Por Armando Segura Naya, Catedrático de filosofía de la Universidad de Grananda, en Ideal, 25 de junio de 2007
El procedimiento más eficaz que los políticos han elaborado para reducir la conciencia de culpa es reducir la noción misma de conciencia. Puesto que la conciencia no es más que un reflejo de la estructura social que, como todos sabemos, no es más que la lucha entre opresores y oprimidos, el lugar de la conciencia de culpa es evidentemente el de ser la instancia dominante y opresiva. Lavando de conciencia aquel reflejo, la culpa es erradicada por arte de ensalmo.
En el momento actual, se ha aprobado por el Congreso de los Diputados, una legislación que afecta, entre otros aspectos, a la vida de las personas, y a la institución familiar. Esta legislación es considerada injusta y contraria al bien común, por millones de españoles que firmaron su objeción recientemente.
Es preciso reconocer que si durante siglos y hasta hace muy poco, una serie de actos como la eutanasia activa, y el aborto, eran considerados como crímenes, que lo son y lo eran antes de cualquier legislación civil o eclesiástica, no se nos puede pedir de la noche a la mañana, que consideremos tales actos como virtudes cívicas, de la mañana a la noche.
No se trata tanto de una cuestión de adaptación al medio, de que sea preciso un tiempo para acomodarse psicológicamente, a la «nueva sensibilidad». No es un problema de sensibilidad, sino de conciencia. El crimen es un crimen aunque el criminal sea digno de compasión y la objeción al crimen, es un acto civil, que puede ser heroico, aunque la imagen pública la presente como insufrible arrogancia: La mayor modestia, puede pasar por arrogancia, si conviene al Poder.
No tiene el menor sentido que las más antiguas y las más recientes, civilizaciones, las más antiguas y las más recientes religiones y las más antiguas y recientes legislaciones, den por sentado implícita y expresamente, que el matrimonio es de hombre y mujer y venga un caballero a proponer al Congreso y elevar a ley, sin ninguna dificultad, que el matrimonio (de momento) se celebra, entre ciudadanos de cualquier sexo. Hay que matizar, «de momento», puesto que avanza la sencilla opinión de que los animales son «beneficiarios de nuestra comunidad moral», paso previo imprescindible, para que la sociedad vaya entendiendo que es una exigencia ineludible el avanzar en esta dirección y reconocer su categoría, de sujetos no sólo pasivos, sino activos, de dicha comunidad, con todas las consecuencias. Es lo menos que podemos hacer por nuestros compañeros animales, que llevan tantos milenios y millones de años, masacrados por una civilización, que debe darles el honor que se les debe y reparar, incluso económicamente, el mal sufrido.
Visto el valor de López Aguilar, Rodríguez Zapatero y Fernández de la Vega, que no dudo deben ser ilustres jurisconsultos, no cabe la menor duda de que grabarán sus nombres en el Libro de Oro de los Derechos Humanos como los introductores del pleno derecho de los animales (de todos, sin discriminación alguna) a figurar con pleno derecho, (por sí o mediante poderes) en la sociedad presente.
El camino del progreso es ancho y abierto y sólo les detiene una excusable falta de formación, debida probablemente a la educación que muchos tuvieron que padecer, en los antiguos planes de estudio, de bien olvidados gobiernos. No saben de qué beneficios fueron injustamente privados, de la LOGSE, por ejemplo, y de otras disposiciones, que sería largo enumerar y que los colocaron en un lugar privilegiado de nuestra historia.
Todo ese mundo superado, más cercano a la arqueología que a la vida moderna, quedó atrás. Ahora sólo nos resta, aprender a llamar «progenitores» a nuestros padres y adaptarnos a los nuevos tiempos, agradeciendo, a nuestras ministras y ministros, superioras y superiores, el bien que nos están haciendo y el que están haciendo a sus hijos y a sus hijas y a ellos mismos.
Si llamar al padre, padre y a la madre, madre, va contra la ley, si llamar marido al marido y a la mujer, mujer, es ilegal, tal vez sea imprescindible una profunda reeducación (o reciclaje). No siempre se pueden asimilar conceptos tan esquivos, a tanta velocidad.
Es verdad que tales defectos educativos y quien sabe sí también genéticos, pueden tener artera apoyatura en nuestra legislación. Es posible que tengamos que sufrir un indebido uso de la legislación europea y española que delimita las condiciones y los requisitos de la objeción de conciencia.
Debemos esmerarnos y extremar nuestro respeto con estos ciudadanos, que merecen mejor destino que el que les espera y a quien es preciso ayudar con generosidad y con cariño. Aunque, dada su débil condición, no es de temer que hagan uso de su derecho a la objeción de conciencia. Se lo impide el apego al puesto de trabajo, a la consideración social, al ostracismo o al vituperio público.
Tal vez la estrategia de nuestras ministras y nuestros ministros, consista en aplicar a la política, el principio homeopático de que el mal se cura con un mal mayor. Quien sabe sí de lo que se trata, es de despertar el sentido común, algo escaso, de los ciudadanos, mediante sabias dosis de insensatez. O tal vez, no. Tal vez piensen que muchos, con la mayoría de edad que proporciona la legislación ilustrada, aguanten lo que se les eche, sin que por ello, decaiga la asistencia a los actos de mayor devoción.
Si es así, lavada la conciencia de toda ideología represiva, no existen malvados sino enfermos, no existen enfermos sino peculiaridades y personalidades excéntricas cuya identidad hay que respetar. Son los educadores los que deberán ser educados y las víctimas criminalizadas puesto que culpabilizan a sus agresores. Suprimamos pues, la conciencia de víctima ya que, se ha demostrado científicamente, que un buen lavado de conciencia erradica las penitenciarías y sus inquilinos.
Pues lo mejor del paraíso, está por llegar.
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