CUANDO se elimina lo superior, ocupa su lugar lo inferior. El valor siente horror al vacío. Así, la moral viene a ser suplantada por una especie de ética pública destilada de la Constitución. Como si ésta no fuera sólo norma jurídica (si bien, suprema), y debiera convertirse en ley moral. Incluso hay quien encuentra en ella la solución de problemas científicos o filosóficos. Hoy, se pretende que todo lo que rebase esta «ética pública» debe ser relegado al ámbito de lo privado o, en los casos más feroces, a la prohibición, a las catacumbas. Y, sin embargo, la moral en su sentido genuino es, ante todo, personal: el deber y el ideal que cada día trae consigo. Luego cabe hablar de la moral de los sistemas filosóficos o religiosos y de la moral social. Pero los nuevos Licurgos y Solones no se conforman con ser legisladores jurídicos sino que aspiran a determinar la moral al dictado del principio de las mayorías. Mas, como este criterio es de suyo cambiante, la moral queda entonces reducida al resultado de este vaivén parlamentario. Lo que ayer era malo, hoy, con la nueva mayoría, pasa a ser bueno, para dejar mañana de serlo.
Y al cometer este torpe error de hacer de la voluntad de la mayoría criterio moral, se reduce el fundamento de la moral a la sociedad. Pero la moral, como enseñó Max Scheler, define ante todo una determinada relación valiosa de cada hombre con Dios y consigo mismo. El fenómeno moral no es esencial ni exclusivamente social. El núcleo de toda teoría ética es la doctrina del «orden jerárquico objetivo de los valores», y puede edificarse sin atender para nada a las relaciones del individuo con la comunidad. Como afirmó el filósofo alemán, «toda fundamentación social de la ética debe ser rechazada con el máximo rigor». Es decir, que el contenido de la moral es independiente de cualquier opinión social, por mayoritaria que pueda ser.
Pues si es un error, que puede conducir al totalitarismo, imponer la moral desde el Estado, cuando no es esa su función, también lo es, y también puede conducir al totalitarismo, pretender imponer el Derecho como moral, reduciendo ésta última a la voluntad de la mayoría, a la voluntad del Estado. Pretendiendo, en el mejor de los casos, evitar el primer error, los adoradores de la «ética pública» cometen el segundo. Menos mal que se les suele pasar cuando se encuentran en minoría política. Frente a su fanatismo demagógico, conviene recordar que la crítica de las leyes desde la perspectiva de la conciencia personal no sólo es un derecho, sino que también constituye un deber irrenunciable. Quienes pretenden acallar las voces críticas imponiendo la losa de una presunta ética pública (que suele, por cierto, identificarse, con el programa político de la mayoría o de la coalición gobernante) cometen un atropello a la democracia y, lo que es mucho peor, un atentado contra los derechos y deberes de la conciencia personal. Lo que en el fondo pretenden es la identificación de sus programas e intereses con la única moralidad válida. Como pueden mandar, pero no convencer (tener el apoyo de la mayoría no es lo mismo que convencer en el orden moral), quieren silenciar toda voz moral crítica y, en definitiva, amordazar las conciencias. Bueno y malo sería, para estos descarriados, lo que decide la mayoría parlamentaria. Como si la misión de los Parlamentos fuera discernir entre el bien y el mal moral. ¿Qué tiene que ver todo esto con la situación política española?, preguntará acaso un benevolente lector. Todo, absolutamente todo, le responderé. Esta tergiversación se encuentra en la base, por ejemplo, de los intentos del actual Gobierno por acallar «democráticamente» la palabra de la Iglesia Católica. Más que gobernar, se diría que aspiran a elaborar una nueva ley mosaica.
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