Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, 13 de marzo de 2008
La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía
En el origen de la tradición occidental de la filosofía política se encuentra, como advirtió Hanna Arendt, el desprecio de Platón hacia la política. Los hombres sabios siempre han tendido al descrédito de la política, percibida como un mal necesario. “En suma, cuando los filósofos empezaron a ocuparse de la política de un modo sistemático, la política se convirtió para ellos al punto en un mal necesario”. Los filósofos forman una comunidad de hombres dedicados a la vida contemplativa en busca de la verdad.
El problema es que este ideal de vida no es posible sin un arreglo razonable de los asuntos que conciernen a la vida social. Desde entonces, la filosofía política tiene como finalidad esencial la determinación de las condiciones de la vida social que permitan la existencia de la vida filosófica. Ya que no pueden gobernar los más sabios, que al menos se establezcan unas condiciones de vida colectiva que permitan a unos pocos la posibilidad de una vida virtuosa dedicada a la filosofía. La buena política es la que no impide la vida filosófica. La justicia no es sino el conjunto de condiciones que permiten, o no impiden, la vida en la verdad. Algo parecido sucede en Aristóteles, para quien la política no es un fin en sí misma, sino un medio. Por sí misma, la política carece de fin. “La filosofía política nunca se recuperó de este golpe asestado por la filosofía a la política en el comienzo mismo de nuestra tradición”. Nadie llegó tan lejos como Platón en el recelo hacia la política; tampoco ningún filósofo estuvo tan cerca de sucumbir a su hechizo. Fue el primero en comprender la imposibilidad de un Estado fundado sobre la autoridad espiritual. El Gobierno de los sabios, lejos de ser una utopía totalitaria, es una pura imposibilidad. En su República estableció de manera persuasiva la dificultad insalvable de la realización de la política socrática. La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía. Y no sólo lo afirmó porque experimentara la decadencia de la democracia ateniense, o la condena de su maestro Sócrates, o la derrota frente a Esparta. El filósofo no puede (acaso tampoco debe) gobernar. Sólo puede aspirar a preservar, de manera precaria, su vida filosófica en el seno de la comunidad política.
Los pueblos democráticos se parecen a un tribunal de niños que tuviera que elegir entre el médico y el pastelero. Pocas dudas pueden caber acerca del resultado de su elección.
En este sentido, la democracia, como la política en general, viene a ser en nuestra tradición, un mal necesario, deseable más por los males que evita que por los bienes que proporciona. La democracia permite tanto la elección de Churchill, como la de Hugo Chávez. No vienen sus ventajas por el lado de la selección de dirigentes. En el mejor de los casos, reflejará el nivel de educación y de buen sentido de sus ciudadanos. Sus ventajas provienen de los males que evita y, en particular, de la garantía de los derechos y la protección frente a los abusos del poder. Y ni siquiera esto lo garantiza del todo. La justicia no radica en las convenciones democráticas, sino en aquello que permite la existencia de la vida virtuosa bajo la autoridad espiritual. Desde Platón y Aristóteles, la tradición de la filosofía política occidental intenta escapar de este oscuro dictamen filosófico sobre la política. La verdad es que sólo lo consigue parcialmente y en algunos escasos momentos. Decía Ortega y Gasset que quien no se ocupa de política es un inmoral, pero quien sólo se ocupa de ella y todo lo ve políticamente es un majadero.
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