Por José María Beneyto, en ABC, el 7 de enero de 2006
Una sociedad democrática que socave sus fundamentos morales está condenada al fracaso. De la misma manera, una sociedad democrática avanzada, como a la que aspira nuestra Constitución de 1978 desde su preámbulo, es aquella en la que la libertad y el respeto a los derechos humanos tienen un fuerte anclaje en convicciones que no dependen de la voluntad política o de los humores de los Gobiernos de turno. Desde los orígenes del pensamiento liberal y democrático, desde Adam Smith, Kant o Tocqueville, el consenso sobre el fundamento ético de las sociedades modernas es incuestionado.
Hay aquí un elemento esencial para la convivencia, que ha sido resaltado desde órbitas ideológicas muy distintas en las últimas décadas. La sociedad democrática, como escribiera hace años el jurista y juez constitucional alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar. La democracia vive y pervive gracias al humus ético y moral que procede de otras instancias distintas a las instituciones del Estado: la religión; una historia e identidad comunes; o instituciones de solidaridad natural, como la familia.
Por ello pensar que la fragmentación de la sociedad y de instituciones básicas para la misma, o una falsa politización a través del pluralismo de grupos enfrentados y la entronización del discurso de las minorías, puedan suponer una mejora de la convivencia de los españoles es caer en una de aquellas fantasías de Alicia que tanto entretuvieron a Lewis Carroll.
También Jürgen Habermas y Francis Fukuyama han coincidido en su diagnóstico sobre la tentación de querer prescindir de esas otras instancias sociales generadoras de sentido. Los dos han estado de acuerdo en alertar sobre el hecho de que nuestra civilización bien pudiera estar tentada por quebrar las vasijas de barro que contienen su más preciado grial: la idea de la dignidad humana y de preservación y defensa de la vida que da sentido y continuidad a nuestros sistemas democráticos y a la protección de la libertad y los derechos humanos.
Desde los orígenes de la larga lucha de Europa y Occidente por la libertad, su fundamento ha sido la idea de la dignidad humana. De manera particularmente gráfica en Kant y en gran parte de la ilustración liberal, la libertad política y los derechos humanos no se entienden sin el énfasis de esa referencia a algo inalienable, inviolable y sagrado que alienta en el ser humano.
La fundamentación de la moral en la modernidad juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la legítima secularización de los preceptos de la religión, con el fin de constituir un ámbito autónomo de la política; y, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales y cívicos una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio. La mayor parte de la historia del pensamiento democrático europeo, así como las solemnes Declaraciones de derechos humanos del último siglo, reposan en ese arco de bóveda que es la creencia en el sentido transcendente de la dignidad de toda vida humana.
En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes, Jürgen Habermas llamó lúcidamente la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para preservar un espacio público democrático.
Es cierto que a lo largo de la evolución de la modernidad se ha producido un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se han ido apropiando, traduciéndola al lenguaje de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. Ello supone que, si desde el punto de vista de la evolución cultural, en su inicio la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica (griega) y religión (cristiana), la modernidad ha tenido como una de sus tareas principales la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democrática sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista.
Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI lleva a constatar que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.
Los derechos fundamentales y los principios sobre los que estos se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza, solidaridad entre generaciones y grupos sociales, y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin el vínculo social que aporta la religión.
Nuestra convivencia, el nexo que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad y libertad no consigue basarse exclusivamente en el contrato, en la elección racional o en la idea de máxima utilidad. Incluso el utilitarismo, el contractualismo o la teoría de la elección racional no pueden prescindir -desde la perspectiva de la filosofía política- de la imagen de una comunidad ideal que procede de la idea mundanizada de un paraíso original, en el que libertad y naturaleza coincidirían. Intentar prescindir de la religión y de su proyección pública significa abrir las puertas al terror hobbesiano de la lucha feroz del hombre contra el hombre, eliminar cualquier resto de respeto al otro basándose en su propia dignidad como tal «otro».
Habermas y Fukuyama se refieren también en este contexto al debate sobre los límites de la intervención en la naturaleza humana, y a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos y de la modificación de esa naturaleza a través de la ingeniería genética. El no respeto de este tabú en favor de la vida provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y en el requisito de su indisponibilidad. Ni los seres humanos, ni las instituciones sociales, pueden estar a la libre disposición del ucase político del partido en el poder.
Ciertamente, el "common sense" de la sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda de un mínimo denominador común no puede llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, si lo que se pretende es seguir avanzando como sociedad.
Esta fue la razón por la que nuestra Constitución en su artículo 16 definió el Estado como no confesional, pero a la vez entendió que las creencias y los sentimientos religiosos de los ciudadanos tienen una repercusión positiva para la convivencia y la preservación de las libertades y los derechos, por lo que es responsabilidad del Estado democrático favorecer un clima positivo para el florecimiento de esa dimensión esencial de la vida humana que hace que los ciudadanos se comporten de forma más responsable y solidaria. Este compromiso incluye en primer lugar la educación religiosa.
Por ello sorprende el lamentable error de perspectiva que parece haberse instalado en las filas del partido socialista -quizás sólo como una maniobra de distracción para no tener que acometer otras necesidades más urgentes y complejas de la política española-, que ha llegado a desenterrar un más que superado laicismo militante, marginando a la religión católica al exclusivo ámbito de la conciencia privada, o pretendiendo su equiparación con otras creencias y religiones en una idiosincrática versión de multiculturalismo religioso. En este sentido, nuestra Constitución es nítida en el reconocimiento no sólo de la importancia de la proyección pública de la religión para la salud de nuestra sociedad democrática, sino también de la necesidad objetiva de unas relaciones de cooperación particulares con la Iglesia Católica. La negación de la identidad y la tradición religiosa de una sociedad abocaría en último término a la disolución de sus raíces y defensas morales.
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