Por Rafael Navarro-Valls, en La Gaceta, el 27 de abril de 2007
El laicismo radical es un instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso
La característica más sorprendente del nuevo laicismo radical es su tendencia a sustituir la vieja teocracia por ideocracias. Estas son especies de religiones incompletas, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quieren ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entienden desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o en sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etc.) por celebraciones “civiles”. Su objetivo es desencadenar un proceso nuevo “fundamentalismo”, esta vez orientado a una “purificación social”, que arroja los valores morales o religiosos fuera del ámbito de lo público.
La verdadera laicidad es algo positivo --de ahí su belleza-- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. El laicisimo radical, al contrario, es un simple instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso por la vía legislativa.
Es un error de cálculo del laicismo pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Fue el mismo error en que 1os analistas cayeron respecto a los países del Este, antes de la caída del muro. La verdad es que en el siglo XX los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al gobierno colonial y contribuyeron a llegada de la democracia en muchos países del Tercer Mundo. La religión movilizó millones de personas que se opusieron a regímenes autoritarios y apoyaron pacíficas transiciones democráticas. Sin olvidar su verdadera función en política que, como se ha dicho, es “convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante “El de arriba”.
Las arremetidas del laicismo tienen además un efecto negativo en el tejido social, que comienza a debilitarse con el chantaje de “lo políticamente correcto”. Uno de esos efectos es que entre las personas religiosas comienza a insinuarse lo que se ha llamado el “antimercantilismo moral”. Es decir, una especie de temor, por parte de 1as Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de 1as ideas y los valores morales. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de lo que cada uno tiene por bueno.
Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición que Tocqueville llamaba la “enfermedad del absentismo”, por la que el hombre se repliega sobre él mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso. De este modo, ciudadanos sólidamente religiosos que podrían aportar muchas cosas al torrente circulatorio de 1ª sociedad quedan marginados de la vida política y social.
No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: “Dado que en 1a historia del laicismo europeo hay períodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la Razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales”.
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