martes, 6 de octubre de 2009

La engañosa neutralidad del laicismo

"El buenismo hace que a algunos la tolerancia les sepa a poco, si no va acompañada de reconocimiento de derechos"

Por Andrés Ollero, en Conoze.com, el 21 de agosto de 2009

Toda sociedad necesita establecer un mínimo ético, deslindando la frontera entre moral y derecho. No hace mucho que, invitado a un Congreso nacional sobre objeción de conciencia, he debido ponerlo de relieve. El problema surge a la hora de obtener los criterios para resolver si una determinada cuestión, por su grado de relevancia pública, debe o no ser regulada por el derecho. Hoy día a menudo se intentan imponer sin debate soluciones ideológicas que se presentan como neutrales.

No cabe imponer las propias convicciones a los demás. Tan tajante afirmación, a más de drástica, suena a perogrullada. ¿Qué es eso de pretender que todos piensan como nosotros? Analizada desde otro ángulo—más jurídico—- quizá cambie el panorama. Si fuera imaginable una sociedad en la que cada cual pudiera comportarse con arreglo a su leal saber y entender ¿sería necesario el derecho?

El derecho existe precisamente para que algunos ciudadanos se comporten de determinado modo, pese a su escaso convencimiento al respecto [1]. A quien está convencido de que la defensa de sus heroicos ideales políticos justifica generar muertes, de modo indiscriminado o selectivo, se le ha de convencer sobradamente de lo contrario con las penas oportunas.

1. La democracia no es relativista
Ello es perfectamente compatible con el reconocimiento del pluralismo como «valor superior del ordenamiento jurídico», de acuerdo con el artículo 1.1 de la Constitución española. El derecho se nos presenta siempre como un mínimo ético, lo que excluye de entrada que los demás deban verse obligados a compartir nuestros más preciados maximalismos. Pero incluso ese mínimo ético deberá determinarse a través de procedimientos que no conviertan al ciudadano en mero destinatario pasivo de mandatos heterónomos. La creación de derecho deberá estar siempre alimentada por la existencia de una opinión pública libre, lo que convierte a determinadas libertades (información y expresión) en algo más que derechos fundamentales individuales: serán también garantías institucionales del sistema político.

Todo ello no implica relativismo alguno. La democracia no deriva del convencimiento de que nada es verdad ni mentira; afirmación que, según más de un relativista, sí cabría imponer a los demás. La democracia se presenta como la fórmula de gobierno más verdaderamente adecuada a la dignidad humana y, en consecuencia, recurrirá a la fuerza coactiva del derecho para mantener a raya los comportamientos de quienes no se muestren demasiado convencidos de ello. La democracia no deriva siquiera de la constatación de que el acceso a la verdad resulta, sobre todo en cuestiones históricas y contingentes, 'notablemente problemático; se apoya, una vez más, en una gran verdad: la dignidad humana excluye que pueda prescindirse de la libre participación del ciudadano en tan relevante búsqueda.

Cuando se identifica democracia con relativismo, se verá un enemigo en cualquiera que insinúe, siquiera remotamente, que algo pueda ser más verdad que su contrario. Lo más cómico del asunto es que -desafiando el principio de no contradicción se convertirá así al relativismo en un valor absoluto sustraído a toda critica.

2. La religión, tabaco del pueblo
Para quienes muestran esta curiosa dificultad para hacer compatible democracia y verdad, el problema se agudiza cuando las verdades propuestas dejan entrever parentescos con confesiones religiosas socialmente mayoritarias. Al debate sobre el relativismo se unen ahora las legítimas exigencias del principio de laicidad, que llevan a respetar la autonomía de las instituciones temporales. Los poderes públicos y las confesiones religiosas conciernen al mismo ciudadano, pero tienen ámbitos de acción propios que les obligan a mantener, en su beneficio, una razonable cooperación.

No ocurre así cuando la presencia de lo religioso en la vida social no se acoge con la misma naturalidad que la de lo ideológico, lo cultural o lo deportivo, sino que se le atribuye una dimensión de perturbadora crispación que la haría sólo problemáticamente tolerable. Surge así el laicismo, con sus imperativos de drástica separación entre poderes públicos e-instituciones eclesiales. Quien se cierra a una visión trascendente de la existencia tiende a reducir a política, y a evaluar en términos de poder, todo el dinamismo social. La autoridad moral, que los ciudadanos tienden con toda lógica a reconocer a las confesiones religiosas, se percibe como la pretensión de ejercer una potestad intrusa, no rubricada por los votos. El único modo de extirparla sería una forzada privatización de toda vivencia religiosa, negando legitimidad a su presencia pública. Procedería pues enmudecer por perturbador a cualquier magisterio confesional, por permitirse ilustrar doctrinalmente a sus fieles sobre cómo afrontar determinadas situaciones o problemas sociales.

Por supuesto, visto con ojos medianamente liberales la situación sería bien distinta. Para Rawls, por ejemplo, «en una sociedad democrática, el poder no público», como el «ejercido por la autoridad de la Iglesia sobre sus feligreses, es aceptado libremente»; «pues, dadas la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos»[3]. Cuando algo tan elemental se olvida, la libertad religiosa desaparece en la práctica como derecho fundamental, cuyo respeto es exigencia de justicia, para verse reducida a actividad privada, como fruto de una tolerante generosidad. Se ha superado la vieja idea de que la religión sea el opio del pueblo, lo que obligaba a perseguirla; se pasa, en heroico progreso, a tolerarla como tabaco del pueblo: fume usted poco, sin molestar y, desde luego, fuera de los espacios públicos...

3. Una extraña pareja
Laicismo y relativismo acaban componiendo una extraña pareja, porque los drásticos planteamientos del primero cobran un carácter absoluto difícilmente superable; pero el enemigo común une mucho. El relativismo rechaza toda justicia objetiva y el laicismo a quien se le ocurra predicarla.

En otros tiempos se impuso más de una vez una teoría de los derechos de la verdad, que animaba de modo poco tolerante a negarlos a los equivocados. Ahora se pretende patentar una contrateoría simétrica: todo aquel que sugiera que hay soluciones objetivamente más verdaderas que otras, será tratado como autoritario; por muy abierta que sea su actitud subjetiva en la búsqueda y realización práctica de esa verdad.

Este maridaje acaba confundiendo el plano de la realidad (existen o no exigencias éticas objetivas) con el de su conocimiento (cabe conocerlas racionalmente, con más o menos dificultad). El pluralismo asume la dificultad del acceso a la verdad; en consecuencia, da por hecho que caben caminos diversos para acercarse a ella y tiende a considerar provisional lo logrado. Con esta actitud está dando por supuesto, como hace por lo demás también la ciencia, que existe una realidad objetiva que tiene sentido buscar; de lo contrario, sobrarían todos los caminos imaginables y el definitivo mentís relativista sobre la existencia del problema planteado.

4. Acuerdo fronterizo: público privado
La frecuente vinculación de lo moral con lo religioso agudizará la dificultad del ya aludido deslinde entre lo jurídico y lo moral; sobre todo en países donde la tensión entre clericalismo y laicismo no ha llegado a encontrar históricamente una respuesta equilibrada. Se tenderá a confinar lo religioso, incluidas sus propuestas morales, en el ámbito de lo privado; mientras, se reserva a lo jurídico un ámbito público concienzudamente depurado de su posible influencia.

Esta adjudicación, un tanto simplista, que confina la perspectiva moral en el ámbito de lo privado mientras reserva a la jurídica el de lo público, deja sin resolver el problema decisivo: cómo podemos trazar la frontera entre uno y otro; de dónde obtendremos los criterios para resolver si determinado problema, por su relevancia pública, ha de ser regulado por el derecho, o si cabe privatizarlo dejándolo al albur de los criterios morales de cada cual.

Si surge el problema es porque sólo partiendo de un determinado concepto del hombre, y de la inevitable traducción de éste en un código moral, cabrá deslindar qué exhortaciones morales merecen apoyo jurídico y cuáles cabría confiar a la benevolencia del personal. Lo mismo ocurre al dictaminar que determinado problema reviste tal relevancia pública que el derecho no podrá ignorarlo, privatizándolo imprudentemente.

A la hora de abordar esta cuestión clave no cabe otra solución que determinar el ámbito de lo jurídicamente relevante, teniendo como referencia -de modo más o menos consciente- unos perfiles de justicia objetiva. Como los planteamientos antropológicos y morales que les servirán de punto de partida no serán unánimes, siempre habrá quien no vea reflejado en el ordenamiento jurídico su propuesta de deslinde. Teniendo en cuenta las convicciones de todos, al final -se quiera o no- habrá que imponer a más de uno aspectos que personalmente no considera suyos.

5. Todos tienen convicciones
Tener en cuenta las convicciones de todos equivale por otra parte a reconocer que todos tienen convicciones. El laicismo tiende a estigmatizar como tales sólo las de los creyentes, como si las demás tuvieran el cerebro vacío. Desde esta perspectiva se consolida una concepción discriminatoria del término convicciones, vinculándolo de modo exclusivo a aquellos juicios morales emparentados con posturas defendidas por determinadas confesiones religiosas.

Situados de nuevo ante la necesidad ineludible de trazar la línea entre lo jurídicamente exigible y lo moralmente admisible, el laicismo opta por tomar partido disfrazado de árbitro. Atribuirá de modo gratuito patente de neutralidad a sus parciales propuestas de no contaminación. Conseguirá así, con particular eficacia, imponer sus convicciones por el simpático procedimiento de no confesarlas; no porque se lo pueda considerar poco convencido, sino solo por haberlas formulado desde presupuestos filosóficos o morales no abiertamente similares a los de una confesión religiosa. Se produce así una caprichosa atribución de neutralidad moral a propuestas moralmente discutidas; como si la frontera entre la fe y la increencia marcara a la vez otra entre la valoración o la inocuidad del propio juicio.

Característica de esta implícita discriminación, atentatoria a la libertad religiosa, es la propuesta de que el derecho se inhiba, optando por mostrarse neutral ante problemas particularmente polémicos: aborto, heterosexualidad de la relación matrimonial...

Obviar la polémica, presentando con aire neutral conductas que antes se habían visto rechazadas a golpe de juicio de valor, sería el modo más eficaz de contribuir al progreso y de vencer al oscurantismo. En realidad, lo que se está haciendo es sustituir un anterior juicio de valor -sometido a debate- por otro que -disfrazado de neutral- podrá ahorrarse toda argumentación. Parece obvio que al discutirse si los poderes públicos deben sancionar penalmente una conducta o dejar que cada cual haga de su capa un sayo, optar por lo segundo no demuestra neutralidad alguna; supone suscribir sin más la segunda alternativa. No parece exigir demasiado que, quien lo haga, haya de molestarse en argumentar por qué habrá que aceptarlo.

La causa última del problema acaba quedando en evidencia: las ideologías de querencia totalitaria se muestran incapaces de soportar una convivencia entre autoridad moral y potestad política. Lo reducen todo a política, con lo que de camino atribuyen a sus eventuales protagonistas -como una expresión más de la soberanía- el derecho a imponer a todos los ciudadanos su código moral, que no siendo neutro neutraliza al vigente, invirtiendo así, el juego democrático.

6. Un mínimo ético nada neutral
Situados ante esta realidad, parece claro que sólo la existencia de un fundamento objetivo podría justificar que se llegue a privar de libertad a quien desobedezca normas no necesariamente coincidentes con sus convicciones. Similar presupuesto late bajo el principio de no discriminación, recogido en el artículo 14 de la Constitución española: sólo la existencia de un fundamento objetivo y, en consecuencia, razonable justificará que pueda tratarse de modo desigual a dos ciudadanos. Lo de razonable refleja la inevitable ambivalencia de la razón práctica; se tratará de un fundamento racionalmente cognoscible, por una parte, y posibilitador de un ajustamiento de relaciones satisfactorio, por otra. Lo lógico y lo ético se acaban dando la mano en un planteamiento ético cognitivo.

No cabe solucionar el problema mediante el socorrido recurso al consenso. Descartado el posible juego de la razón práctica, el consenso no tendría ya nada que ver con verdad objetiva alguna, sino que pasaría a ser mera expresión de la superioridad cuantitativa de determinadas voluntades. Esa voluntad mayoritaria, falta de todo correlato objetivo, estaría en condiciones de imponer a las minorías una auténtica dictadura. Cuando, por ser la sociedad Pluricultural, no cabe dar por supuesta voluntad unánime alguna, será imposible salir de tal círculo vicioso.

7. Tolerancia y dictadura del relativismo
Si todo derecho reposa sobre un justo título, difícilmente cabrá exhibir un derecho a ser tolerado. El reconocimiento de derechos no es tarea propia de la tolerancia sino de la justicia, que es la que exige -llegando a recurrir a la coacción, si necesario fuera- dar a cada uno lo suyo. La tolerancia, por el contrario, es fruto de la generosidad; en la medida en que anima a dar al otro más de lo que en justicia podría exigir. Empeñarse en exigir lo que sólo apelando a la generosidad cabría lograr es pura contradicción.

La tolerancia -que por generosa es virtud- no tiene nada que ver con bien alguno, sino con asertos erróneos o conductas rechazables. Una conducta tolerada lleva implícito el reconocimiento de lo rechazable de su contenido, sólo excepcionalmente permitido por motivos de índole ética superior. Cuando esto se olvida se está abriendo la espita para que una ética mínima acabe suplantando al mínimo ético que da sentido al derecho.

Determinadas conductas pueden verse, en aras de la tolerancia, eximidas de sanción penal. Ello no implica, sin embargo, que hayan de convertirse necesariamente en derechos ya que, como el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de argumentar, no tenemos derecho a todo lo no prohibido. El buenismo hace que a algunos la tolerancia les sepa a poco, si no va acompañada de reconocimiento de derechos; esto acaba inevitablemente generando colaterales consecuencias represivas. Si somos tolerantes, al abordar códigos morales, entenderemos que -por moralmente rechazable que puedan parecer- cabría despenalizar determinadas conductas. Lo que no resultará nada tolerante es que, convertidas luego en derechos, pasara a considerarse antijurídica la mera libre expresión del código moral propio, hasta el punto de motejarlo de fobia o incluso atribuirle sanción penal.

Si la conversión de la tolerancia generosa en conducta jurídicamente exigible es ya un disparate, se queda en nada si se la compara con la criminalización como fobia -de la mano de lo políticamente correcto- de meras manifestaciones de libertad de expresión. El principio de mínima intervención penal se ha venido considerando inseparable de todo Estado respetuoso de las libertades, que debe recurrir siempre a cualquier otro instrumento jurídico antes de ejercer una coacción de tal intensidad. El acrítico celo alimentado por lo políticamente correcto acaba justificando inconfesadamente un novedoso principio, el de intervención penal, corno mínimo. El que vulnere sus implícitos dogmas irá a la cárcel, acusado de la fobia que corresponda; luego, si le quedan ánimos, podrá continuar el debate.

Lo más meritorio del asunto es que todo ello se lleve implacablemente a cabo en un contexto de dictadura del relativismo. Se pasa insensiblemente de la salmodia de que no cabe imponer convicciones a los demás, al veto formal a que alguien se atreva a expresar con libertad su propio código moral.

Bentham, poco sospechoso de iusnaturalista, patentó la actitud del buen ciudadano ante la ley positiva: «obedecer puntualmente, censurar libremente» [4]. Bobbio rechazó también con energía lo que tildó de positivismo ideológico[5]: la peregrina idea de que una ley, por el solo hecho de ser legítimamente puesta, genere una obligación moral de obediencia. Lo políticamente correcto, por el contrario, nos lleva al lejano Oeste: prohibido prohibir, porque aquí nada puede considerarse verdad ni mentira; pero yo no lo haría, forastero... ?

Notas
[1] Hemos tenido ocasión de exponerlo con mayor extensión en El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor 2007.
[2] De ello me he ocupado en España ¿un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Civitas, Madrid 2005.
[3] J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996, pp. 256-257.
[4] Fragmento sobre el Gobierno, Prefacio, 16, Aguilar, Madrid 1973, p. 11.
[5] «Sul positivismo giuridico», en Giusnaturalismo e positivismo guridico, Comunità, Milano 1965, pp. 105-106.

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