Antonio R. Rubio Plo, Historiador y Analista de Relaciones Internacionales, en Analisis Digital
Criticar el relativismo imperante en nuestra sociedad supone exponerse a duras críticas porque una opinión extendida es que relativismo equivale a pluralismo y libertad. Atacar el relativismo supondría tomar partido contra estos valores y defender supuestas formas rígidas y autoritarias de concebir a la persona y organizar la sociedad. Pero si profundizáramos un poco e el concepto, a lo mejor descubrimos que los sinónimos más ajustados de relativismo son individualismo y subjetivismo. Quien defienda una actitud relativista ante la vida suele ser a menudo una persona que considera su propia opinión como punto exclusivo de referencia. Si ésta es la actitud extendida en una sociedad, el resultado será un conjunto de “individuos-islas”, un agregado de seres humanos partidarios de una libertad que rehúsa tener límites. Es comprensible que estos individuos defiendan el relativismo porque todo criterio objetivo de comportamiento supondría una cortapisa a su sacrosanta autonomía. Pero nadie podrá decirnos que relativismo es pluralismo pues las opciones no relativistas serán rechazadas en nombre de un subjetivismo que sólo se fundamenta en la dictadura del yo. Tal dictadura será por definición escéptica y nos gritará un no a las ideologías y un no a las religiones, que considera términos equivalentes porque rechaza reconocer la diferencia entre fe secular y fe religiosa. Mas con esto se nos está diciendo que hay que renunciar a la funesta manía de pensar más allá de las cuatro esquinas de nuestro universo particular. ¿No es esto irracionalismo, una contradicción impropia de un ser racional? El irracionalismo es un efecto perverso, quizás no buscado, del relativismo.
Precisamente ese subjetivismo que pretende entender de todo, aunque no haya profundizado en nada, prescinde poco a poco de la razón para interpretar los problemas sociales, políticos y filosóficos, y reduce todo a un psicologismo sentimental. Sobran los expertos o los estudiosos porque el yo soberano ha decidido que lo que yo digo o pienso es la verdad, que mi opinión vale tanto como la de los demás o acaso más porque es la mía. El subjetivismo radical puede escuchar con educación el consejo del especialista pero no se moverá un ápice de su posición porque si lo hiciera pensaría que se coarta su libertad. Lo primero es la libertad individual antes que todas las verdades o certezas del mundo si es que realmente existen porque todo es relativo, tal y como afirma el dogma profesado. Asistimos así a la paradoja de que los que dicen haberse emancipado en nombre de la razón y optado por la libertad, caen en un rígido inmovilismo que les impide admitir la posibilidad de cambiar sus posiciones preconcebidas. No hay ninguna verdad que descubrir. Esta actitud irracionalista es fruto del relativismo.
Pero otro fruto relativista es la desconfianza hacia todo lo que nos rodea: pensar que nadie obra rectamente sino que todos actúan con doblez para ocultar sus intenciones. Dicho de otro modo, todo es mentira porque nada es verdad. La desconfianza también es una vía hacia el irracionalismo. En esas circunstancias, el ser humano es un animal aislado tan sólo preocupado por marcar el territorio del santuario de su autonomía personal. Lo malo es que la desconfianza sistemática alimenta el odio y se puede llegar a “deshumanizar” a los demás. Esto supone privarles de rostro, de su condición de personas concretas, porque así es más fácil desatar la rabia y el rencor. Al final el otro no es un “él” sino un “lo”, un peligroso ismo que hay que desechar. Mas lo peor es que algunas veces el odio se disfrace de realización de la justicia, de exigencia de los propios derechos. ¿Son de verdad derechos o coartada de egoísmos individuales o colectivos? Pero el término “egoísmo” está proscrito para muchas personas porque supone un juicio de valor –y encima con fundamento objetivo- acerca de conductas que suelen fundamentarse en una libertad sin límites. Sin duda, este sería el eslogan más apropiado para los actuales tiempos: “¿Qué es libertad? ¡Mi santa voluntad!”. Este planteamiento también nos lleva hacia la irracionalidad.
El otro desaparece en el discurso del relativismo entendido como subjetivismo e individualismo radical. El mundo que podemos construir es el de unos paseantes solitarios, vagabundos sin rumbo fijo, sin pasado ni futuro apegados a un presente que se desea sin fin. El corazón – importante en una sociedad que tanto dice valorar los sentimientos- se vuelve poco a poco raquítico y pequeño, lo que contrasta con frecuentes llamamientos a la solidaridad. Mas esa solidaridad corre el riesgo de reducirse a lo material, a facilitar un número de cuenta corriente en el que se domicilian recibos para causas benéficas. El relativismo no es lo más adecuado para resolver los problemas de la convivencia humana. En teoría, parecería que sí porque supuestamente respetaría la libertad de los otros individuos. Habría que decir más bien que en el relativismo todos tendrían el derecho de permanecer anclados en sus convicciones y no deberían imponerlas –ni siquiera sugerirlas- a los demás. Pero si no buscamos lo que tenemos en común, y eso no se alcanza con el mero consenso en textos o declaraciones, ¿cómo podremos buscar objetivos comunes para el bien de la sociedad? La debilidad del relativismo radica en que se queda en el caparazón de lo abstracto y no es capaz de ofrecer soluciones concretas para problemas concretos. Presumirá de pragmático pero al final es muy poco práctico. Es incapaz de aportar soluciones específicas porque piensa que eso coarta la libertad de los individuos y en su escepticismo tampoco está muy seguro de cuál puede ser la solución adecuada. El relativismo termina por ser lo que quizás no hubieran querido sus patrocinadores: una forma más de inmovilismo.
Es irracionalista renunciar a pensar y a profundizar en muchos aspectos de la compleja existencia humana; es irracionalista pensar que no existe otra ética que la que me doy a mí mismo. El relativismo construye en el vacío y no nos puede extrañar que venga un Estado, que presumirá incluso de ser un referente ético, a llenar ese hueco.
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