Por Josep Miró i Ardèvol
La ideología de género es una patraña insostenible. Posiblemente una de las mayores de la historia solo equiparable al mito de la superioridad de las razas. A pesar de ello, sus planteamientos han contaminado en gran medida nuestra cultura, y en el caso especialísimo de España constituyen la doctrina fundamental del gobierno.
La llamada perspectiva de género, el generismo, afirma que la humanidad no se divide en hombres y mujeres, sino que tal diferencia es fruto de una construcción social determinada. Predica que esta construcción condena a la mujer a la inferioridad.
Pretende convencernos de que no existe un atractivo natural entre hombres y mujeres, sino que esto es fruto de una presión social. No existe el sexo masculino ni femenino como forjador de actitudes y caracteres sino que la sexualidad es polimorfa y transformable.
Una mujer en un cuerpo de hombre, un hombre en un cuerpo de mujer, homosexuales, bisexuales, transexuales, travestis y heterosexuales, todas son posibilidades equivalentes del ser humano.
Esta parida es contraria a todo conocimiento científico y, obviamente, a toda antropología humana. No es un feminismo porque no persigue la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, sino que simplemente consigue la igualdad a base de eliminar la condición de hombre y de mujer.
Considera una fuente de opresión a la familia, ve con malos ojos la maternidad, y vitupera a toda la cultura judeocristiana (y evidentemente, junto a ella, el legado del helenismo). Liquida toda antropología conocida con la pretensión de construir una nueva.
Ahora mismo se ha publicado en español un libro de Louann Brizendine, El cerebro femenino. Esta señora es psiquiatra por Harvard, licenciada en medicina por Yale y realiza sus investigaciones en neurobiología en Berkeley.
En su libro dice muchas cosas sabidas y algunas nuevas. Pero vale la pena traerlo a colación porque es mujer y antigua feminista. Lo que explica es muy simple: existe un cerebro masculino y un cerebro femenino, son distintos y procesan aspectos fundamentales de la vida de forma distinta (y muchos otros de igual manera), y ello explica diferencias naturales que si son bien comprendidas ayudan a una complementariedad magnífica, y si no lo son, precisamente porque se considera que no debe existir diferencias, son fruto de conflicto.
La propensión de las mujeres a hablar entre ellas y comentarse “secretos”, por ejemplo, es real y es propiciada porque genera una reacción en el celebro que produce flujos de dopamina y oxitocina extraordinariamente placenteros, y que no se da en los hombres.
Una síntesis reduccionista del discurso de la doctora Brizendine es que “nosotras intuimos mejor pero ellos actúan mejor”. Cita el ejemplo de que enseñando imágenes sucesivas de un rostro, los hombres solamente saben detectar “que está triste cuando aparecen las lágrimas”, las mujeres detectaban este estado, en un 90%, cuatro o cinco fotogramas antes.
Las relaciones sexuales también son procesadas de manera muy distinta, y si eso no se entiende es difícil comprender nada: “para las mujeres, los preliminares (en las relaciones sexuales) es todo lo que sucede durante las 24 h. anteriores a la penetración. Para un hombre es lo que ocurre, tres minutos antes”.
Es posible diferenciar un celebro de mujer de uno de hombre en pleno funcionamiento a través de las imágenes que aporta la neurobiología.
En resumen, una vez más lo obvio: se nace mujer o se nace hombre, esta diferencia –otra vez lo obvio- no significa superioridad sino capacidades distintas en determinados planos y no diferenciadas en otros, porque entre ambos sexos existe la común unidad del ser humano.
El que la cultura predominante niegue todo esto y pueda convivir al lado de la ciencia, el que el gobierno monte sus leyes y discursos sobre la patraña del generismo y la gran mayoría diga amén, solo expresa, para utilizar una palabra pasada de moda, la alienación de nuestra sociedad.
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