domingo, 16 de diciembre de 2007

La destrucción de la sociedad

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, el 4 de diciembre de 2006

EN la entrevista de Jesús Bastante y Álvaro Martínez al arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, que ayer publicaba ABC se contaban muchas cosas interesantes. Hablaba monseñor Sebastián, entre otros muchos asuntos, de la emergencia de un nuevo totalitarismo, disfrazado de formas democráticas, y también de la destrucción minuciosa de la institución matrimonial y, por extensión, de la familia. Ambos fenómenos, en apariencia diversos, creo que deben contemplarse como concomitantes; y aun me atrevería a afirmar que la herramienta más eficaz con la que cuenta este nuevo totalitarismo (cuyo objetivo primordial es la «creación» de individuos desarraigados) es precisamente la destrucción de la institución familiar y de los vínculos que en ella se entablan, que hoy por hoy siguen siendo el principal escollo -declinante escollo- para la «reeducación» de la sociedad. Trataremos de explicar sucintamente esta reflexión.

El matrimonio, como muy certeramente señala monseñor Sebastián, ha dejado de ser una institución protegida jurídicamente. Las leyes han dejado de velar por su continuidad y sostenimiento, para conspirar contra su destrucción. Hoy en día es mucho más sencillo divorciarse que casarse: para casarse hay que asumir unas obligaciones; para divorciarse, ni siquiera hace falta alegar una causa, basta la mera voluntad caprichosa de los cónyuges. Cada vez es mayor el número de matrimonios que se disuelve por razones pueriles, irresponsables, por puro egoísmo disfrazado de «autonomía personal» que ni siquiera repara en el bien de los hijos. Resulta sumamente aleccionador observar que, a la vez que el matrimonio ha dejado de ser una institución digna de protección jurídica, sus enemigos se llenan la boca hablando del «derecho al matrimonio»; bajo dicha expresión lo que se encubre es la desvinculación del matrimonio de un compromiso duradero.

Aquellas viejas cláusulas que acompañaban la formalización de dicho compromiso han dejado de ser efectivas: hoy la gente se casa y se descasa cuando le da la real gana, como quien se cambia de camisa, porque es su «derecho», que ejerce cómo y cuándo le apetece. Naturalmente, el totalitarismo que viene vende esta destrucción del matrimonio como una conquista de la libertad individual. Y es que nada le conviene tanto como la creación de un espejismo de libertad para imponer su nueva tiranía.

Por supuesto, al nuevo totalitarismo no le interesan los individuos libres, sino desarraigados, huérfanos de asideros vitales que los protejan contra la sibilina labor de «reeducación» social. La magia del nuevo totalitarismo consiste, precisamente, en disfrazar ese desarraigo de libertad. Los totalitarismos siempre se han cimentado sobre una destrucción de la sociedad, de los vínculos que los individuos entablan entre sí; toda forma de asociacionismo humano ha sido contemplada con desconfianza, incluso con franca hostilidad, por los tiranos. El nuevo totalitarismo ha descubierto que el último bastión que le restaba por derruir era el matrimonio, y con él los lazos afectivos y transmisiones educativas que en su seno se entablan de forma natural. La familia «tradicional» (del latín traditio, que significa entrega, transmisión) se convierte así en el enemigo primordial del nuevo totalitarismo; desaparecida esa transmisión o fluencia de convicciones que se produce en el seno de la familia, rotos los vínculos solidarios que anteponen el bien común al interés particular, el individuo se convierte en un ser mucho más frágil y permeable a la «reeducación». También, por supuesto, se convierte en un individuo enfermo: carente de afectos, entregado a pulsiones de satisfacción inmediata que sustituyen ilusoriamente esos afectos, carne de psiquiatra y pasto de adoctrinamientos varios, amoral e incapaz de asumir responsabilidades, lacayo del Nuevo Régimen. El nuevo totalitarismo puede sentirse orgulloso: ha logrado destruir la sociedad, haciendo además creer a los damnificados que son más libres, cuando en realidad no son sino despojos arrojados a una trituradora de almas.

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