martes, 11 de diciembre de 2007

Los valores occidentales están vivos y deben ser defendidos del terrorismo

Por Massimo Introvigne. Traducción: Ángel Expósito Correa


Recibiendo en Castel Gandolfo a un grupo de parlamentarios, Benedicto XVI ha definido el terrorismo un “fenómeno gravísimo que a menudo llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana”. Y añade: el terrorismo que ataca Occidente usa como “pretexto” la “recriminación de haberse olvidado de Dios, con la cual algunas redes terroristas tratan de justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales”.

Se trata de un retorno al discurso de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006, ya ampliamente retomado en el reciente viaje apostólico en Austria.

En Ratisbona el Papa había arrancado de un diálogo que había visto contrapuestos en 1391 en Ankara al emperador bizantino Manuel II Paleólogo y a un sabio musulmán. El emperador juega en campo ajeno, tras haber recibido una invitación que no puede rechazar de acompañarlo en una cacería del sultán turco Bayazet, cuyo amenazante ejército es mucho más poderoso que el suyo. Ciertamente Manuel no puede invocar el Evangelio o la teología frente a un público musulmán: propone entonces a su interlocutor de discutir no sobre la base de la fe, sino de la razón. El islámico acepta, pero el diálogo no cuaja porque Manuel y el persa tienen dos ideas distintas de la razón. Para el emperador griego la razón es el fundamento filosófico de todas las cosas. Para el musulmán este fundamento no existe – su Dios, Alá, “no depende de sus actos” y puede cambiar cada minuto las leyes que regulan el mundo, tan es así que todo conocimiento racional es incierto y provisional – y para él argumentar conforme a razón significa sencillamente citar hechos empíricos.

Usa por tanto el argumento que piensa da por cerrada la discusión: la prueba de la superioridad del islam sobre el cristianismo es que los ejércitos del Profeta están ganando en todas partes, y el mismo imperio de Bizancio se ha reducido a un estado insignificante. Naturalmente tres siglos más tarde, cuando a partir de la batalla de Viena los musulmanes empezarán a perder, el argumento podrá dar la vuelta y ser dirigido contra ellos.

Pero no es éste el punto. Para Manuel II – y para Benedicto XVI – la vida, los derechos humanos y la posibilidad de convivir entre religiones distintas están garantizadas sólo por una confianza en la razón como instrumento capaz de conocer la verdad. Si falta esta confianza, qué es la verdad es decidido por los ejércitos triunfadores, y hoy por quienes están mejor capacitados para poner bombas. La verdad – y Dios mismo, que es verdad – se convierten en simples funciones de la violencia.

El mundo nacido por aquélla confianza en la razón y en la verdad que ya en 1391 el islam había abandonado se llama Occidente. Hoy hay muchos, también entre los católicos, que contestan la noción de Occidente.

Para algunos se trataría de un mito imperialista: Occidente jamás habría existido. Para otros Occidente habría dejado de existir: ya que ha ampliamente olvidado a Dios, habría perdido su razón de ser y no quedaría nada merecedero de ser amado y defendido.

Benedicto XVI no se avergüenza de llamar Occidente con su nombre, y de denunciar como un “pretexto” la tesis – que no solamente es expuesta por los fundamentalistas islámicos – según la cual la sociedad occidental “sin Dios” ya no es sí misma.

No: por muy enfermo que esté, Occidente no ha muerto. También en sus versiones más laicas y parciales, sus valores de razonabilidad y de libertad conservan la huella del origen cristiano. Por esto vale la pena defenderlo de la agresión terrorista. Y declararse, sin vergüenza, occidentales.

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