Pensar que cualquier novedad es, por sí misma, buena, constituye la más peligrosa superstición
Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, el 16 de abril de 2007
Es tan viejo el diagnóstico de la decadencia de Europa que algún día llegará a cumplirse. Pero no parece que ese día haya llegado ya. Para los deterministas e historicistas, todo pronóstico termina por realizarse; sólo es cuestión de darle tiempo. Para quienes no somos progresistas ni reaccionarios (aunque nos resulte más verosímil la hipótesis de la edad de oro que la de la utopía final), ni pensamos que el futuro esté determinado, la decadencia de Europa es tan posible como evitable. La clave estriba en evitar la superchería del progresismo. Pensar que cualquier novedad es, por sí misma, buena constituye la más peligrosa superstición. El progresista piensa que el futuro es aquello hacia lo que apunta su nariz. No considera la posibilidad de que su olfato se equivoque. Por eso, todo progresismo es decadente; porque nunca se detiene a pensar si avanza hacia la decadencia. La más extraña paradoja es que el progresismo se haya convertido en una tradición y un dogma: la tradición moderna por antonomasia. Nadie es hoy, entre nosotros, tan conservador como el que es progresista. Cuenta Leszek Kolakowski la orden que un día escuchó en un tranvía de Varsovia: “¡Avancen hacia atrás, por favor!” Acaso sea esto lo que hacemos hoy en Europa: avanzar hacia atrás, progresar hacia la decadencia, en lugar de retornar al verdadero progreso, que es el del espíritu y la cultura superior.
Por reales y agresivas que puedan ser las amenazas exteriores, el mayor peligro de la cultura europea procede de ella misma. Como afirma MacIntyre, los bárbaros no aguardan al otro lado de nuestras fronteras, sino que se encuentran entre nosotros, llevan incluso algún tiempo gobernándonos. Y esta barbarie interior tiene su más profunda causa en la pretensión de elaborar una cultura en la que el sentido esté ausente. El materialismo, el cientismo y el positivismo tienden a la exclusión del sentido; en cierto modo, se fundamentan en ella. Al abolir la filosofía, excluyen la búsqueda del fundamento y del sentido. Y al excluirlos, los niegan. Podemos así conocer la realidad (material) y describirla, pero, en ningún caso, desentrañar su sentido ni encontrar su fundamento. La única consecuencia posible es el nihilismo y la negación del espíritu. El arte se convierte así en entretenimiento, experimento y autoexpresión, pero renuncia a expresar la realidad espiritual, que fue la tarea del gran arte europeo. Por no hablar de la ética, reducida al producto del consenso y a la búsqueda de una moral indolora y antiheroica. Vivimos una cultura, es un decir, muy perspicaz para la percepción de los valores inferiores y ciega para la visión de los superiores. En estas condiciones, la crítica de la decadencia resulta casi optimista, pues aún pretende poder evitarla. Hay ocasiones, quizá la nuestra sea una de ellas, en las que clamar contra la oscuridad del presente es una forma suprema de la esperanza. Y lo más ridículo es que una época sumida en las tinieblas se considere paradigma de la ilustración y depositaria de las luces. En otro tiempo, éramos enanos a hombros de gigantes. Hoy, más bien parecemos tuertos guiados por un ciego. Invertimos el platónico mito de la caverna: elogiamos a los prisioneros y desdeñamos a los liberados.
En estas condiciones, sólo la filosofía, es decir, el saber acerca del sentido y el fundamento, puede salvarnos. Pero los enemigos, acaso inconscientes de serlo, de la cultura europea ya se las han apañado para que el genuino sentido de la filosofía casi haya desaparecido, para ser suplantada por lo que no lo es. En este sentido, peor que la falta de filosofía es su suplantación por otras cosas, la pretensión de hacer pasar por filosofía lo que no lo es. Al parecer, dijo en una ocasión Ludwig Wittgenstein, después de haber escuchado una conferencia carente de interés: “Un mal filósofo es como un propietario de casas miserables. Mi trabajo es echarlo fuera del negocio”. Entonces, la tarea de la filosofía quizá consista hoy en expulsar a los mercaderes del templo de Atenea, antes de emprender la misión de construir una filosofía a la altura del tiempo. Mientras, vivimos como sonámbulos que se tambalean en un mundo del que se ha expulsado su sentido. Y no faltan quienes estiman que la más elevada sabiduría consiste en constatar su propia ceguera. Son fatuos que, en su soberbia, declaran que nada tiene sentido. Bien podría decirse de ellos que el vacío que creen ver en la realidad no es sino la proyección del vacío y el sinsentido que albergan en su interior. Se equivocan quienes piensan que es fácil oponerse al espíritu dominante en nuestra época. Si es dominante es porque tiene mucho poder. Y desalojarlo del poder, que ilegítimamente ocupa, es tarea que sólo pueden emprender espíritus heroicos, que estén dispuestos a hacerlo de una manera indirecta y oblicua. Es preciso, como afirmó Wittgenstein, ponerse del lado del error para conducirlo hacia la verdad. Pues por nada siente el error más aversión que por la verdad. Para un espíritu educado, es decir, para un espíritu, toda cosa tiene sentido. Y todas las cosas, en su totalidad, tienen un sentido absoluto.
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