Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, el 31 de diciembre de 2007
LA celebración de la fiesta de las familias cristianas les ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre, que es analfabeto y se vanagloria de serlo, cuando se refiere a la familia le añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que existen familias no tradicionales. Al decir «familia tradicional», el progre revela dos rasgos constitutivos de su idiosincrasia: su incultura supina (ignora el muy zoquete que traditio significa «entrega», «transmisión»; y huelga explicar que no puede existir familia si no existe transmisión de vida, afectos y valores) y su odio atávico, inveterado, insomne a la tradición.
Y es que la razón vital del progre no es otra que acabar con la tradición, romper los vínculos que unen a unas generaciones con otras. La tradición es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado como pretende el progre, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo, en el arte y en la vida; y la civilización humana ha crecido de este modo, sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después. El progre sabe que, mientras esta cadena no se quiebre, no logrará imponer sus designios; de ahí que quiera destruir el mundo heredado de nuestros antepasados y sustituirlo por otro nuevo en el que ya no existan vínculos entre generaciones. Por supuesto, este afán destructivo no es inocente: el progre sabe que el hombre desvinculado deja de ser hombre para degenerar en monicaco; sabe que, desamparado de la tradición, el hombre se convierte en carne de ingeniería social. Por eso, el progre abomina de las fiestas y ritos que nos vinculan al pasado, por eso destierra de sus planes educativos el Latín y lo sustituye por Educación para la Ciudadanía, por eso trata de matar los afectos que sólo en el seno de la familia adquieren sentido. Pero el progre no puede completar su designio destructivo sin ofrecer algo a cambio, una pacotilla que anestesie el desvalimiento humano. Y así, aprovechándose de ese desasosiego que deja en el corazón del hombre la falta de asideros, le vende progreso y modernidad como lenitivos de su terrible desvalimiento; y se los vende a través de la propaganda de los medios de adoctrinamiento de masas, logrando que el hombre alienado de su naturaleza (de la tradición que lo constituye) crea que esos lenitivos son más atractivos, logrando arrasar esa silenciosa y pensativa conversación de generaciones que a lo largo de los siglos había garantizado la transmisión de afectos y valores morales.
El progre sabe que para llevar a cabo su misión necesita destrozar el tejido celular de la sociedad, los vínculos que unos hombres entablan con otros según un impulso cordial y sagrado. También sabe que la primera sociedad natural es la familia: destruida ésta, será mucho más sencillo llevar a cabo sus designios. Y disfruta orgiásticamente contemplando los efectos de su devastadora acción: matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Cuando, por el contrario, descubre que aún hay familias que se resisten a su ingeniería social; cuando descubre que aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; cuando descubre la fidelidad y la perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya creía pervertida; cuando descubre que, además, toda esa resistencia numantina se funda en Dios... bueno, es natural que se le ponga el cuerpo como a la niña de «El exorcista».
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
lunes, 31 de diciembre de 2007
sábado, 29 de diciembre de 2007
Sociedad democrática y religión
Por José María Beneyto, en ABC, el 7 de enero de 2006
Una sociedad democrática que socave sus fundamentos morales está condenada al fracaso. De la misma manera, una sociedad democrática avanzada, como a la que aspira nuestra Constitución de 1978 desde su preámbulo, es aquella en la que la libertad y el respeto a los derechos humanos tienen un fuerte anclaje en convicciones que no dependen de la voluntad política o de los humores de los Gobiernos de turno. Desde los orígenes del pensamiento liberal y democrático, desde Adam Smith, Kant o Tocqueville, el consenso sobre el fundamento ético de las sociedades modernas es incuestionado.
Hay aquí un elemento esencial para la convivencia, que ha sido resaltado desde órbitas ideológicas muy distintas en las últimas décadas. La sociedad democrática, como escribiera hace años el jurista y juez constitucional alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar. La democracia vive y pervive gracias al humus ético y moral que procede de otras instancias distintas a las instituciones del Estado: la religión; una historia e identidad comunes; o instituciones de solidaridad natural, como la familia.
Por ello pensar que la fragmentación de la sociedad y de instituciones básicas para la misma, o una falsa politización a través del pluralismo de grupos enfrentados y la entronización del discurso de las minorías, puedan suponer una mejora de la convivencia de los españoles es caer en una de aquellas fantasías de Alicia que tanto entretuvieron a Lewis Carroll.
También Jürgen Habermas y Francis Fukuyama han coincidido en su diagnóstico sobre la tentación de querer prescindir de esas otras instancias sociales generadoras de sentido. Los dos han estado de acuerdo en alertar sobre el hecho de que nuestra civilización bien pudiera estar tentada por quebrar las vasijas de barro que contienen su más preciado grial: la idea de la dignidad humana y de preservación y defensa de la vida que da sentido y continuidad a nuestros sistemas democráticos y a la protección de la libertad y los derechos humanos.
Desde los orígenes de la larga lucha de Europa y Occidente por la libertad, su fundamento ha sido la idea de la dignidad humana. De manera particularmente gráfica en Kant y en gran parte de la ilustración liberal, la libertad política y los derechos humanos no se entienden sin el énfasis de esa referencia a algo inalienable, inviolable y sagrado que alienta en el ser humano.
La fundamentación de la moral en la modernidad juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la legítima secularización de los preceptos de la religión, con el fin de constituir un ámbito autónomo de la política; y, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales y cívicos una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio. La mayor parte de la historia del pensamiento democrático europeo, así como las solemnes Declaraciones de derechos humanos del último siglo, reposan en ese arco de bóveda que es la creencia en el sentido transcendente de la dignidad de toda vida humana.
En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes, Jürgen Habermas llamó lúcidamente la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para preservar un espacio público democrático.
Es cierto que a lo largo de la evolución de la modernidad se ha producido un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se han ido apropiando, traduciéndola al lenguaje de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. Ello supone que, si desde el punto de vista de la evolución cultural, en su inicio la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica (griega) y religión (cristiana), la modernidad ha tenido como una de sus tareas principales la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democrática sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista.
Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI lleva a constatar que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.
Los derechos fundamentales y los principios sobre los que estos se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza, solidaridad entre generaciones y grupos sociales, y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin el vínculo social que aporta la religión.
Nuestra convivencia, el nexo que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad y libertad no consigue basarse exclusivamente en el contrato, en la elección racional o en la idea de máxima utilidad. Incluso el utilitarismo, el contractualismo o la teoría de la elección racional no pueden prescindir -desde la perspectiva de la filosofía política- de la imagen de una comunidad ideal que procede de la idea mundanizada de un paraíso original, en el que libertad y naturaleza coincidirían. Intentar prescindir de la religión y de su proyección pública significa abrir las puertas al terror hobbesiano de la lucha feroz del hombre contra el hombre, eliminar cualquier resto de respeto al otro basándose en su propia dignidad como tal «otro».
Habermas y Fukuyama se refieren también en este contexto al debate sobre los límites de la intervención en la naturaleza humana, y a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos y de la modificación de esa naturaleza a través de la ingeniería genética. El no respeto de este tabú en favor de la vida provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y en el requisito de su indisponibilidad. Ni los seres humanos, ni las instituciones sociales, pueden estar a la libre disposición del ucase político del partido en el poder.
Ciertamente, el "common sense" de la sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda de un mínimo denominador común no puede llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, si lo que se pretende es seguir avanzando como sociedad.
Esta fue la razón por la que nuestra Constitución en su artículo 16 definió el Estado como no confesional, pero a la vez entendió que las creencias y los sentimientos religiosos de los ciudadanos tienen una repercusión positiva para la convivencia y la preservación de las libertades y los derechos, por lo que es responsabilidad del Estado democrático favorecer un clima positivo para el florecimiento de esa dimensión esencial de la vida humana que hace que los ciudadanos se comporten de forma más responsable y solidaria. Este compromiso incluye en primer lugar la educación religiosa.
Por ello sorprende el lamentable error de perspectiva que parece haberse instalado en las filas del partido socialista -quizás sólo como una maniobra de distracción para no tener que acometer otras necesidades más urgentes y complejas de la política española-, que ha llegado a desenterrar un más que superado laicismo militante, marginando a la religión católica al exclusivo ámbito de la conciencia privada, o pretendiendo su equiparación con otras creencias y religiones en una idiosincrática versión de multiculturalismo religioso. En este sentido, nuestra Constitución es nítida en el reconocimiento no sólo de la importancia de la proyección pública de la religión para la salud de nuestra sociedad democrática, sino también de la necesidad objetiva de unas relaciones de cooperación particulares con la Iglesia Católica. La negación de la identidad y la tradición religiosa de una sociedad abocaría en último término a la disolución de sus raíces y defensas morales.
Una sociedad democrática que socave sus fundamentos morales está condenada al fracaso. De la misma manera, una sociedad democrática avanzada, como a la que aspira nuestra Constitución de 1978 desde su preámbulo, es aquella en la que la libertad y el respeto a los derechos humanos tienen un fuerte anclaje en convicciones que no dependen de la voluntad política o de los humores de los Gobiernos de turno. Desde los orígenes del pensamiento liberal y democrático, desde Adam Smith, Kant o Tocqueville, el consenso sobre el fundamento ético de las sociedades modernas es incuestionado.
Hay aquí un elemento esencial para la convivencia, que ha sido resaltado desde órbitas ideológicas muy distintas en las últimas décadas. La sociedad democrática, como escribiera hace años el jurista y juez constitucional alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar. La democracia vive y pervive gracias al humus ético y moral que procede de otras instancias distintas a las instituciones del Estado: la religión; una historia e identidad comunes; o instituciones de solidaridad natural, como la familia.
Por ello pensar que la fragmentación de la sociedad y de instituciones básicas para la misma, o una falsa politización a través del pluralismo de grupos enfrentados y la entronización del discurso de las minorías, puedan suponer una mejora de la convivencia de los españoles es caer en una de aquellas fantasías de Alicia que tanto entretuvieron a Lewis Carroll.
También Jürgen Habermas y Francis Fukuyama han coincidido en su diagnóstico sobre la tentación de querer prescindir de esas otras instancias sociales generadoras de sentido. Los dos han estado de acuerdo en alertar sobre el hecho de que nuestra civilización bien pudiera estar tentada por quebrar las vasijas de barro que contienen su más preciado grial: la idea de la dignidad humana y de preservación y defensa de la vida que da sentido y continuidad a nuestros sistemas democráticos y a la protección de la libertad y los derechos humanos.
Desde los orígenes de la larga lucha de Europa y Occidente por la libertad, su fundamento ha sido la idea de la dignidad humana. De manera particularmente gráfica en Kant y en gran parte de la ilustración liberal, la libertad política y los derechos humanos no se entienden sin el énfasis de esa referencia a algo inalienable, inviolable y sagrado que alienta en el ser humano.
La fundamentación de la moral en la modernidad juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la legítima secularización de los preceptos de la religión, con el fin de constituir un ámbito autónomo de la política; y, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales y cívicos una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio. La mayor parte de la historia del pensamiento democrático europeo, así como las solemnes Declaraciones de derechos humanos del último siglo, reposan en ese arco de bóveda que es la creencia en el sentido transcendente de la dignidad de toda vida humana.
En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes, Jürgen Habermas llamó lúcidamente la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para preservar un espacio público democrático.
Es cierto que a lo largo de la evolución de la modernidad se ha producido un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se han ido apropiando, traduciéndola al lenguaje de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. Ello supone que, si desde el punto de vista de la evolución cultural, en su inicio la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica (griega) y religión (cristiana), la modernidad ha tenido como una de sus tareas principales la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democrática sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista.
Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI lleva a constatar que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.
Los derechos fundamentales y los principios sobre los que estos se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza, solidaridad entre generaciones y grupos sociales, y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin el vínculo social que aporta la religión.
Nuestra convivencia, el nexo que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad y libertad no consigue basarse exclusivamente en el contrato, en la elección racional o en la idea de máxima utilidad. Incluso el utilitarismo, el contractualismo o la teoría de la elección racional no pueden prescindir -desde la perspectiva de la filosofía política- de la imagen de una comunidad ideal que procede de la idea mundanizada de un paraíso original, en el que libertad y naturaleza coincidirían. Intentar prescindir de la religión y de su proyección pública significa abrir las puertas al terror hobbesiano de la lucha feroz del hombre contra el hombre, eliminar cualquier resto de respeto al otro basándose en su propia dignidad como tal «otro».
Habermas y Fukuyama se refieren también en este contexto al debate sobre los límites de la intervención en la naturaleza humana, y a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos y de la modificación de esa naturaleza a través de la ingeniería genética. El no respeto de este tabú en favor de la vida provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y en el requisito de su indisponibilidad. Ni los seres humanos, ni las instituciones sociales, pueden estar a la libre disposición del ucase político del partido en el poder.
Ciertamente, el "common sense" de la sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda de un mínimo denominador común no puede llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, si lo que se pretende es seguir avanzando como sociedad.
Esta fue la razón por la que nuestra Constitución en su artículo 16 definió el Estado como no confesional, pero a la vez entendió que las creencias y los sentimientos religiosos de los ciudadanos tienen una repercusión positiva para la convivencia y la preservación de las libertades y los derechos, por lo que es responsabilidad del Estado democrático favorecer un clima positivo para el florecimiento de esa dimensión esencial de la vida humana que hace que los ciudadanos se comporten de forma más responsable y solidaria. Este compromiso incluye en primer lugar la educación religiosa.
Por ello sorprende el lamentable error de perspectiva que parece haberse instalado en las filas del partido socialista -quizás sólo como una maniobra de distracción para no tener que acometer otras necesidades más urgentes y complejas de la política española-, que ha llegado a desenterrar un más que superado laicismo militante, marginando a la religión católica al exclusivo ámbito de la conciencia privada, o pretendiendo su equiparación con otras creencias y religiones en una idiosincrática versión de multiculturalismo religioso. En este sentido, nuestra Constitución es nítida en el reconocimiento no sólo de la importancia de la proyección pública de la religión para la salud de nuestra sociedad democrática, sino también de la necesidad objetiva de unas relaciones de cooperación particulares con la Iglesia Católica. La negación de la identidad y la tradición religiosa de una sociedad abocaría en último término a la disolución de sus raíces y defensas morales.
sábado, 22 de diciembre de 2007
Prensa y religión: errores cometidos por los periodistas
Por Paz Fernández Cueto
Los criterios periodísticos actuales enfrentan dificultades para abordar contenidos de naturaleza religiosa. Una de las instituciones más frecuentemente maltratadas por la prensa, al manejar la información con términos imprecisos, inadecuados, simplemente por desconocimiento de su naturaleza fundamental, es la Iglesia Católica.
El periodista que cubra la información de la Iglesia Católica, o de cualquier otra, debería conocer sus características esenciales, al menos como se considera a sí misma en documentos autorizados. Para conseguirlo, no se requiere comulgar con una creencia determinada, sino tener un profesionalismo basado en la honradez intelectual del periodista, quien debería ampliar su cultura evitando así la interpretación sesgada de la noticia.
El punto de partida para comprender a la Iglesia Católica y su lógica de actuación es contemplarla como una realidad constituida por un elemento humano y otro divino, visible y espiritual a la vez (Lumen Gentium, n. 8). Podría decirse que la esencia del catolicismo es la de ser una estructura inscrita en la historia que proclama la salvación eterna en Jesucristo, por el mandamiento supremo del amor y la participación en los sacramentos. La Iglesia camina en el tiempo aunque su fin es sobrenatural, y esta lógica de fondo no coincide con la lógica de una empresa, ni con la de un partido político, ni siquiera con la de otras realidades religiosas, aunque tengan elementos en común.
El catolicismo es un espacio espiritual en tres dimensiones.
1) En primer lugar es una doctrina que incluye una visión sobre el hombre como criatura de Dios. Sin embargo, a diferencia de cualquier otra creencia, filosofía o sistema de ideas, la Iglesia ha recibido en custodia un conjunto de verdades de las que no es dueña sino simplemente depositaria, sin tener derecho a modificar lo que le ha sido confiado. Este cuerpo doctrinal procede de la Sagrada Escritura: Antiguo y Nuevo Testamento, al que se añade la Tradición Apostólica, interpretada por el Magisterio de la Iglesia. No se trata de una creencia vaga, retórica, cambiante o indecisa, ni está sometida a los vaivenes del devenir y de la variación.
El desarrollo de la doctrina está íntimamente ligado al concepto de verdad y a la capacidad de la inteligencia para conocerla, concepto muy debilitado en nuestros días en todos los campos, con la notoria excepción del terreno científico. Es la verdad plena de la revelación, contenida en los actos y palabras de Jesucristo, la que se hace presente a lo largo de la historia.
2) La segunda dimensión de la Iglesia comprende la moral, es decir, la dimensión ética del hombre contenida en los mandamientos. Cuando se ignora el carácter de la verdad absoluta sobre lo que hay que creer, el catolicismo tiende a parecer a las inteligencias instruidas, un hecho social, un fenómeno mental completamente explicable a partir de sus causas. Estas explicaciones, que intentan esclarecer el hecho religioso a partir de la psicología, la sociología, la antropología o la política, abundan en nuestros días. De ahí que la religión sea cada vez menos comprensible para nuestros contemporáneos, debido a la relatividad de todas las conductas, fundamentada en el origen humano de todas las verdades.
3) El catolicismo es una organización visible semejante, por tanto, a todos los poderes. Sin embargo, la Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático sino el de la unidad, que tampoco es sinónimo de consenso político. Elemento esencial de la unidad es el obispo de Roma, sucesor de Pedro, a quien Cristo eligió como cabeza de sus apóstoles, y cuyos sucesores son los obispos. Al mismo tiempo, la Iglesia tiene una organización autónoma y descentralizada ya que los obispos, en unión con el Papa, son pastores de su propia jurisdicción y no simples directores de sucursales.
El Papa interviene para garantizar la comunión y el depósito de la fe, pero no lo hace de modo eficientista, como si fuera el presidente de una empresa, sino como primado entre los apóstoles, en comunión con todos los obispos, respetando su ámbito de autonomía.
La prensa en una sociedad democrática tiende -posiblemente sin ser consciente de ello- a imponer criterios democráticos en todas las organizaciones. Le cuesta entender a una sociedad jerárquica como la Iglesia cuyos líderes no son elegidos por el pueblo y juzga como indebida censura lo que significa mantener la fidelidad a las enseñanzas recibidas de Jesucristo, a través de la revelación.
Particularmente confusa resulta la cuestión de la infalibilidad del Papa, identificada frecuentemente con una patente de arbitrariedad, contradictoria a la independencia de juicio que caracteriza al hombre contemporáneo. Hay que recordar que el Papa es infalible cuando, haciendo uso de su Magisterio Extraordinario, declara a ex cátedra que una afirmación en materia de fe y costumbres pertenece al depósito de la revelación. Infalible no significa que lo sabe todo, sino que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo cuando define, solemnemente, una determinada verdad. Eso no quiere decir que cuando el Papa exhorta en virtud de su Magisterio Ordinario no tengamos que obedecerlo, como haría cualquier buen hijo ante las indicaciones de su padre.
Con frecuencia se confunde entre lo esencial y lo opinable, por ejemplo, entre lo doctrinal y lo disciplinar. Lo doctrinal es esencial y, por lo tanto, no es susceptible a cambio. Lo que los cristianos profesamos al recitar el credo en el año 2005 no es diferente, en sustancia, de aquello que creyeron los fieles del primer siglo del cristianismo al proclamarse el primer compendio de verdades, llamado credo de los apóstoles, durante el primer Concilio celebrado en Jerusalén. En materia de fe, los dogmas que hay que creer se cuentan con los dedos de las manos, y en cuanto a la moralidad, existen los mandamientos que señalan el camino a seguir en relación a la felicidad del hombre. En todo lo demás, existe un amplio campo de cuestiones abiertas en las que cabe una legítima diversidad de opiniones.
La prensa está acostumbrada a cubrir la actuación de los políticos cuyo arte es la maniobra -sin dar a esta expresión una connotación necesariamente negativa-. La clase política, al ser elegida por el pueblo, depende de la popularidad, con un radio de acción que es a corto plazo. Con frecuencia los reporteros dan a las autoridades eclesiásticas trato de políticos, orillándolos a través de preguntas fundamentalmente de política partidista, a opinar sobre lo que no saben ni tienen autoridad.
Después de más de 20 siglos de historia, la Iglesia nos ofrece un ejemplo elocuente. Su doctrina y las exigencias de una moral congruente a las enseñanzas de Jesucristo resultan frecuentemente impopulares; sin embargo, éstas no han sido inventadas por los hombres. Si así fuera, qué fácil hubiera sido adaptarse a las corrientes de moda ante las presiones del momento. Pero no es así: a pesar de circunstancias históricas adversas, empezando por los errores cometidos por los bautizados que la integran, la Iglesia sigue difundiendo la doctrina católica universal por todo el mundo sin distinción de culturas, razas o naciones.
Para terminar subrayo lo que afirma Diego Contreras en su libro La Iglesia Católica en la Prensa, que la diversidad intrínseca del cristianismo no significa que reclame un tratamiento periodístico privilegiado, simplemente pide un trato periodístico adecuado a su realidad.
Los criterios periodísticos actuales enfrentan dificultades para abordar contenidos de naturaleza religiosa. Una de las instituciones más frecuentemente maltratadas por la prensa, al manejar la información con términos imprecisos, inadecuados, simplemente por desconocimiento de su naturaleza fundamental, es la Iglesia Católica.
El periodista que cubra la información de la Iglesia Católica, o de cualquier otra, debería conocer sus características esenciales, al menos como se considera a sí misma en documentos autorizados. Para conseguirlo, no se requiere comulgar con una creencia determinada, sino tener un profesionalismo basado en la honradez intelectual del periodista, quien debería ampliar su cultura evitando así la interpretación sesgada de la noticia.
El punto de partida para comprender a la Iglesia Católica y su lógica de actuación es contemplarla como una realidad constituida por un elemento humano y otro divino, visible y espiritual a la vez (Lumen Gentium, n. 8). Podría decirse que la esencia del catolicismo es la de ser una estructura inscrita en la historia que proclama la salvación eterna en Jesucristo, por el mandamiento supremo del amor y la participación en los sacramentos. La Iglesia camina en el tiempo aunque su fin es sobrenatural, y esta lógica de fondo no coincide con la lógica de una empresa, ni con la de un partido político, ni siquiera con la de otras realidades religiosas, aunque tengan elementos en común.
El catolicismo es un espacio espiritual en tres dimensiones.
1) En primer lugar es una doctrina que incluye una visión sobre el hombre como criatura de Dios. Sin embargo, a diferencia de cualquier otra creencia, filosofía o sistema de ideas, la Iglesia ha recibido en custodia un conjunto de verdades de las que no es dueña sino simplemente depositaria, sin tener derecho a modificar lo que le ha sido confiado. Este cuerpo doctrinal procede de la Sagrada Escritura: Antiguo y Nuevo Testamento, al que se añade la Tradición Apostólica, interpretada por el Magisterio de la Iglesia. No se trata de una creencia vaga, retórica, cambiante o indecisa, ni está sometida a los vaivenes del devenir y de la variación.
El desarrollo de la doctrina está íntimamente ligado al concepto de verdad y a la capacidad de la inteligencia para conocerla, concepto muy debilitado en nuestros días en todos los campos, con la notoria excepción del terreno científico. Es la verdad plena de la revelación, contenida en los actos y palabras de Jesucristo, la que se hace presente a lo largo de la historia.
2) La segunda dimensión de la Iglesia comprende la moral, es decir, la dimensión ética del hombre contenida en los mandamientos. Cuando se ignora el carácter de la verdad absoluta sobre lo que hay que creer, el catolicismo tiende a parecer a las inteligencias instruidas, un hecho social, un fenómeno mental completamente explicable a partir de sus causas. Estas explicaciones, que intentan esclarecer el hecho religioso a partir de la psicología, la sociología, la antropología o la política, abundan en nuestros días. De ahí que la religión sea cada vez menos comprensible para nuestros contemporáneos, debido a la relatividad de todas las conductas, fundamentada en el origen humano de todas las verdades.
3) El catolicismo es una organización visible semejante, por tanto, a todos los poderes. Sin embargo, la Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático sino el de la unidad, que tampoco es sinónimo de consenso político. Elemento esencial de la unidad es el obispo de Roma, sucesor de Pedro, a quien Cristo eligió como cabeza de sus apóstoles, y cuyos sucesores son los obispos. Al mismo tiempo, la Iglesia tiene una organización autónoma y descentralizada ya que los obispos, en unión con el Papa, son pastores de su propia jurisdicción y no simples directores de sucursales.
El Papa interviene para garantizar la comunión y el depósito de la fe, pero no lo hace de modo eficientista, como si fuera el presidente de una empresa, sino como primado entre los apóstoles, en comunión con todos los obispos, respetando su ámbito de autonomía.
La prensa en una sociedad democrática tiende -posiblemente sin ser consciente de ello- a imponer criterios democráticos en todas las organizaciones. Le cuesta entender a una sociedad jerárquica como la Iglesia cuyos líderes no son elegidos por el pueblo y juzga como indebida censura lo que significa mantener la fidelidad a las enseñanzas recibidas de Jesucristo, a través de la revelación.
Particularmente confusa resulta la cuestión de la infalibilidad del Papa, identificada frecuentemente con una patente de arbitrariedad, contradictoria a la independencia de juicio que caracteriza al hombre contemporáneo. Hay que recordar que el Papa es infalible cuando, haciendo uso de su Magisterio Extraordinario, declara a ex cátedra que una afirmación en materia de fe y costumbres pertenece al depósito de la revelación. Infalible no significa que lo sabe todo, sino que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo cuando define, solemnemente, una determinada verdad. Eso no quiere decir que cuando el Papa exhorta en virtud de su Magisterio Ordinario no tengamos que obedecerlo, como haría cualquier buen hijo ante las indicaciones de su padre.
Con frecuencia se confunde entre lo esencial y lo opinable, por ejemplo, entre lo doctrinal y lo disciplinar. Lo doctrinal es esencial y, por lo tanto, no es susceptible a cambio. Lo que los cristianos profesamos al recitar el credo en el año 2005 no es diferente, en sustancia, de aquello que creyeron los fieles del primer siglo del cristianismo al proclamarse el primer compendio de verdades, llamado credo de los apóstoles, durante el primer Concilio celebrado en Jerusalén. En materia de fe, los dogmas que hay que creer se cuentan con los dedos de las manos, y en cuanto a la moralidad, existen los mandamientos que señalan el camino a seguir en relación a la felicidad del hombre. En todo lo demás, existe un amplio campo de cuestiones abiertas en las que cabe una legítima diversidad de opiniones.
La prensa está acostumbrada a cubrir la actuación de los políticos cuyo arte es la maniobra -sin dar a esta expresión una connotación necesariamente negativa-. La clase política, al ser elegida por el pueblo, depende de la popularidad, con un radio de acción que es a corto plazo. Con frecuencia los reporteros dan a las autoridades eclesiásticas trato de políticos, orillándolos a través de preguntas fundamentalmente de política partidista, a opinar sobre lo que no saben ni tienen autoridad.
Después de más de 20 siglos de historia, la Iglesia nos ofrece un ejemplo elocuente. Su doctrina y las exigencias de una moral congruente a las enseñanzas de Jesucristo resultan frecuentemente impopulares; sin embargo, éstas no han sido inventadas por los hombres. Si así fuera, qué fácil hubiera sido adaptarse a las corrientes de moda ante las presiones del momento. Pero no es así: a pesar de circunstancias históricas adversas, empezando por los errores cometidos por los bautizados que la integran, la Iglesia sigue difundiendo la doctrina católica universal por todo el mundo sin distinción de culturas, razas o naciones.
Para terminar subrayo lo que afirma Diego Contreras en su libro La Iglesia Católica en la Prensa, que la diversidad intrínseca del cristianismo no significa que reclame un tratamiento periodístico privilegiado, simplemente pide un trato periodístico adecuado a su realidad.
domingo, 16 de diciembre de 2007
La destrucción de la sociedad
Por Juan Manuel de Prada, en ABC, el 4 de diciembre de 2006
EN la entrevista de Jesús Bastante y Álvaro Martínez al arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, que ayer publicaba ABC se contaban muchas cosas interesantes. Hablaba monseñor Sebastián, entre otros muchos asuntos, de la emergencia de un nuevo totalitarismo, disfrazado de formas democráticas, y también de la destrucción minuciosa de la institución matrimonial y, por extensión, de la familia. Ambos fenómenos, en apariencia diversos, creo que deben contemplarse como concomitantes; y aun me atrevería a afirmar que la herramienta más eficaz con la que cuenta este nuevo totalitarismo (cuyo objetivo primordial es la «creación» de individuos desarraigados) es precisamente la destrucción de la institución familiar y de los vínculos que en ella se entablan, que hoy por hoy siguen siendo el principal escollo -declinante escollo- para la «reeducación» de la sociedad. Trataremos de explicar sucintamente esta reflexión.
El matrimonio, como muy certeramente señala monseñor Sebastián, ha dejado de ser una institución protegida jurídicamente. Las leyes han dejado de velar por su continuidad y sostenimiento, para conspirar contra su destrucción. Hoy en día es mucho más sencillo divorciarse que casarse: para casarse hay que asumir unas obligaciones; para divorciarse, ni siquiera hace falta alegar una causa, basta la mera voluntad caprichosa de los cónyuges. Cada vez es mayor el número de matrimonios que se disuelve por razones pueriles, irresponsables, por puro egoísmo disfrazado de «autonomía personal» que ni siquiera repara en el bien de los hijos. Resulta sumamente aleccionador observar que, a la vez que el matrimonio ha dejado de ser una institución digna de protección jurídica, sus enemigos se llenan la boca hablando del «derecho al matrimonio»; bajo dicha expresión lo que se encubre es la desvinculación del matrimonio de un compromiso duradero.
Aquellas viejas cláusulas que acompañaban la formalización de dicho compromiso han dejado de ser efectivas: hoy la gente se casa y se descasa cuando le da la real gana, como quien se cambia de camisa, porque es su «derecho», que ejerce cómo y cuándo le apetece. Naturalmente, el totalitarismo que viene vende esta destrucción del matrimonio como una conquista de la libertad individual. Y es que nada le conviene tanto como la creación de un espejismo de libertad para imponer su nueva tiranía.
Por supuesto, al nuevo totalitarismo no le interesan los individuos libres, sino desarraigados, huérfanos de asideros vitales que los protejan contra la sibilina labor de «reeducación» social. La magia del nuevo totalitarismo consiste, precisamente, en disfrazar ese desarraigo de libertad. Los totalitarismos siempre se han cimentado sobre una destrucción de la sociedad, de los vínculos que los individuos entablan entre sí; toda forma de asociacionismo humano ha sido contemplada con desconfianza, incluso con franca hostilidad, por los tiranos. El nuevo totalitarismo ha descubierto que el último bastión que le restaba por derruir era el matrimonio, y con él los lazos afectivos y transmisiones educativas que en su seno se entablan de forma natural. La familia «tradicional» (del latín traditio, que significa entrega, transmisión) se convierte así en el enemigo primordial del nuevo totalitarismo; desaparecida esa transmisión o fluencia de convicciones que se produce en el seno de la familia, rotos los vínculos solidarios que anteponen el bien común al interés particular, el individuo se convierte en un ser mucho más frágil y permeable a la «reeducación». También, por supuesto, se convierte en un individuo enfermo: carente de afectos, entregado a pulsiones de satisfacción inmediata que sustituyen ilusoriamente esos afectos, carne de psiquiatra y pasto de adoctrinamientos varios, amoral e incapaz de asumir responsabilidades, lacayo del Nuevo Régimen. El nuevo totalitarismo puede sentirse orgulloso: ha logrado destruir la sociedad, haciendo además creer a los damnificados que son más libres, cuando en realidad no son sino despojos arrojados a una trituradora de almas.
EN la entrevista de Jesús Bastante y Álvaro Martínez al arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, que ayer publicaba ABC se contaban muchas cosas interesantes. Hablaba monseñor Sebastián, entre otros muchos asuntos, de la emergencia de un nuevo totalitarismo, disfrazado de formas democráticas, y también de la destrucción minuciosa de la institución matrimonial y, por extensión, de la familia. Ambos fenómenos, en apariencia diversos, creo que deben contemplarse como concomitantes; y aun me atrevería a afirmar que la herramienta más eficaz con la que cuenta este nuevo totalitarismo (cuyo objetivo primordial es la «creación» de individuos desarraigados) es precisamente la destrucción de la institución familiar y de los vínculos que en ella se entablan, que hoy por hoy siguen siendo el principal escollo -declinante escollo- para la «reeducación» de la sociedad. Trataremos de explicar sucintamente esta reflexión.
El matrimonio, como muy certeramente señala monseñor Sebastián, ha dejado de ser una institución protegida jurídicamente. Las leyes han dejado de velar por su continuidad y sostenimiento, para conspirar contra su destrucción. Hoy en día es mucho más sencillo divorciarse que casarse: para casarse hay que asumir unas obligaciones; para divorciarse, ni siquiera hace falta alegar una causa, basta la mera voluntad caprichosa de los cónyuges. Cada vez es mayor el número de matrimonios que se disuelve por razones pueriles, irresponsables, por puro egoísmo disfrazado de «autonomía personal» que ni siquiera repara en el bien de los hijos. Resulta sumamente aleccionador observar que, a la vez que el matrimonio ha dejado de ser una institución digna de protección jurídica, sus enemigos se llenan la boca hablando del «derecho al matrimonio»; bajo dicha expresión lo que se encubre es la desvinculación del matrimonio de un compromiso duradero.
Aquellas viejas cláusulas que acompañaban la formalización de dicho compromiso han dejado de ser efectivas: hoy la gente se casa y se descasa cuando le da la real gana, como quien se cambia de camisa, porque es su «derecho», que ejerce cómo y cuándo le apetece. Naturalmente, el totalitarismo que viene vende esta destrucción del matrimonio como una conquista de la libertad individual. Y es que nada le conviene tanto como la creación de un espejismo de libertad para imponer su nueva tiranía.
Por supuesto, al nuevo totalitarismo no le interesan los individuos libres, sino desarraigados, huérfanos de asideros vitales que los protejan contra la sibilina labor de «reeducación» social. La magia del nuevo totalitarismo consiste, precisamente, en disfrazar ese desarraigo de libertad. Los totalitarismos siempre se han cimentado sobre una destrucción de la sociedad, de los vínculos que los individuos entablan entre sí; toda forma de asociacionismo humano ha sido contemplada con desconfianza, incluso con franca hostilidad, por los tiranos. El nuevo totalitarismo ha descubierto que el último bastión que le restaba por derruir era el matrimonio, y con él los lazos afectivos y transmisiones educativas que en su seno se entablan de forma natural. La familia «tradicional» (del latín traditio, que significa entrega, transmisión) se convierte así en el enemigo primordial del nuevo totalitarismo; desaparecida esa transmisión o fluencia de convicciones que se produce en el seno de la familia, rotos los vínculos solidarios que anteponen el bien común al interés particular, el individuo se convierte en un ser mucho más frágil y permeable a la «reeducación». También, por supuesto, se convierte en un individuo enfermo: carente de afectos, entregado a pulsiones de satisfacción inmediata que sustituyen ilusoriamente esos afectos, carne de psiquiatra y pasto de adoctrinamientos varios, amoral e incapaz de asumir responsabilidades, lacayo del Nuevo Régimen. El nuevo totalitarismo puede sentirse orgulloso: ha logrado destruir la sociedad, haciendo además creer a los damnificados que son más libres, cuando en realidad no son sino despojos arrojados a una trituradora de almas.
viernes, 14 de diciembre de 2007
El paisaje como moral
Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 12/12/07
Debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de España, y a pasar un tiempo en el Prado.
Entre todos los males de nuestra educación, existe uno en el que no siempre se repara y nunca lo suficiente: la ignorancia que tienen los alumnos sobre la realidad histórica de España.
Nuestro patriotismo, salvo escasas y nobles excepciones, o no existe, que es lo que suele ser más frecuente, o se manifiesta de manera engreída y convulsa. En ambos casos, no es sino el fruto de la ignorancia. Pero si mala es ésta, peor aún es la tergiversación de la realidad. No es lo peor que los alumnos ignoren, pues quien ignora acaso sepa que ignora. Lo peor es que lo que creen conocer estos alumnos sea falso, pues quien cree falsamente que sabe jamás saldrá de su error.
Acaso el mayor error político cometido en España desde el comienzo de la Transición haya sido la entrega de todas las competencias educativas a las comunidades autónomas. Yo no concedo al Estado el derecho a educar, pero sí el deber de garantizar el ejercicio del derecho a la educación.
Educación Nacional. Antes, se denominaba así el Ministerio. Y tan lejos estoy de creer que cualquier pasado fue mejor como de pensar que todo lo nuevo sea preferible a lo pretérito. Si no hay educación nacional, no puede haber nación.
Si patológica es la ignorancia histórica de los escolares (y, en general, la ignorancia en materias humanísticas), letal es la sumisión de la Historia a los intereses de los nacionalismos. Si España ha de morir como nación, lo hará de pura ignorancia.
Como Franco estableció la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, los antifranquistas sin Franco, esa confortable forma de ser extemporáneo, se ven obligados a ensayar una especie de Destrucción o Deformación del Espíritu Nacional.
Se ha dicho que la enfermedad nacionalista se cura viajando. Y es verdad. Se cura viajando a través del paisaje y a través de la historia. Y leyendo (se entiende, no leer cualquier cosa), pues todo libro sabio nos invita al mejor de los viajes: escuchar a los hombres sabios del pasado. En lugar de manipular conciencias con asignaturas adoctrinadoras, debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de toda España, a leer algunos viejos libros, a visitar iglesias y castillos y, desde luego, a pasar un tiempo en el Museo del Prado. No creo que exista mejor cura contra la hispanofobia que recorrer España de punta a punta, o, aún mejor, que detenerse unos minutos contemplando, por ejemplo, el Cristo de Velázquez. Si alguien, pudiendo hacerlo por ser español, no desea que aquello que mira sea suyo, de su pueblo y que sea de su nación, es que es irremediablemente imbécil. Y sólo es un ejemplo.
La Generación del 98, por poner otro ejemplo, y pese a errores e insuficiencias, es tan grande como su amor a España. ¿Puede ser separatista y antiespañol un lector de las unamunianas Andanzas y visiones españolas? Quizá por eso el regeneracionismo español tanto insistió en la pedagogía del viaje y del paisaje. En esto coincidieron la derecha y la izquierda, antes de que llegaran a trastornarse. Podrá no haber ningún acuerdo sobre las raíces y sentido de nuestra historia, podrán seguir debatiendo eternamente en la otra vida don Américo y don Claudio, pero si en algo queda la contienda en tablas es en su igual amor a España. Únicamente se ama lo que se conoce, y únicamente se conoce lo que se ama. El amor y el conocimiento son la misma cosa.
El odio que se puede tener a España es sólo una forma de ignorancia, inocente o culpable, la obra rencorosa y resentida del desconocimiento. Se cura, por lo tanto, con estudio y excursiones académicas. No pocas verdades podemos aprender, incluso de índole moral, contemplando el paisaje, pues el paisaje no es mera naturaleza, sino naturaleza humana y humanizada.
Debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de España, y a pasar un tiempo en el Prado.
Entre todos los males de nuestra educación, existe uno en el que no siempre se repara y nunca lo suficiente: la ignorancia que tienen los alumnos sobre la realidad histórica de España.
Nuestro patriotismo, salvo escasas y nobles excepciones, o no existe, que es lo que suele ser más frecuente, o se manifiesta de manera engreída y convulsa. En ambos casos, no es sino el fruto de la ignorancia. Pero si mala es ésta, peor aún es la tergiversación de la realidad. No es lo peor que los alumnos ignoren, pues quien ignora acaso sepa que ignora. Lo peor es que lo que creen conocer estos alumnos sea falso, pues quien cree falsamente que sabe jamás saldrá de su error.
Acaso el mayor error político cometido en España desde el comienzo de la Transición haya sido la entrega de todas las competencias educativas a las comunidades autónomas. Yo no concedo al Estado el derecho a educar, pero sí el deber de garantizar el ejercicio del derecho a la educación.
Educación Nacional. Antes, se denominaba así el Ministerio. Y tan lejos estoy de creer que cualquier pasado fue mejor como de pensar que todo lo nuevo sea preferible a lo pretérito. Si no hay educación nacional, no puede haber nación.
Si patológica es la ignorancia histórica de los escolares (y, en general, la ignorancia en materias humanísticas), letal es la sumisión de la Historia a los intereses de los nacionalismos. Si España ha de morir como nación, lo hará de pura ignorancia.
Como Franco estableció la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, los antifranquistas sin Franco, esa confortable forma de ser extemporáneo, se ven obligados a ensayar una especie de Destrucción o Deformación del Espíritu Nacional.
Se ha dicho que la enfermedad nacionalista se cura viajando. Y es verdad. Se cura viajando a través del paisaje y a través de la historia. Y leyendo (se entiende, no leer cualquier cosa), pues todo libro sabio nos invita al mejor de los viajes: escuchar a los hombres sabios del pasado. En lugar de manipular conciencias con asignaturas adoctrinadoras, debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de toda España, a leer algunos viejos libros, a visitar iglesias y castillos y, desde luego, a pasar un tiempo en el Museo del Prado. No creo que exista mejor cura contra la hispanofobia que recorrer España de punta a punta, o, aún mejor, que detenerse unos minutos contemplando, por ejemplo, el Cristo de Velázquez. Si alguien, pudiendo hacerlo por ser español, no desea que aquello que mira sea suyo, de su pueblo y que sea de su nación, es que es irremediablemente imbécil. Y sólo es un ejemplo.
La Generación del 98, por poner otro ejemplo, y pese a errores e insuficiencias, es tan grande como su amor a España. ¿Puede ser separatista y antiespañol un lector de las unamunianas Andanzas y visiones españolas? Quizá por eso el regeneracionismo español tanto insistió en la pedagogía del viaje y del paisaje. En esto coincidieron la derecha y la izquierda, antes de que llegaran a trastornarse. Podrá no haber ningún acuerdo sobre las raíces y sentido de nuestra historia, podrán seguir debatiendo eternamente en la otra vida don Américo y don Claudio, pero si en algo queda la contienda en tablas es en su igual amor a España. Únicamente se ama lo que se conoce, y únicamente se conoce lo que se ama. El amor y el conocimiento son la misma cosa.
El odio que se puede tener a España es sólo una forma de ignorancia, inocente o culpable, la obra rencorosa y resentida del desconocimiento. Se cura, por lo tanto, con estudio y excursiones académicas. No pocas verdades podemos aprender, incluso de índole moral, contemplando el paisaje, pues el paisaje no es mera naturaleza, sino naturaleza humana y humanizada.
martes, 11 de diciembre de 2007
Los valores occidentales están vivos y deben ser defendidos del terrorismo
Por Massimo Introvigne. Traducción: Ángel Expósito Correa
Recibiendo en Castel Gandolfo a un grupo de parlamentarios, Benedicto XVI ha definido el terrorismo un “fenómeno gravísimo que a menudo llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana”. Y añade: el terrorismo que ataca Occidente usa como “pretexto” la “recriminación de haberse olvidado de Dios, con la cual algunas redes terroristas tratan de justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales”.
Se trata de un retorno al discurso de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006, ya ampliamente retomado en el reciente viaje apostólico en Austria.
En Ratisbona el Papa había arrancado de un diálogo que había visto contrapuestos en 1391 en Ankara al emperador bizantino Manuel II Paleólogo y a un sabio musulmán. El emperador juega en campo ajeno, tras haber recibido una invitación que no puede rechazar de acompañarlo en una cacería del sultán turco Bayazet, cuyo amenazante ejército es mucho más poderoso que el suyo. Ciertamente Manuel no puede invocar el Evangelio o la teología frente a un público musulmán: propone entonces a su interlocutor de discutir no sobre la base de la fe, sino de la razón. El islámico acepta, pero el diálogo no cuaja porque Manuel y el persa tienen dos ideas distintas de la razón. Para el emperador griego la razón es el fundamento filosófico de todas las cosas. Para el musulmán este fundamento no existe – su Dios, Alá, “no depende de sus actos” y puede cambiar cada minuto las leyes que regulan el mundo, tan es así que todo conocimiento racional es incierto y provisional – y para él argumentar conforme a razón significa sencillamente citar hechos empíricos.
Usa por tanto el argumento que piensa da por cerrada la discusión: la prueba de la superioridad del islam sobre el cristianismo es que los ejércitos del Profeta están ganando en todas partes, y el mismo imperio de Bizancio se ha reducido a un estado insignificante. Naturalmente tres siglos más tarde, cuando a partir de la batalla de Viena los musulmanes empezarán a perder, el argumento podrá dar la vuelta y ser dirigido contra ellos.
Pero no es éste el punto. Para Manuel II – y para Benedicto XVI – la vida, los derechos humanos y la posibilidad de convivir entre religiones distintas están garantizadas sólo por una confianza en la razón como instrumento capaz de conocer la verdad. Si falta esta confianza, qué es la verdad es decidido por los ejércitos triunfadores, y hoy por quienes están mejor capacitados para poner bombas. La verdad – y Dios mismo, que es verdad – se convierten en simples funciones de la violencia.
El mundo nacido por aquélla confianza en la razón y en la verdad que ya en 1391 el islam había abandonado se llama Occidente. Hoy hay muchos, también entre los católicos, que contestan la noción de Occidente.
Para algunos se trataría de un mito imperialista: Occidente jamás habría existido. Para otros Occidente habría dejado de existir: ya que ha ampliamente olvidado a Dios, habría perdido su razón de ser y no quedaría nada merecedero de ser amado y defendido.
Benedicto XVI no se avergüenza de llamar Occidente con su nombre, y de denunciar como un “pretexto” la tesis – que no solamente es expuesta por los fundamentalistas islámicos – según la cual la sociedad occidental “sin Dios” ya no es sí misma.
No: por muy enfermo que esté, Occidente no ha muerto. También en sus versiones más laicas y parciales, sus valores de razonabilidad y de libertad conservan la huella del origen cristiano. Por esto vale la pena defenderlo de la agresión terrorista. Y declararse, sin vergüenza, occidentales.
Recibiendo en Castel Gandolfo a un grupo de parlamentarios, Benedicto XVI ha definido el terrorismo un “fenómeno gravísimo que a menudo llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana”. Y añade: el terrorismo que ataca Occidente usa como “pretexto” la “recriminación de haberse olvidado de Dios, con la cual algunas redes terroristas tratan de justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales”.
Se trata de un retorno al discurso de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006, ya ampliamente retomado en el reciente viaje apostólico en Austria.
En Ratisbona el Papa había arrancado de un diálogo que había visto contrapuestos en 1391 en Ankara al emperador bizantino Manuel II Paleólogo y a un sabio musulmán. El emperador juega en campo ajeno, tras haber recibido una invitación que no puede rechazar de acompañarlo en una cacería del sultán turco Bayazet, cuyo amenazante ejército es mucho más poderoso que el suyo. Ciertamente Manuel no puede invocar el Evangelio o la teología frente a un público musulmán: propone entonces a su interlocutor de discutir no sobre la base de la fe, sino de la razón. El islámico acepta, pero el diálogo no cuaja porque Manuel y el persa tienen dos ideas distintas de la razón. Para el emperador griego la razón es el fundamento filosófico de todas las cosas. Para el musulmán este fundamento no existe – su Dios, Alá, “no depende de sus actos” y puede cambiar cada minuto las leyes que regulan el mundo, tan es así que todo conocimiento racional es incierto y provisional – y para él argumentar conforme a razón significa sencillamente citar hechos empíricos.
Usa por tanto el argumento que piensa da por cerrada la discusión: la prueba de la superioridad del islam sobre el cristianismo es que los ejércitos del Profeta están ganando en todas partes, y el mismo imperio de Bizancio se ha reducido a un estado insignificante. Naturalmente tres siglos más tarde, cuando a partir de la batalla de Viena los musulmanes empezarán a perder, el argumento podrá dar la vuelta y ser dirigido contra ellos.
Pero no es éste el punto. Para Manuel II – y para Benedicto XVI – la vida, los derechos humanos y la posibilidad de convivir entre religiones distintas están garantizadas sólo por una confianza en la razón como instrumento capaz de conocer la verdad. Si falta esta confianza, qué es la verdad es decidido por los ejércitos triunfadores, y hoy por quienes están mejor capacitados para poner bombas. La verdad – y Dios mismo, que es verdad – se convierten en simples funciones de la violencia.
El mundo nacido por aquélla confianza en la razón y en la verdad que ya en 1391 el islam había abandonado se llama Occidente. Hoy hay muchos, también entre los católicos, que contestan la noción de Occidente.
Para algunos se trataría de un mito imperialista: Occidente jamás habría existido. Para otros Occidente habría dejado de existir: ya que ha ampliamente olvidado a Dios, habría perdido su razón de ser y no quedaría nada merecedero de ser amado y defendido.
Benedicto XVI no se avergüenza de llamar Occidente con su nombre, y de denunciar como un “pretexto” la tesis – que no solamente es expuesta por los fundamentalistas islámicos – según la cual la sociedad occidental “sin Dios” ya no es sí misma.
No: por muy enfermo que esté, Occidente no ha muerto. También en sus versiones más laicas y parciales, sus valores de razonabilidad y de libertad conservan la huella del origen cristiano. Por esto vale la pena defenderlo de la agresión terrorista. Y declararse, sin vergüenza, occidentales.
jueves, 6 de diciembre de 2007
El equívoco laicista
La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana
Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gazeta de los Negocios el 2 de diciembre de 2007
El laicismo invita a actuar, al menos en la vida pública, como si Dios no existiera. La misma formulación entraña ya la debilidad de la tesis, que no afirma que Dios no exista, sino que propone solamente un «como si», al que cabría oponer, al menos, un interrogante: ¿y si sí existiera? Pero no acaba aquí la incoherencia. Fundamentar el Estado laico o aconfesional (que no laicista) en el rechazo del cristianismo es lo mismo que privarlo de su origen y fundamento.
La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam. Estaba ya en el mensaje de Cristo (no sólo en el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios», al fin y al cabo, sabio y divino subterfugio para escapar de la trampa de una pregunta capciosa, sino, sobre todo, en la afirmación «mi reino no es de este mundo»), del que pasó a los Padres de la Iglesia y a San Agustín (las dos ciudades).
La idea está presente y preside toda la teología política medieval. Es indudable que aquí encuentra su raíz la idea de la limitación del poder del Estado y la ilegitimidad de todo intento estatal de erigirse en suprema autoridad moral. Sólo la ignorancia o, lo que no es sino una de sus variantes, la cerrazón ideológica, pueden atribuir la secularización al declive del cristianismo, a su pérdida de vigencia social. Allí donde no derramó su semilla el cristianismo, ni dejó sentir su influencia, no llegó a germinar la secularización. La modernidad, como afirmó Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios (del Dios cristiano, cabría completar). Y la secularización es una planta de raíz cristiana, que, como toda planta, muere si se destruyen sus raíces.
Naturalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado no significa que la Iglesia no pueda anunciar y proponer su mensaje moral, incluidos aquellos aspectos que puedan tener relevancia jurídica. Como tampoco impide que el Estado tenga autonomía para regular cuestiones que afecten a la moral religiosa. Tampoco significa esta separación una sumisión de un poder a otro, sino distinción de fines y funciones.
Mientras el Estado existe (o debe existir) al servicio del bien común y del bienestar temporal, la Iglesia persigue el perfeccionamiento espiritual y la salvación de los hombres. Que esto último sea más importante que lo primero, no entraña la subordinación. En cualquier caso, sólo con el cristianismo aparece la idea de que la regulación jurídica de la vida social no depende de la fidelidad a unos textos sagrados. En este sentido, cabe entender la afirmación de San Pablo de que el cristiano debe obedecer al poder constituido, lo que no es incompatible con la declaración de San Pedro de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Así, combatir el cristianismo en nombre de la democracia y la secularización es una incongruencia y un absurdo equívoco que se vuelve contra ellas. Tan cierto es que la democracia y el liberalismo son plantas que sólo han germinado en terrenos abonados por la cultura cristiana, como que allí donde se implantó la cultura de la «muerte de Dios» quedó abierto el camino hacia el totalitarismo y la negación de la libertad y de la dignidad del hombre. Ahora abunda el absurdo que pretende negar la ciudadanía democrática a los cristianos, como si en lugar de la idea de «un hombre un voto», hubiera que adherirse a un discriminatorio «un ateo o agnóstico, un voto».
Por eso es tan ridículo el acomplejamiento democrático de algunos cristianos; como si fueran invitados extravagantes al convite democrático, en lugar de ser los que han permitido la celebración del igualitario festín. Sin el cristianismo, la democracia moderna nunca habría llegado a ser. Nada ha sido tan erróneo como la creencia de que la liberación humana debiera consistir en la negación de la filiación divina. Sin Dios, el hombre no deviene libre sino esclavo, y no hay concepción tan elevada del hombre como aquella que lo concibe como hijo de Dios y, por ello, como criatura creada a su imagen y semejanza, destinada a una vida eterna y perfecta. Daría un poco de risa, si no fuera una terrible tragedia, la pretensión del hombre de suplantar a lo infinito, siendo él radical y esencialmente finito.
Cuanto más pretende elevarse por encima de todo y no reconocer nada más alto que su propia finitud, más se desliza hacia los niveles inferiores de la degeneración y la pura animalidad. Así, podemos comprobar cómo sin Dios el hombre se degrada.
El verdadero superhombre no es la criatura huérfana de Dios, sino el hijo inmortal de un Padre eterno y bueno. De la misma manera, sólo cabe invocar y entender la fraternidad entre los hombres si son verdaderamente hermanos, es decir, hijos del mismo Padre. Si Dios no existiera, ¿cuál sería el fundamento de la fraternidad humana y de la igual dignidad de todos los hombres, que sólo puede derivar de su condición de hijos de un mismo y único Dios?
Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gazeta de los Negocios el 2 de diciembre de 2007
El laicismo invita a actuar, al menos en la vida pública, como si Dios no existiera. La misma formulación entraña ya la debilidad de la tesis, que no afirma que Dios no exista, sino que propone solamente un «como si», al que cabría oponer, al menos, un interrogante: ¿y si sí existiera? Pero no acaba aquí la incoherencia. Fundamentar el Estado laico o aconfesional (que no laicista) en el rechazo del cristianismo es lo mismo que privarlo de su origen y fundamento.
La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam. Estaba ya en el mensaje de Cristo (no sólo en el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios», al fin y al cabo, sabio y divino subterfugio para escapar de la trampa de una pregunta capciosa, sino, sobre todo, en la afirmación «mi reino no es de este mundo»), del que pasó a los Padres de la Iglesia y a San Agustín (las dos ciudades).
La idea está presente y preside toda la teología política medieval. Es indudable que aquí encuentra su raíz la idea de la limitación del poder del Estado y la ilegitimidad de todo intento estatal de erigirse en suprema autoridad moral. Sólo la ignorancia o, lo que no es sino una de sus variantes, la cerrazón ideológica, pueden atribuir la secularización al declive del cristianismo, a su pérdida de vigencia social. Allí donde no derramó su semilla el cristianismo, ni dejó sentir su influencia, no llegó a germinar la secularización. La modernidad, como afirmó Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios (del Dios cristiano, cabría completar). Y la secularización es una planta de raíz cristiana, que, como toda planta, muere si se destruyen sus raíces.
Naturalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado no significa que la Iglesia no pueda anunciar y proponer su mensaje moral, incluidos aquellos aspectos que puedan tener relevancia jurídica. Como tampoco impide que el Estado tenga autonomía para regular cuestiones que afecten a la moral religiosa. Tampoco significa esta separación una sumisión de un poder a otro, sino distinción de fines y funciones.
Mientras el Estado existe (o debe existir) al servicio del bien común y del bienestar temporal, la Iglesia persigue el perfeccionamiento espiritual y la salvación de los hombres. Que esto último sea más importante que lo primero, no entraña la subordinación. En cualquier caso, sólo con el cristianismo aparece la idea de que la regulación jurídica de la vida social no depende de la fidelidad a unos textos sagrados. En este sentido, cabe entender la afirmación de San Pablo de que el cristiano debe obedecer al poder constituido, lo que no es incompatible con la declaración de San Pedro de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Así, combatir el cristianismo en nombre de la democracia y la secularización es una incongruencia y un absurdo equívoco que se vuelve contra ellas. Tan cierto es que la democracia y el liberalismo son plantas que sólo han germinado en terrenos abonados por la cultura cristiana, como que allí donde se implantó la cultura de la «muerte de Dios» quedó abierto el camino hacia el totalitarismo y la negación de la libertad y de la dignidad del hombre. Ahora abunda el absurdo que pretende negar la ciudadanía democrática a los cristianos, como si en lugar de la idea de «un hombre un voto», hubiera que adherirse a un discriminatorio «un ateo o agnóstico, un voto».
Por eso es tan ridículo el acomplejamiento democrático de algunos cristianos; como si fueran invitados extravagantes al convite democrático, en lugar de ser los que han permitido la celebración del igualitario festín. Sin el cristianismo, la democracia moderna nunca habría llegado a ser. Nada ha sido tan erróneo como la creencia de que la liberación humana debiera consistir en la negación de la filiación divina. Sin Dios, el hombre no deviene libre sino esclavo, y no hay concepción tan elevada del hombre como aquella que lo concibe como hijo de Dios y, por ello, como criatura creada a su imagen y semejanza, destinada a una vida eterna y perfecta. Daría un poco de risa, si no fuera una terrible tragedia, la pretensión del hombre de suplantar a lo infinito, siendo él radical y esencialmente finito.
Cuanto más pretende elevarse por encima de todo y no reconocer nada más alto que su propia finitud, más se desliza hacia los niveles inferiores de la degeneración y la pura animalidad. Así, podemos comprobar cómo sin Dios el hombre se degrada.
El verdadero superhombre no es la criatura huérfana de Dios, sino el hijo inmortal de un Padre eterno y bueno. De la misma manera, sólo cabe invocar y entender la fraternidad entre los hombres si son verdaderamente hermanos, es decir, hijos del mismo Padre. Si Dios no existiera, ¿cuál sería el fundamento de la fraternidad humana y de la igual dignidad de todos los hombres, que sólo puede derivar de su condición de hijos de un mismo y único Dios?
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