El Ilustracionismo es un veneno para la sociedad, ataviado de corrección política y de ecuanimidadPor
Rafael Domingo, en
La Gaceta de los Negocios, hoy 3 de octubre de 2007
LO que parecía, a primera vista, un rayo fugaz del siglo XVIII —el de las luces— resultó ser una tormenta colosal que abonó el humus de la Modernidad. Anclada en las profundidades medievales del averroísmo latino y en las torres inexpugnables del nominalismo escolástico, prefigurada en el Humanismo y el Luteranismo, la Ilustración, superadora del artificial orbe barroco, se extendió a lo largo del mundo con una inusitada rapidez, con una violencia casi vesánica.
Por Francia, de la mano de enciclopedistas y pensadores como Montesquieu, Voltaire o Rousseau. Por Gran Bretaña, disfrazada de empirismo, del brazo de Newton y Mandeville, así como del economicismo de Adam Smith. Por Alemania, la Aufklärung brilló con un Wolff, un Tomasio, pero sobre todo con Inmanuel Kant, quizá la figura más representativa del esfuerzo ilustrado. Por Italia, con Beccaria, autor del famoso opúsculo De los delitos y de las penas. Y por los restantes países de Europa. También, por supuesto, por España, en las personas de un Jovellanos o un padre Feijoo. Pronto, el espíritu ilustrado saltó al Nuevo Mundo dando vida a los Estados Unidos, iluminando la razón de sus padres fundadores. Con asombro, Alexander von Humboldt afirmó que la Ilustración había calado incluso en las selvas sudamericanas. Las jóvenes naciones del Pacífico Sur, pletóricas del racionalismo ilustrado, pronto, muy pronto, se emanciparían del Imperio español continuando su devenir histórico por el sendero que señalaban los nuevos vientos revolucionarios.
La Ilustración llegó en el momento preciso, con los medios oportunos. Los absolutismos, los fideísmos, los imperialismos, los estamentismos y las intolerancias fueron sepultadas por ella, dejando paso a la consolidación de una sociedad centrada en el hombre y muy particularmente, en su capacidad de progreso y de superación. En cada ser humano. En su razón. Una razón autónoma, reglada —como la hora marcada por un reloj—, libre, secular, cuna del progreso y de la felicidad. Y sobre todo, una razón natural, como esa concepción deísta que campó a sus anchas por los clubes, logias y cenáculos iluministas. Una razón, también, plagada de un sentimentalismo moral profundamente ingenuo, que defendió hasta la saciedad el mito del buen salvaje, la metáfora de la bondad intrínseca. La ilustración trajo todo aquello. Su varita mágica: la tolerancia. Su estamento preferido: la burguesía. Su instrumento: la revolución. El jacobinismo, en sus excesos. Después, mucho después, la democracia.
Matizada por el romanticismo, el socialismo, el anarquismo, el nacionalismo y cuantos ismos se quieran incorporar, lo cierto es que la Ilustración semper latebat, como energía originaria, como impulso creador. Al igual que todo movimiento, la Ilustración trajo cosas buenas y menos buenas. Sirvió para remover los cimientos de una sociedad apolillada y recuperar ilusiones perdidas. Devolvió el optimismo, la cultura popular, el amor a las artes, a las letras, a la erudición. Aportó nuevas ideas, los derechos de los ciudadanos, el liberalismo democrático, la libertad de prensa, la libertad religiosa y la argamasa del país que gobierna nuestro mundo: los Estados Unidos de Norteamérica. Vanidosa y caprichosa, la Ilustración se colgó medallas que no le correspondían. Y eso pasa factura, pues a ninguna época le es dado juzgarse. La autocrítica, para los marxistas. No para el liberalismo ilustrado, proclive a la exageración y al determinismo.
El problema de la Ilustración fue su torpe retirada, su lento declive. Jamás supo ceder el paso, dar lugar a nuevos movimientos, reconocer el carácter efímero de cualquier corriente social y cultural. Pretendió inmovilizar la historia, dominarla, como se doma un caballo o se conduce un coche. Intentó erigirse en intérprete auténtico del devenir de la Humanidad. Quiso jugar a ser el oráculo de un Delfos perpetuo, inmutable, perfecto. Por eso, siglos después, todavía viva, aunque decrépita, la Ilustración ha devenido en un Ilustracionismo ramplón, anclado en el pasado, cristalizándolo, avanzando a trompicones con el temblor propio de un paciente achacoso.
El Ilustracionismo es a la Ilustración lo que el racionalismo ilustrado a la racionalitis; el secularismo iluminado a la laicitis; la tolerancia de las Luces a la permisivitis; la democracia liberal a la democratitis; el derecho racional a la legalitis o las confesiones religiosas a la fanatitis. Una degeneración, una deformación. Una vulgarización. Acaso un sucedáneo edulcorado.
EL Ilustracionismo es, pues, un veneno para nuestra sociedad, muy bien ataviado, eso sí, de corrección política, de ecuanimidad, de solidaridad. De progreso. E incluso, de globalización. Y es fabricado por unos pocos hombres, ávidos de poder y sedientos de dominio que continúan pensando que la fuerza de las ideas ilustradas, bien dirigida, puede conducirles al gobierno del mundo. El Ilustracionismo bien puede servir de ideología sempiterna a esos actores de poder que buscan perpetuarse en el Gobierno, moldeando la voluntad de las masas mediante la falacia de una educación para la ciudadanía. Nuestra aldea global —he aquí la gran revolución de nuestros días— puede ser controlada y manipulada, como si de una flor entre las manos se tratase. Es objeto de conquista, de poder total. Basta convertir la razón en tecnología, la fe en sentimiento, y al hombre en un productor de riqueza. Así, el camino queda expedito para una nueva criptocracia y para un orden mundial en el que los grandes ideales ilustrados sean sepultados bajo un túmulo de mentiras, desvíos e insensatez.