¿SE puede despachar a creadores como Pedro Almodóvar o Joaquín Sabina tildándolos de paniaguados o titiriteros? Tal vez estos denuestos sirvan de consuelo o desahogo a quienes los profieren, pero se trata de una caracterización que no se sostiene en pie y, sobre todo, de un diagnóstico ramplón que no se atreve a penetrar en la raíz del problema. La estricta verdad es que Pedro Almodóvar o Joaquín Sabina son creadores de enorme talento; sus creaciones podrán chocar más o menos con nuestra sensibilidad, sus actitudes podrán caernos más o menos gordas, su alineamiento ideológico podrá sentarnos como una patada en el estómago, pero son creadores con un universo personal, un estilo propio y unos logros indiscutibles. Y algo similar puede predicarse de otros artistas y creadores que han prestado su apoyo a Zapatero. Por supuesto, junto a ellos, hay otros mediocres o decididamente irrelevantes que quizá busquen en el arrimo al poder establecido un poco de notoriedad o una fuente de mamandurrias; pero la presencia de creadores como los citados convierte ciertos denuestos en pataletas pueriles. Que, además, no penetran en la raíz del problema.
Y la raíz del problema se condensa en esta pregunta: ¿por qué la derecha es incapaz de allegar apoyos entre las huestes de la cultura? Existen, en primer lugar, razones históricas muy profundas. El artista vive, desde que el mundo es mundo, una contradicción interior que parecía irresoluble: por un lado, desea que su arte sea apreciado, no soporta vivir a la intemperie, y ese impulso -mixto de vanidad e instinto de supervivencia- lo ha aproximado a los palacios de los poderosos; por otro lado, esta connivencia con el poder lo hace avergonzarse de sí mismo, porque considera que ha traicionado su vocación felina de singularidad, y esto hace que se revuelva contra el poder establecido. La izquierda vino a poner fin a esta contradicción: pues, por un lado, proporcionaba cobijo al artista, dotándolo además de una munición ideológica esquemática (pero el artista nunca se ha caracterizado por sus elaboraciones complejas); y por otro, le suministraba un enemigo contra el que podía revolverse (llámese capitalismo, imperialismo americano, religión, etcétera), infundiéndole además la ilusión de que ese enemigo era el poder establecido. Así, los artistas de izquierdas pudieron resolver sus problemas de mala conciencia, fingiendo que se hallaban en la intemperie, cuando en realidad se habían instalado en el palacio de los poderosos.
Pero esta razón histórica, válida para entender la connivencia de intelectuales y artistas con la izquierda (y aun con sus expresiones más aberrantes y totalitarias) durante el siglo XX, no sirve para explicar lo que todavía hoy sigue sucediendo. Las viejas milongas de la izquierda marxista ya no se sostienen; y, sin embargo, la derecha no ha conseguido resolver esa contradicción interior del artista a la que antes hacíamos referencia; contradicción que la izquierda tiene mejor resuelta que nunca, pues, amén de seguir dotando al artista de una munición ideológica esquemática, ha logrado instaurar -y aquí está la clave o busilis del asunto- una sensibilidad cultural de izquierdas, mediante la propaganda de los medios de comunicación adictos. La derecha española, por el contrario, ha pensado que para alcanzar el poder no es necesario instaurar una sensibilidad alternativa; y, en el colmo de la soberbia o de la ingenuidad, ha pensado que es posible desenvolverse en medio de una sensibilidad cultural adversa. Tal vez así se puedan ganar unas elecciones de vez en cuando; pero mientras no presente una alternativa cultural en toda regla que disuelva la roña progre acumulada tendrá que seguir batallando en territorio adverso. Y esa alternativa sólo la podrá presentar cuando se sacuda el complejito y se atreva a atacar desde los cimientos el canon cultural establecido desde la izquierda. Si la derecha se atreviera a hacerlo, descubriría que hay muchos millones de españoles deseosos de adherirse a una sensibilidad cultural distinta a la oficial; si no lo hace, no hará sino demostrar su desprecio a esos millones de españoles, a quienes solicita su voto sin darles nada a cambio. Pero siempre es mucho más cómodo despotricar contra los titiriteros que penetrar en la raíz del problema.
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