Hace falta carecer de entendederas para creer que un belén en un colegio pueda ofender a alguien
Ignacio Sánchez Cámara
La Gaceta de los Negocios, 27 de diciembre de 2006
LOS episodios de las guerritas de los belenes pueden entenderse como consecuencias de las perturbaciones intelectuales y morales producidas por el solsticio de invierno en mentes anegadas por el rencor laicista. No es posible imputarlo a otra cosa que a los desvaríos anticatólicos que pretende suscitar en España la triste legislatura actual presidida por Zapatero, pues no cabe olvidar que sus ejes vertebradores (es un decir) son la ruptura del espíritu de concordia de la transición y la transformación de España en una sociedad ajena y hostil al cristianismo y sus principios y valores. La indigencia de los fines y los medios no debe hacer pensar que no hay un plan, porque sí lo hay. Hace falta carecer de entendederas o tenerlas gravemente deterioradas para pretender que un belén en un centro docente público pueda ofender a alguien o atentar contra el principio de aconfesionalidad del Estado establecido por nuestra Constitución. Hasta para el islamista más furibundo Jesús de Nazaret no deja de ser, ya que no Dios, sí un profeta de Dios, y su nacimiento y enseñanzas, hechos incontrovertibles de verdad y fe. Pero aquí no se trata de salvar ni la libertad religiosa ni el respeto al islam; sólo se trata de proscribir el cristianismo.
La aconfesionalidad del Estado no entraña la supresión de los símbolos religiosos de los lugares públicos. Eso sólo puede ser exigencia del laicismo, que no es neutral, sino una determinada concepción que proscribe lo religioso (aquí, más bien, lo cristiano) del ámbito público. Según él, para el Estado Dios no existe. Acaso porque el Estado aspire a ocupar el lugar del dios ausente. Pero el pueblo tiene derecho a expresar sus creencias religiosas. A ver si va a resultar que la libertad religiosa consiste en la imposición del laicismo y en la reducción de la práctica religiosa al ámbito doméstico de las catacumbas, es decir, a una especie de prohibición de hecho de la práctica pública de alguna religión concreta. Y, con todos mis respetos, si a algún inmigrante le ofende la celebración del nacimiento de Jesús, está en su perfecto derecho de buscar un país de acogida más laicista y hospitalario.
En realidad, más que de laicismo o de pura hostilidad a la religión, cabe hablar de una verdadera cristofobia, patología que el constitucionalista judío Weyler diagnosticó en su ensayo contra la ausencia de la mención a Dios y al cristianismo en el preámbulo de la nonata Constitución para Europa. Esta parafernalia anticatólica nace del resentimiento. Sabido es que Nietzsche diagnosticó el mal, aunque erró en el destinatario: la moral cristiana. Max Scheler puso las cosas en su sitio y negó que ella fuera obra del resentimiento, pero el mecanismo queda en pie. El resentido se ciega a sí mismo para la percepción de los valores más altos, y no sólo decreta que las uvas más altas están verdes, sino que llega a negar valor a la fruta madura. Para el resentido es casi un deber derribar alturas e igualar niveles. El resentimiento es el gran nivelador. El resentido arremete contra todo lo que eleva y dignifica al hombre.
Ignoro si la civilización occidental perecerá pronto o no, pero creo que si lo hace no será a manos de otra más pujante sino como consecuencia de su propia barbarie interior, de su propia estupidez moral. El Papa en su mensaje de Navidad ha vuelto a reiterarlo. El hombre necesita a Cristo, a pesar de que la posmodernidad haya decretado una ficticia autosuficiencia del ser humano. Y no dejan de proclamar aún más esa necesidad de salvación los males que padecemos: hambre, pobreza, esclavitud, odio racial y religioso y terrorismo. Por lo demás, el mensaje de la Navidad va dirigido a todos los hombres, y hay que haber descendido muchos peldaños en la escala de la hominización moral para sentir odio y aversión hacia el Niño que nació en Belén. Quienes no tengan fe para reconocer que allí nació la Verdad, no su mero testigo, al menos deberán reconocer la grandeza eterna del mensaje. Los resentidos contra la dignidad humana son los principales enemigos del acontecimiento de Belén, una especie de segunda creación del mundo, que muestra que Dios está con nosotros y entre nosotros. Se recoge, si no me equivoco, en el Talmud esta memorable narración. Un joven se acercó a un rabino para tentarlo y ponerle en aprietos teológicos, y le ofreció dos monedas de oro si le decía dónde estaba Dios. La respuesta de la sabiduría no se hizo esperar: “Yo te doy el doble si me dices dónde no está Dios”.
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