EUGENIO NASARRE (Diputado del Grupo Popular) en ABC, el 17 de octubre de 2007
Minuciosamente, paso a paso, se están preparando los caminos para la legalización de la eutanasia. Como anticipo, las Juventudes Socialistas la han propuesto en su programa, adoptado en su último congreso. Bernat Soria, en calculadas declaraciones, ha ido afirmando que es «una asignatura pendiente» a abordar en la próxima legislatura. Hoy, el Congreso debate una proposición de ley presentada por Izquierda Unida que lleva el perverso título «disponibilidad de la propia vida».
Lo que resulta interesante observar es la gran similitud de los argumentos en que se basan quienes postulan hoy la legalización de la eutanasia con los que sostuvieron Hitler y los nazis, cuando la incluyeron junto con la eugenesia como parte esencial de su proyecto ideológico. Los actuales defensores de la eutanasia son, en este punto, herederos directos de las doctrinas nazis sobre la vida y la muerte de los seres humanos.
El argumento principal para justificar la eutanasia es la conveniencia de suprimir «la vida indigna de ser vivida». Resulta curioso que, en una especie de macabro retruécano, sea la apelación a la «dignidad humana» la razón última con la que se pretende legitimar esta clase de «homicidio compasivo». Claro está que, con tal argumento, lo que realmente se está afirmando es que la «dignidad humana» es selectiva, que los seres humanos no la poseen por igual, sino que depende de determinadas condiciones y circunstancias.
El problema que plantea tal afirmación es doble. Por una parte, quién debe decidir qué vida es «indigna de ser vivida» y merece, en consecuencia, su eliminación. Y, por otra parte, qué consecuencias, no sólo para la víctima, sino para el conjunto de la sociedad, se producen si se llega a imponer la tesis de que resulta conveniente y benéfico provocar la muerte a aquellas personas en las que concurren las circunstancias que hacen a su vida «indigna de ser vivida». Las consecuencias son terribles y conducen a la máxima degradación de una sociedad, como sucedió en la Alemania de Hitler.
Tanto en el nazismo como en los que ahora defienden la legalización de la eutanasia, evidentemente la «vida indigna de ser vivida» (y, por lo tanto, eliminable) no es la de los sanos, los fuertes, los inteligentes, los que están pletóricos de facultades. Por el contrario, es la propia de los enfermos, de quienes no pueden valerse por sí mismos, en definitiva, la de los desvalidos e indigentes, la de los que necesitan el auxilio de otras personas para poder vivir. Es curioso que en la proposición de ley de Izquierda Unida no se contempla como supuesto de despenalización «facilitar la muerte digna y sin dolor» (¡así se define el homicidio en el texto!) de quienes gozan de una salud rebosante. Sólo se contempla la despenalización «en caso de enfermedad grave que hubiera conducido necesariamente a su muerte» o «le incapacitara de manera generalizada para valerse por sí misma». Está claro que la eutanasia sólo está pensada para aplicarse a los desvalidos. Y es que irremediablemente la eutanasia no podrá disociarse nunca de la eugenesia. La una conduce a la otra.
Este era el mismo planteamiento sostenido por los nazis. Hitler, en la concentración del partido nacionalsocialista de Nuremberg de 1929, ya afirmó que «como consecuencia de nuestro humanitarismo sentimental moderno, intentamos mantener a los débiles a expensas de los sanos». Hitler no llegó a impulsar políticas favorables a la eutanasia hasta el último período de su gobierno, una vez iniciada la contienda mundial. Pensaba que la sociedad alemana «todavía» no estaba preparada. Pero en 1939, cuando la voluntad del Führer era ya irresistible, expresó al dirigente de los Médicos del Reich «que era justo que se erradicasen las vidas indignas de pacientes mentales graves» (Michael Burleigh, El Tercer Reich). Y a partir de ese año la Cancillería del Führer empezó a autorizar a médicos la práctica de «homicidios compasivos», empezando con los casos de niños nacidos con malformaciones y enfermedades congénitas, tales como síndrome de Down, micro e hidrocefalias, parálisis espásticas y enfermedades mentales graves, alegándose como pretexto las súplicas de padres angustiados. La justificación de la práctica de la eutanasia era presentada por los nazis, sobre todo al comienzo de su implantación, como una respuesta a las demandas de los propios ciudadanos.
También en la exposición de motivos de la proposición de ley de IU se invoca similar justificación. Y saca a relucir una encuesta de la OCU según la cual el 65 por ciento de los médicos y el 85 por ciento de las enfermeras «alguna vez han recibido la petición de un paciente terminal de morir, bien a través de un suicidio asistido o de la eutanasia activa».
Muchos de nosotros conservamos en la retina las imágenes imborrables de la película «Año cero», de Rossellini. Aquel padre, doliente en el lecho, en medio de la miseria y de la degradación de la Berlín devastada al acabar la guerra, que dice a sus hijos: «Soy un estorbo; mejor sería que me muriera». Y aquel hijo, niño todavía, que cuenta la escena a su antiguo preceptor nazi, y que recibe su consejo: «No queda más remedio que sacrificar a los débiles; asume tu responsabilidad». Cuando el padre inicia una recuperación, recibe la droga letal de manos de su hijo.
Los defensores en nuestros días de la eutanasia invocan un presunto «derecho a morir», que debería ser garantizado y protegido por el Estado. El «derecho a morir» se convierte inexorablemente en «derecho a ser matado». Pero, por lo menos hasta ahora, nadie se ha atrevido a postular ese «derecho» con carácter universal, sino sólo en unos determinados supuestos asociados a la enfermedad y a la invalidez. Por lo tanto, la legitimidad de este «homicidio compasivo» requiere el concurso necesario no sólo del ejecutor del homicidio (el verdugo), sino de quien dictamina que quien ha pedido su muerte está incurso en los supuestos contemplados en la legislación. En otras palabras, la eutanasia requiere el concurso de los médicos. Así ocurrió en la Alemania de Hitler. Fueron los médicos integrados en el partido nazi los encargados de la ejecución del programa de eutanasia impulsado por el Führer.
Uno de los pilares de nuestra civilización es el «juramento hipocrático», observado desde tiempos inmemoriales por la profesión médica como núcleo de su código deontológico. El juramento hipocrático contiene esta máxima: «A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada; ni daré consejo con este fin». Los médicos nazis retorcieron de modo espeluznante el texto de Hipócrates, desvinculándolo de la defensa del individuo. ¿También los actuales defensores de la eutanasia enterrarán, como baúl inservible, el «juramento hipocrático»?¿Pretenderán que los médicos se han de convertir en dispensadores de la muerte para hacer efectivo el blasonado «derecho a morir»? ¿No significa todo ello la muerte de nuestra civilización?
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