias, al final queda una pregunta en el aire: ¿no nos habrán metido los conservadores en todo este tinglado progre?

domingo, 4 de julio de 2010

Bosque



Aquí es donde pienso perderme durante unos días; offline. Volveré antes de que acabe el mes (D.m.). Hasta entonces, que os vaya bien a todos.

viernes, 25 de junio de 2010

Laicidad y libertad religiosa

Por Juan Moya, Doctor en Medicina y en Derecho Canónico, en Análisis Digital, hoy, 25 de julio de 2010

El arzobispo Dominique Mamberti, encargado de Relaciones Exteriores de la Santa Sede, ha intervenido en La Habana en unas jornadas sobre la laicidad del Estado. Nos vienen muy bien en nuestro país algunas de las cosas que allí ha dicho.

En primer lugar conviene recordar que tanto el término como la realidad misma de la “laicidad” no existiría sino fuera por el cristianismo, pues sin la distinción fundamental que Jesucristo hizo entre lo que el hombre debe a Dios y lo que debe al “César” no podríamos hablar de laicidad. Como ha dicho Benedicto XVI, desde su origen el cristianismo es una religión universal y por tanto “no identificable con un Estado; presente en todos los Estados y distinta de cada uno de ellos. La religión y la fe no están en la esfera política sino en otra esfera de la realidad humana; y la política, el Estado, no es una religión sino una realidad profana con una misión específica. Y las dos realidades deben estar abiertas una a la otra”.

El término “laicidad” ha sido desvirtuado por el uso que se le ha dado en el ámbito político. “Laicidad” deriva de “laico” y tiene su origen en el ámbito eclesial, como cualquier persona medianamente informada sabe. Y el “laico”, en su acepción más elemental era y es “el que no es clérigo”, pero no como realidades contrapuestas, sino simplemente distintas y complementarias. Ahora –en realidad desde el Iluminismo de la revolución francesa- algunos emplean ambos términos con un sentido de oposición neta entre la vida civil y la vida religiosa o eclesial, como si se tratara de dos enemigos incompatibles. Señala el Papa que “en los tiempos modernos ha tenido el significado de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante el confinamiento al ámbito privado y de la conciencia individual. Así ha sucedido que al término laicidad se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen”.

Así pues, la laicidad se ha convertido en laicismo: es decir, en una visión de la vida civil en la que se excluye la dimensión pública religiosa de la vida humana. En este sentido la laicidad laicista no asegura, sino más bien obstaculiza, el derecho a la libertad religiosa. Y es que la supuesta neutralidad del Estado con relación al credo de sus ciudadanos es insuficiente, pues los Estados tienen que garantizar la libertad religiosa de esos mismos ciudadanos. De lo contrario, si se subordina la libertad religiosa a cualquier otro principio, “la laicidad tiende a transformarse en laicismo, la neutralidad en agnosticismo y la separación en hostilidad”, ha escrito el profesor Martín de Agar. En este caso, paradójicamente, el Estado supuestamente neutral, pasa a ser un Estado “confesional”, cuya “religión” es la ideología laicista, “hasta con sus ritos y liturgias civiles”.

Como decía Juan Pablo II cuando estuvo en Cuba en 1998, “el Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un clima social sereno y una legislación adecuada, que permita a toda persona y a toda confesión religiosa vivir libremente su propia fe, expresarla en ámbitos de la vida pública y poder contar con los medios y espacios suficientes para ofrecer a la vida de la Nación sus propias riquezas espirituales, morales y cívicas”.

Y es que el cuidado del Estado por el bien de los ciudadanos no puede limitarse a algunas dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, etc. “El hombre se presenta frente al Estado también con su dimensión religiosa”, lo que implica que el Estado no impida los actos voluntarios y libres de la persona hacia su Creador. “Esos actos no pueden ser mandados ni prohibidos por la autoridad humana”, ha afirmado Benedicto XVI, que por el contrario tiene el deber de respetar y promover esa dimensión.

El derecho a la libertad religiosa no se garantiza por el mero hecho de no hacer violencia o no intervenir en las convicciones personales, o por limitarse a respetar la manifestación de la fe en el ámbito propio del culto, pues no se debe olvidar que “la misma naturaleza social del hombre exige que éste exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, y que profese de modo comunitario su religión”, sigue diciendo el Papa. La libertad religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia misma, como proclamó el Concilio Vaticano II en el Decreto “Dignitatis humanae”.

Se trata, en palabras de Mons. Mamberti, de “coordinar rectamente laicidad y libertad religiosa, tomando la primera como un medio importante pero no exhaustivo para respetar la segunda”, sin reduccionismos que terminen negándola.

* Foto: Estandarte, Virgen de Montserrat, Granada 020607, © atarifa

jueves, 10 de junio de 2010

Hombres sin tradición

Al hilo del pasado discurso del Papa Benedicto XVI a los intelectuales reunidos en Lisboa, De Prada continúa desarrollando su tesis -que comparto- del desarraigo, labor con la que la Nueva Tiranía persigue dominar al Hombre, convertido en un pelele incapaz de explicar el mundo y a sí mismo al quedar desligado de la Tradición, la cultura de la que procede.

Por JUAN MANUEL DE PRADA, ABC, 15 de mayo de 2010

EN su breve discurso a los «cultivadores del pensamiento, la ciencia y el arte» congregados en Lisboa, Benedicto XVI acierta a definir la tragedia más honda de nuestra época, que no es otra sino la ruptura con la tradición, con todo ese acervo de sabiduría acumulada que, revitalizado por cada generación, se entrega a la generación siguiente, para ayudarla a descifrar el mundo. «En efecto -ha señalado el Papa-, en la cultura de hoy se refleja una «tensión» entre el presente y la tradición, que a veces adquiere forma de «conflicto». La dinámica de la sociedad absolutiza el presente, aislándolo del patrimonio cultural del pasado y sin la intención de proyectar un futuro». Y un presente desgajado del acervo cultural que lo explica acaba arrojando a sus hijos a la intemperie; o, todavía peor, los recluye en las mazmorras donde los aguardan los tiranos disfrazados de mesías que saben que los pueblos sin traditio (los pueblos que ya nada tienen que entregar, puesto que nada han recibido) son los más vulnerables a la ingeniería social.

Esta ruptura con la tradición se nos vende, por supuesto, como una suerte de liberación mesiánica. Absolutizando el presente -por emplear la expresión papal-, los hombres llegan a creerse dioses; y olvidan que las ideas nuevas que les rondan la cabeza (que, por supuesto, son ideas inducidas por el tirano de turno, que ha modelado a su gusto la esfera interior de sus conciencias) son repetición de los viejos errores de antaño, esos errores que sólo a la luz de la tradición se delatan. Porque la tradición nos conecta con un depósito de sabiduría acumulada que sirve para explicar el mundo, que ofrece soluciones a los problemas en apariencia irresolubles que el mundo nos propone; problemas que otros confrontaron antes que nosotros, que otros discurrieron antes que nosotros, que otros dilucidaron antes que nosotros. Y cuando los vínculos con ese depósito de sabiduría acumulada son destruidos, cualquier intento de comprender el mundo se hace añicos, se liga fatalmente a impresiones contingentes, se zambulle en un carrusel de aturdimiento y banalidad. Y así, subidos a lomos de ese carrusel, nos quieren los nuevos tiranos, para que nuestra orfandad sin vínculos con la tradición se convierta en el terreno de cultivo de sus consignas ideológicas, que actúan a modo de implantes emocionales en nuestros cerebros y en nuestras almas.

A nadie se le escapa que en este rechazo de la tradición subyace un aborrecimiento de la verdad; esto es, un intento de negar la existencia de una naturaleza humana objetiva, dotada de racionalidad ética. «Este «conflicto» entre la tradición y el presente -proseguía Benedicto XVI en su discurso lisboeta- se expresa en la crisis de la verdad; pero sólo ésta puede orientar y trazar el rumbo de una existencia lograda, como individuo o como pueblo. De hecho, un pueblo que deja de saber cuál es su propia verdad, acaba perdiéndose en el laberinto del tiempo y de la historia, sin valores bien definidos, sin grandes objetivos claramente enunciados». Quien defiende hoy en Occidente la verdad que puede orientar el rumbo de una existencia lograda, para los individuos y para los pueblos, es la Iglesia católica; quien resguarda el legado de la traición, en medio de las invasiones bárbaras que arrojan al hombre a un laberinto sin salida de ideologías nefastas, es la Iglesia católica; quien no declina en su misión prioritaria de «llevar a las personas a mirar más allá de las cosas penúltimas y ponerse a la búsqueda de las últimas» es la Iglesia católica. Por eso se le niega la condición de interlocutor en un mundo ensordecido por la repetición de viejos errores; en un mundo que quiere a sus hijos arrojados a la intemperie, o todavía peor, recluidos en la mazmorra de los pueblos lobotomizados que han renunciado a su tradición.

domingo, 6 de junio de 2010

Laicismo empobrecedor y discriminatorio

Capítulo de la ponencia presentada por Andrés Ollero Tassara en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, el martes 25 de mayo de 2010, titulada La crítica de la razón tecnológica. Benedicto XVI y Habermas, un paralelismo sostenido.

Analizar la dimensión reaccionaria del laicismo nos encaminaría a Regensburg. Resulta obvio que “en el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”[34]. La propuesta laicista, que pretende fundar la comunicación intercultural sobre una incomunicación con las religiones, no parece resultarle demasiado coherente. Benedicto XVI lo tiene tan asimilado que no le cuesta mucho improvisarlo, ya el 11 de mayo de 2010 en pleno vuelo hacia Lisboa, ante periodistas: “una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería la razón, es un error”.

No tiene la menor duda de que “escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta”. De ahí que haya que mostrar “la valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza”[35].

Que un Papa afirme todo esto no puede sorprender a nadie, pero el propio Habermas no tendrá tampoco nada que objetar; muy al contrario: se cuestionará si es “la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente por sí misma” y, sobre todo, si “determina performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso”, o si “puede más bien entenderse como resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales”[36].

El intento laicista de encerrar toda proyección de lo religioso en catacumbas privadas no implica sólo la discriminación de individuos y grupos sino, más allá, un lamentable empobrecimiento colectivo. Para Benedicto XVI, “la religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política”. Le parece urgente, citando a Juan Pablo II, reivindicar esa “carta de ciudadanía”. No duda en parangonar “la exclusión de la religión del ámbito público” con “el fundamentalismo religioso”, porque ambos impedirían “el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa”[37].

Será, sin embargo, Habermas quien abordará las inconsecuencias del laicismo con una desenvoltura que no he encontrado en autor católico alguno. Ya ha habido referencias a ello en esta casa en ocasión anterior y yo mismo las he abordado en el libro aquí recientemente presentado[38]. A su juicio, “el Estado liberal incurre en una contradicción cuando imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos”. La desigualdad surge ante la obligada “traducibilidad de las razones religiosas” y la “precedencia institucional de que gozan las razones” agnósticas, lo que exige a los creyentes “un esfuerzo de aprendizaje y de adaptación” que se ahorran los que no lo son. No bastaría con admitir “manifestaciones religiosas en la esfera público-política”; habría que asegurarse de que “a todos los ciudadanos se les puede exigir que no excluyan el posible contenido racional de estas contribuciones”. Será, por supuesto, necesaria la “traducción institucional de las razones religiosas”, que da por hecho que -en nuestro contexto cultural- “asumen los ciudadanos creyentes”[39].

No le parece tan seguro que los ciudadanos no creyentes manifiesten similares habilidades; más bien apunta “que está lejos de ser evidente en las sociedades secularizadas de Occidente”. De ahí que les invite a “un cambio de mentalidad que no es menos cognitivamente exigente que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más”. Sería una de las tareas pendientes de “una Ilustración que se cerciora críticamente de sus propias limitaciones”: ser capaz de comprender la “falta de coincidencia con las concepciones religiosas como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente”. En conclusión, nos dirá: “la ética democrática de la ciudadanía, en la interpretación que yo he propuesto, sólo se le puede exigir razonablemente a todos los ciudadanos por igual” cuando todos, los creyentes y los agnósticos, “recorran procesos de aprendizaje complementarios”[40].

No sólo las confesiones religiosas poco dadas a proponer ensanchamientos de la razón, implícitamente aludidas con no poco escándalo en Regensburg, habrían pues de cambiar de mentalidad.

viernes, 4 de junio de 2010

Conexión entre el adoctrinamiento escolar, la ideología de género y la expulsión de los crucifijos

Grégor Puppinck, director del ECJL, lo ha resaltado en un desayuno de trabajo organizado por Profesionales por la Ética.


REDACCIÓN HO.- Esta mañana ha tenido lugar en Madrid un desayuno de trabajo sobre el tema Las religiones ¿fuera de la ciudadanía europea? Organizado por Profesionales por la Ética, el acto ha contado con la presencia de Grégor Puppinck, director del ECJL (European Center for Law and Justice), una entidad cuya sede principal se encuentra en Estrasburgo y que tiene como objeto salvaguardar y proteger los derechos humanos y las libertades civiles.

Puppinck ha acudido a España para intervenir como experto en la Reunión de Alto Nivel sobre La libertad religiosa en las sociedades democráticas organizada por el Gobierno español esta misma semana en Córdoba.

Para Puppinck, la discusión de fondo de la reunión de Córdoba era la presencia del Islam en Europa y su futuro. En su opinión, ha prevalecido una tendencia a favorecer el Islam. Sobre el futuro de la sociedad europea, el director del ECJL ha indicado que existe una corriente secularista que evita toda referencia religiosa en nombre de la tolerancia y el pluralismo, pero que pretende alianzas con el Islam:

En Córdoba he percibido que la cuestión de las religiones se plantea en términos de conflicto, de reivindicación de derechos de una minoría frente a una mayoría pero no hay un interés por buscar soluciones ni en buscar el bien común”.

En materia de libertad religiosa, Puppinck ha explicado que el ECJL colabora en el procedimiento jurídico seguido ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) sobre la presencia del crucifijo en un centro público italiano:

Este tema es de enorme trascendencia porque el Tribunal de Estrasburgo ha considerado que la presencia del crucifijo afecta a la educación y a la libertad”.

Para Puppinck, la reciente detención de un clérigo anglicano en Reino Unido, por predicar que la práctica de las relaciones homosexuales es un pecado, tiene mucho que ver con la expulsión de los crucifijos o con la Educación para la Ciudadanía en España.

El ECJL asesora a Profesionales por la Ética en la demanda presentada el pasado 19 de marzo por más de 100 padres objetores ante el TEDH en materia de objeción a Educación para la Ciudadanía. Este procedimiento es seguido con el máximo interés por la entidad dirigida por Puppinck, quien asegura que “en la objeción a esta asignatura está muy claramente en juego la libertad de los padres”.

También ha reconocido que el TEDH no está dando las mismas respuestas para defender los derechos y la libertad de todos los padres, como quedó patente en la demanda de la madre italiana a quien molestaba la presencia del crucifijo en el aula de su hijo:

La Corte de Estrasburgo está más preocupada por que la formación sea plural, democrática y tolerante. La educación de los hijos es un derecho natural de los padres que en Europa está siendo restringido”.

Puppicnk ha explicado que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos está trabajando para dar soporte a lo que se ha llamado “nuevos derechos”. Para esta tarea cuenta con el respaldo de otras instituciones europeas, como el propio Consejo de Europa, que propone un nuevo modelo de sociedad no basado en los derechos naturales de la persona sino en una libertad tolerante. En este sentido, ha recordado que el pasado mes de enero la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó una recomendación para promover en los distintos estados europeos los “derechos” de los colectivos de homosexuales, como el matrimonio o la adopción por parte de parejas formadas por personas del mismo sexo:

Estamos ante la imposición de una ideología frente a la que se prohíbe discrepar. La realidad de la familia natural y los derechos de los niños quedan sometidos al deseo de los colectivos homosexuales. Existe un proceso de reingeniería social diseñado y dirigido por minorías influyentes muy alejadas de la realidad que quiere hacer prevalecer una libertad sin límites por encima de la naturaleza humana. Se ha tomado una decisión de crear nuevos derechos y además, cambiar la naturaleza humana. El debate es antropológico, no sólo jurídico. Es una lucha sobre la naturaleza de la persona y sus derechos frente al Estado”.

La respuesta implica al ámbito jurídico pero también al intelectual y al político. Se trata de explicar ideas y salvaguardar espacios de libertad para los cristianos:

Es importante llevar al ámbito internacional la defensa de la libertad religiosa y de conciencia porque en los diferentes países estos asuntos a menudo están condicionados por la confrontación política interna y no se resuelven”.

Por último, Puppinck ha expuesto algunos síntomas positivos ante la ofensiva laicista en el ámbito jurídico y político: Europa del Este tiene menos complejos que la Europa occidental a la hora de afirmar su identidad cristiana y está avanzando. Tras destacar que, en el procedimiento jurídico sobre el crucifijo, Rusia está apoyando al Estado italiano para defender la presencia pública del símbolo cristiano por excelencia, se ha referido a la fe como “ventaja” de los cristianos:

Sólo desde la fe es posible entenderse sobre la naturaleza humana. Los cristianos tenemos una enorme ventaja sobre las imposiciones ideológicas: nuestro compromiso con la realidad”.

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domingo, 30 de mayo de 2010

De qué hablamos cuando hablamos de ley natural, derecho natural y política

Artículo de Ángel Rodríguez Luño, profesor de Ética y Filosofía de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma) / Etica e politica / martes 18 de mayo 2010

1. ¿Qué es la ley natural?
El concepto de ley natural es un concepto filosófico, del que se han ocupado ampliamente las más variadas orientaciones del pensamiento ético a lo largo de la historia. Es verdad que también está presente en las principales religiones del mundo, y en la religión católica tiene una gran importancia. Pero eso no hace de la ley natural un tema confesional, sea porque la noción es originariamente filosófica, sea porque la religión católica lo ve como un instrumento de diálogo con todos los hombres, que debería permitir la convergencia en torno a unos valores comunes que la actual dimensión global de los problemas éticos hace particularmente necesaria: los problemas comunes exigen soluciones universalmente compartidas.

Entendiéndola en su sentido ético más básico, la ley natural es la orientación fundamental hacia el bien inscrita en lo más profundo de nuestro ser, en virtud de la cual tenemos la capacidad de distinguir el bien del mal, y de orientar la propia vida, con libertad y responsabilidad propia, de modo congruente con el bien humano. Santo Tomás de Aquino la considera como un aspecto inseparable de la creación de seres inteligentes y libres, y por ello la entiende come la participación de la sabiduría creadora de Dios en la criatura racional

Esta ley, dice Santo Tomás, “no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”. Con estas palabras se quiere afirmar que la inteligencia humana tiene la capacidad de alcanzar la verdad moral, y que cuando esta capacidad se ejercita rectamente y se logra alcanzar la verdad, nuestra inteligencia participa de la Inteligencia divina, que es la medida intrínseca de toda inteligencia y de todo lo inteligible y, en el plano ético, de todo lo razonable. En virtud de esa presencia participada, nuestra inteligencia moral tiene un verdadero poder normativo, y por eso se la llama ley.

Para entender bien qué es la ley natural conviene no olvidar que la noción de ley es análoga. Lo que a nosotros nos resulta más conocido son las leyes políticas emanadas por el Estado, y por eso existe el peligro de entender la ley natural como la expresión de un poder que se nos impone, o bien como un código inmutable de leyes ya hechas deducible especulativamente de una concepción de la naturaleza humana, como en siglos pasados pretendió el racionalismo

A mi juicio es importante entender bien el significado de la razón práctica en la constitución de la ley natural. La ley natural no es una especie de código civil universal. En realidad no es otra cosa que el hecho, incontestable, que el hombre es un ser moral y que la inteligencia humana es, de suyo, también una inteligencia práctica, una razón moral, capaz de ordenar nuestra conducta en vista del bien humano. Con otras palabras, ley moral natural significa que la instancia moral nace inmediata y espontáneamente del interior del hombre, y encuentra en él una estructura que la alimenta y sostiene, sin la cual las exigencias éticas serían opresivas e incluso completamente ininteligibles.

La ley moral natural fundamentalmente está formada por los principios que la razón práctica posee y conoce por sí misma, es decir, en virtud de su misma naturaleza. La ley natural es la ley de la razón práctica, la estructura fundamental del funcionamiento de la razón práctica, de todas sus evidencias y de todos sus razonamientos. Pero hay que añadir inmediatamente que la razón práctica se diferencia de la razón especulativa porque la razón práctica parte no de premisas especulativas, sino del deseo de unos fines, que la ponen en movimiento para buscar el modo justo de realizarlos. Por eso la razón práctica se mueve en el ámbito de las inclinaciones naturales, de las tendencias propias de la naturaleza humana (como son, por ejemplo, la sociabilidad, la creatividad y el trabajo, el conocimiento, el deseo de libertad, la tendencia sexual, el deseo de amar y de ser amado, la tendencia a la propia conservación y la seguridad, etc.).

La ley moral natural se llama “natural” porque tanto la razón que la formula como las tendencias o inclinaciones a las que la razón práctica hace referencia son partes esenciales de la naturaleza humana, es decir, se poseen porque pertenecen a lo que el hombre es, y no a una contingente decisión que un individuo o un poder político puede tomar o no. De aquí procede lo que suele llamarse “universalidad” de la ley moral natural. La universalidad de la ley natural no se debe concebir como si se tratase de una especie de ley política válida para todos los pueblos de todos los tiempos. Significa simplemente que la razón de todos los hombres, considerada en sus aspectos más profundos y estructurales, es substancialmente idéntica.

La universalidad afirma la identidad substancial de la razón práctica. Si la razón práctica no fuese unitaria en sus principios básicos, no sería posible el dialogo entre las diversas culturas, ni el reconocimiento universal de los derechos humanos, ni el derecho internacional.

Esta universalidad coexiste con la diversidad de aplicaciones prácticas por parte de los diferentes pueblos a lo largo de la historia, diversidad que se hace más grande cuanto más lejos de los principios básicos están los problemas de que se trata.

Si quisiéramos añadir algunas consideraciones desde el punto de vista cristiano, habría que decir que la ley moral natural es objetivamente insuficiente y fragmentaria. Es insuficiente para ordenar la convivencia social, y por eso ha de ser completada por las leyes civiles; y, en la práctica, es también insuficiente para garantizar la realización del bien personal: aunque, en línea de principio, indica todas las exigencias del bien humano, no posee la fuerza necesaria para evitar el oscurecimiento de la percepción de algunas exigencias éticas, debido al desorden introducido por el pecado en el hombre.

Por otra parte, considerada la totalidad del designio salvífico de Dios, es obvio que el bien sobrenatural del hombre, es decir, la realización de la unión con Cristo a través de la fe, la esperanza y la caridad, excede completamente el alcance de la ley moral natural.

2. Ley moral natural y percepciones morales erróneas
La existencia de la ley moral natural es compatible con la existencia y difusión de percepciones morales erróneas. Se trata de una cuestión compleja, sobre la que aquí me limitaré a proponer dos consideraciones.

La primera es que la ley moral natural es “natural” de modo muy parecido a como es natural para el hombre el lenguaje oral y escrito: los animales irracionales nunca conseguirán hablar, en cambio el hombre tiene la capacidad natural de hacerlo. Pero el ejercicio efectivo de esa capacidad requiere un largo período de aprendizaje. Y así como la calidad del lenguaje oral y escrito de cada uno depende de la calidad de su educación, así también de la diversa educación moral y humana dependerá en buena parte el valor de verdad de los juicios morales que cada uno formula.

Esto no constituye en realidad una objeción válida acerca de la existencia de la ley natural. Podría constituir una objeción la existencia de hombres completamente amorales, sin razón práctica, que no asumiesen, ante la propia vida o ante la de los demás, una actitud de valoración y de juicio; pero esto no sucede: por más que a veces se puedan encontrar comportamientos morales muy deformados, nunca son plenamente amorales. Del hecho que una capacidad natural pueda desarrollarse poco o ejercitarse de manera defectuosa, no es lícito concluir que tal capacidad no existe. Es verdad, en cambio, que el recto ejercicio de esa capacidad es una gran responsabilidad personal y colectiva.

La segunda consideración pertinente es que no todos los elementos de la ley natural tienen la misma evidencia. Considerada en su más íntima estructura, la ley natural está constituida por principios reguladores de la actitud (uso, posesión, deseo) ante los diferentes bienes humanos (tiempo, dinero, salud, amistad, sexualidad, etc.), que son las virtudes. Pero colocándonos en el plano de la reflexión sobre la actividad reguladora de la razón práctica, muchas de las exigencias de las virtudes se pueden formular como preceptos, y por eso se puede hablar de preceptos de la ley natural. No todos estos preceptos tienen la misma evidencia. En este sentido, Santo Tomás distingue tres órdenes de preceptos:

1) los principios primeros y comunes, que gozan de la máxima evidencia y que son aplicables a los diferentes ámbitos del obrar (la regla de oro, por ejemplo);

2) los preceptos secundarios muy cercanos a los preceptos de primer orden, que se refieren ya a ámbitos específicos del obrar (relaciones interpersonales, sexualidad, comercio, etc.), y que pueden ser alcanzados a partir de los de primer orden por medio de razonamientos sencillos y al alcance de todos. A este nivel está el Decálogo;

3) los preceptos secundarios más lejanos de los preceptos primeros, y que pueden ser conocidos a partir de los de segundo orden mediante razonamientos difíciles, que no están desde luego al alcance de todos. Santo Tomás dice que la generalidad de las personas llegan a conocer los preceptos de tercer orden mediante la enseñanza de los sabios.

En este tercer orden de preceptos me parece que está, por ejemplo, la absoluta indisolubilidad del matrimonio. A mi modo de ver, buena parte de los fenómenos actuales que son objeto de debate y que causan no poco dolor ponen de manifiesto el oscurecimiento, en el nivel individual y social, de percepciones morales de notable importancia, pero que en su mayor parte pertenecen a lo que hemos llamado antes preceptos de tercer orden, aunque en algún caso el oscurecimiento está llegando por desgracia bastante más arriba.

No cabe duda de que las personas y los pueblos pueden equivocarse en el modo de proyectar su vida. La historia y la experiencia lo demuestran. Pero la historia también demuestra que las personas y los pueblos no pierden la capacidad de auto-corregirse, y de hecho han logrado corregir total o parcialmente errores importantes como son la esclavitud, la discriminación racial, la atribución a la mujer de un papel subordinado en la vida familiar y social, la concepción absolutista del poder político, etc.

La ley natural es desde luego la norma según la cual todos, creyentes y no creyentes seremos juzgados, pero en el plano operativo se la debe ver no como un argumento de autoridad para condenar a otros, sino como un tesoro que está en nuestras manos y que comporta una tarea: contribuir mediante el diálogo y la acción inteligente para que la evolución de las personas y de los pueblos sea siempre un verdadero progreso.

En orden a esta contribución positiva conviene reflexionar sobre las causas del oscurecimiento de algunas cuestiones éticas que en el pasado parecían de una evidencia indiscutible. Se trata sin duda de causas complejas. Entre ellas tiene mucha importancia, a mi juicio, un modo no exacto de concebir la relación entre las cuestiones éticas y las ético-políticas.

Siempre se ha sabido que la consecución de la madurez moral personal no es independiente de la comunicación y de la cultura, es decir, de la lógica inmanente y objetivada en el ethos del grupo social, un ethos que presupone compartir ciertos fines y ciertos modelos, y que se expresa en leyes, en costumbres, en historia, en la celebración de eventos y personajes que se adecuan a la identidad moral del grupo. Por este motivo se consideraba razonable reforzar mediante diversas formas de presión familiar, social y política, exigencias éticas de índole personal o social.

En los diversos países, y a lo largo de la historia, muchas veces se logró un adecuado equilibrio entre la protección del ethos social y la libertad personal, pero en tantas otras ocasiones se han creado situaciones de hecho y de derecho no suficientemente respetuosas de la autonomía personal y de la distinción que existe y debe existir entre el ámbito público y el privado.

La cuestión es difícil, y no podemos detenernos en ella. Lo cierto es que ciertas situaciones históricas hacen que hoy pueda ser creíble a los ojos de muchos la crítica dirigida a ciertas normas morales en nombre de la libertad y, sobre todo, que resulte aceptable para muchos conceder una hiper-protección legal a comportamientos nocivos que no la merecen, por el simple hecho de que quizá en el pasado tuvieron que sufrir una censura que no siempre conseguía respetar de modo equilibrado el ámbito de la autonomía personal privada. El caso de las conductas homosexuales puede servir de ejemplo.

Repito que la cuestión es difícil. Me he ocupado de ella en algunas publicaciones dedicadas al estudio del relativismo ético-social.

En todo caso, la herencia del pasado explica que quien se opone a los que con ligereza inadmisible sacrifican la verdad sobre el altar de la libertad, hayan de hacerlo con modalidades que ni siquiera den la impresión de que están dispuestos a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad, actitud esta última que tampoco sería aceptable, porque la libertad es un bien humano fundamental y forma parte sin duda del bien común. En todo caso, pienso que algunas consideraciones sobre la relación entre la ley natural, el derecho natural y la política pueden tener algún interés.

3. Derecho natural y política
Se llama “derecho natural” a un ámbito particular de la ley natural: el ámbito de la justicia. El derecho natural es por ello algo más restringido que la ley natural. Se refiere fundamentalmente a la relación entre personas, entre instituciones o entre personas e instituciones, y por eso está en la base del orden social.

El derecho natural no es un cuerpo de leyes distinto de lo que nosotros llamamos hoy “ordenamiento jurídico” o cuerpo de las leyes del Estado. Aristóteles lo entendía de otra manera. En el derecho y en las leyes políticas, dice en la Ética a Nicómaco hay dos componentes: uno natural y otro legal. Es natural “lo que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no”; es legal “aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo”.

El derecho natural es una parte de lo que comúnmente llamamos derecho y ley, la parte que es naturalmente justa y por ello debe ser siempre así. Si consideramos, por ejemplo, la ley de tráfico española e inglesa, por la cual en España los automóviles van por la derecha de la carretera y en Inglaterra en cambio por la izquierda, se distingue en ella algo natural y algo convencional: es naturalmente justo y razonable que, dada la impenetrabilidad de la materia y mientras ésta dure, los coches que van y los que vienen no pueden ir por el mismo lado de la carretera; es convencional que los automóviles vayan por la derecha o por la izquierda.

Se puede elegir lo que más guste, pero una vez que se llegue a una decisión, todos la han de aceptar. El respeto de la justicia natural asegura un primer ajuste de la vida social a la realidad del mundo y al bien de las personas y de los pueblos. Si alguien se empeña en organizar la vida social como si la tierra fuera cuadrada o como si los hombres se encontrasen a gusto a una temperatura ambiente de diez grados bajo cero, se estrellará y, si todos le seguimos, nos estrellaremos todos. El respeto de lo que es justo por naturaleza es parte esencial de una característica fundamental de toda ley: la racionalidad, el ser razonable.

Los que trabajan en el mundo de la justicia, y muy particularmente los gobernantes y los legisladores, suelen notar una cierta incomodidad ante el concepto de derecho natural, porque les parece que se puede convertir en una instancia a la que cada ciudadano se puede apelar para desobedecer, por motivos de conciencia, a las leyes del Estado. El derecho natural se podría convertir en un instrumento desestabilizador en manos del arbitrio o de los intereses subjetivos, principio de desorden, enemigo de la certeza del derecho.

Es una desazón semejante a la que suscita en los gobernantes la idea de objeción de conciencia y, en general, todo lo que podría justificar la desobediencia a las leyes.

No cabe duda de que puede haber algo de verdad en estos temores, y en ocasiones lo habrá. Pero si vamos derechamente al núcleo de la cuestión, habrá que reconocer con Karl Popper que la “sociedad abierta”, democrática y laica, se fundamenta sobre el dualismo fundamental entre “datos de hecho” y “criterios de valor”. Una cosa son los datos de hecho (leyes e instituciones concretas) y otra son los criterios éticos justos y verdaderos, que son independientes y superiores al proceso político que produce los datos de hecho. Los datos de hecho pueden conformarse a los criterios racionales de justicia, y generalmente se conforman, pero pueden también no conformarse.

Como añade Popper, querer negar dicho dualismo equivale a sostener la identificación del poder con el derecho; es, pura y simplemente, expresión de un talante totalitario.

El totalitarismo es un monismo, es poner todo en las mismas manos, identificar la fuente del poder político con la del valor moral y con la de la racionalidad.

Es cierto que las instituciones políticas gozan de una autonomía política y jurídica, pero esto no comporta en modo alguno negar la trascendencia de los criterios de valor sobre los hechos y los acuerdos políticos.

Quien negase esta dualidad, estaría a un paso de “convertir los hechos mismos —mayorías concretas, medidas legislativas, etc.— en valores políticos supremos y moralmente inapelables”. No obstante lo dicho, el cuerpo legislativo es política y jurídicamente autónomo.

Efectivamente, lo es y lo debe ser. Pero la autonomía del cuerpo legislativo no es el único principio de nuestro sistema social. La autonomía del cuerpo legislativo se encuadra en un largo proceso, que ha tenido lugar en la teoría política moderna, que se propuso como objetivo asegurar algunos elementos básicos del derecho natural, como son los derechos humanos y otras exigencias de la justicia, mediante un sistema de garantías jurídicas e institucionales.

Una de esas garantías es la división de poderes. El poder legislativo ha de ser autónomo también en su relación con el poder ejecutivo, para lo cual, sobre todo por lo que se refiere a los temas discutidos o éticamente sensibles, la disciplina de partido no puede sofocar el derecho de cada miembro del Parlamento a no aprobar con su voto lo que en conciencia considera que es un mal importante para el propio país: cada parlamentario suele pertenecer a un partido político, pero no es un robot.

El poder judicial también debe ser autónomo en el ejercicio de su función de aplicar equitativamente las leyes, y ello exige independencia e imparcialidad tanto por parte de los magistrados que juzgan como por parte de los que instruyen y de los que acusan. Ni los unos ni los otros pueden ser vistos como funcionarios dependientes del poder ejecutivo (pues no serían autónomos) ni de los partidos políticos (pues entonces no serían imparciales).

Otro medio de protección de los derechos humanos y de otros contenidos del derecho natural es la Constitución. La Constitución de un país es, por definición, una limitación del poder de legislar, y por ello su interpretación no puede quedar sometida a los juegos de las mayorías y de los acuerdos políticos que determinan las opciones del legislador ordinario. Para que estos sea una realidad, el organismo encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes ha de ser verdaderamente autónomo e imparcial, y su actividad tendrá como punto de referencia único y exclusivo los valores en que ha ido cristalizando el constitucionalismo occidental.

El nombramiento y la duración del mandato de los jueces constitucionales debe responder a procedimientos que sean y parezcan libres de cualquier sospecha. Un Estado sólo es verdaderamente constitucional cuando existe la garantía de que ciertas cosas no podrán ser hechas ni por un ciudadano, ni por una parte política ni siquiera por todos los ciudadanos juntos. Ejemplos de cosas que ninguno puede hacer podrían