El concepto político de laicidadLa esencia de lo que denomino “concepto político de laicidad” puede definirse como la exclusión de la esfera política y jurídica pública de toda normatividad que haga referencia a una “verdad” religiosa –justamente en cuanto verdad-; lo que trae consigo la neutralidad e indiferencia pública respecto a cualquier pretensión de verdad en materia religiosa. En materia de religión, un Estado laico no utiliza criterios de verdad, sino que trata a las religiones aplicando criterios de justicia política, que incluyen imparcialidad y neutralidad (p.115-116).
La coexistencia entre la Iglesia y el Estado laico
Más que introducirse en el Estado constitucional democrático, sometiéndose a la lógica de su organización política y jurídica, la Iglesia quiere coexistir con ese Estado, conservando su propia identidad, su libertad organizativa y su independencia. (…) Ahora bien, esa “coexistencia” con el Estado laico y esa presencia pública independiente no puede implicar una especie de interferencia con las instituciones estatales o incluso de oposición a su legitimidad. Es más, si la Iglesia actúa en la vida pública y ejerce, conforme a su autocomprensión, la tarea de maestra de humanidad y de moralidad, debe hacerlo siempre en pleno respeto a las normas del Estado laico, al que ella misma reconoce como un “valor adquirido” que “pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” en la sociedad moderna. (…)
A fin de evitar cualquier “hipertrofia magisterial”, la Iglesia debe tomar conciencia una y otra vez de su específica misión y de su finalidad sobrenatural, limitándose a intervenir en aquello que, en la perspectiva de la dignidad del hombre y de su destino eterno, sea para ella realmente “innegociable” (p. 143-144).
Iglesia libre en Estado libre
El Estado –esto es, el proceso político– debe hallarse libre de constricciones institucionales por parte de la Iglesia. Y esta última ha de reconocer una libertad política que no está vinculada a formas de coerción dictadas por el poder espiritual de la Iglesia o de cualquier otra instancia religiosa.
En sentido inverso, la Iglesia debe gozar de la libertad de decir lo que considere oportuno a quienes ostentan el poder y a los ciudadanos, que en las democracias modernas son también ostentadores del poder. De esta forma, la Iglesia, con la autoridad que le es propia, ejerce un influjo en las conciencias de los ciudadanos. Cierto es que, en una democracia moderna, esa palabra influyente puede constituir un auténtico poder, pero no de tipo coercitivo, sino moral y cultural. Dicho poder sólo puede negárselo a la Iglesia un Estado que quiera erigirse en fuente última de valor, rectitud y justicia, por erigir en valor absoluto la relatividad y disponibilidad política de todos los valores y no tolerar junto a él ninguna voz capaz de relativizar su pretensión (p. 161).
El integrismo laicista
La laicidad integrista pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también –en un sentido comprensivo– como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (p. 127).
Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad. Es decir, tiende a excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder. La laicidad de este segundo tipo, en efecto, no sólo combate a la religión, sino que se arroga una especie de “exclusivismo político”, en el sentido de que, en el discurso político, sólo acepta como criterio de moral y de justicia a aquellas instancias laicas que se hallan sometidas al control del proceso político, y en la medida en que forman parte de él: un proceso que, como es obvio, será idealmente democrático y, por tanto, estará regulado por el principio de mayoría (p. 121).
La laicidad integrista ve en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo del carácter laico del Estado. Y lo que es todavía más importante: ve en el fenómeno religioso un enemigo de la autonomía “laica” de la conciencia de los ciudadanos. La laicidad integrista viene a ser, pues, una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa –y de instituciones como la Iglesia católica–, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad (p. 123).
Posturas católicas y laicas
La defensa alarmista de tal “integrismo laicista” contra las presuntas “intromisiones” de la Iglesia –o de los católicos– no constituye en realidad más que un juego de propaganda y de poder político. ¿Por qué? El quid reside en el simple hecho de que, a pesar de que también los “católicos” –y la Iglesia misma– proponen políticas y legislaciones que resultan sustancialmente justificables conforme a una razón pública laica, los “laicos” se empeñan en considerarlas “no laicas”; y, por tanto, tampoco generalizables, ni aptas para ser impuestas mediante el proceso democrático. ¿Y por qué dicho empeño? Pues únicamente porque son planteadas por “católicos” o, como a veces sucede, son defendidas oficialmente por la Iglesia, motivo inmediato para cargar pesadamente con el baldón de ser posturas de tipo “religioso”.
Así las cosas, en diversas ocasiones, la defensa del carácter laico del Estado por parte del “integrismo laicista” se reduce a rechazar de entrada un verdadero debate público sobre los argumentos proferidos por ciudadanos “no laicos” o por la Iglesia (p. 125-126).
Lo que exige un punto de vista laico no es acallar a la Iglesia y su voz, que habla en nombre de una verdad superior, abrazada por muchos ciudadanos, sino someter la acción de la Iglesia en la escena política pública a las reglas comunes, políticas, civiles, válidas para todo actor en la esfera pública; dejándole, eso sí, plena libertad para expresarse y hacer valer sus razones en el debate político (aun cuando con esto ejerza un verdadero poder, en el sentido de una autoridad espiritual que, según los casos, será más o menos reconocida y seguida) (p. 130).
Al laicismo integrista le resulta difícil argumentar, además, que las posiciones católicas en el ámbito de la política matrimonial o familiar y en el campo de la bioética puedan considerarse incompatibles con un punto de vista “laico”. Y le resulta difícil, sin ir más lejos, por el hecho de que muchas posturas “católicas” actuales en dichos asuntos eran, hasta hace escasos decenios, generalmente compartidas también por “laicos”; y todavía hoy lo son en parte. El estatuto privilegiado de las uniones heterosexuales, llamadas “matrimonio”, ordenadas a la reproducción y perpetuación de la sociedad, así como el rechazo a conceder tal estatuto a las uniones de personas del mismo sexo, formaba parte de la normalidad en los Estados laicos del pasado reciente; y no porque estos Estados fueran víctimas de presiones eclesiásticas, sino porque se consideraba políticamente justo que fuese así. En su día, pues, la equiparación de las uniones de homosexuales con el matrimonio entre varón y mujer resultaba inaceptable por motivos puramente “laicos”.
Los laicos del pasado también veían en el aborto, por ejemplo, una praxis que, por principio, en el orden jurídico debía considerarse un delito: la protección del concebido fue una novedad de las grandes codificaciones de la era de las luces y del desarrollo de la embriología a finales del siglo XVIII. En materia de derecho natural, por tanto, no resulta posible identificar, en lo referente a los contenidos, las posiciones que en sí mismas serían “laicas” o bien “católicas”, de tipo confesional y, por ello, incompatibles con la laicidad del Estado (pp. 151-152).
Doble identidad del cristiano en el Estado laico
El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar “secularidad cristiana”. “Secularidad cristiana”, según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad –y de una comunidad internacional– cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente –con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica– esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano (p. 187).
La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de “identidad diferenciada” o “doble” como cristiano y como ciudadano (…) “Doble identidad” significa la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales y, con ello, afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad y necesitadas de cambio. Por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte” (p. 188).
“Doble identidad” significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien y, por tanto, a apoyar a instituciones políticas como legítimas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la racionalidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (pp. 188-189).
La antes mencionada “doble identidad” como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero ello en un mundo secularizado y de un modo secular. (p.189).
El verdadero “poder” del cristianismo y de la Iglesia reside, a día de hoy, en la acción de los fieles cristianos que, con la conciencia cristianamente formada, actúan como “sal de la tierra” y “luz del mundo” en el seno de la sociedad, en todos los ambientes. Un proyecto de nueva evangelización no debe, por eso, abolir los fundamentos de la moderna laicidad del Estado (p. 158).


El término “multiculturalismo” surgió en Canadá para aludir a una política que reivindica el derecho a la diferencia de las distintas identidades culturales. El problema es que lo que al principio se concebía como una actitud de resistencia frente a los procesos de imposición de una cultura sobre otras, pasó a designar un modelo interpretativo que renuncia a cualquier criterio de universalidad.
A nadie sorprendería que, planteado el problema de cuál sea el fundamento de los llamados derechos fundamentales, el relativismo ético apareciera como el principal obstáculo. Si nada es verdad ni mentira, si cada uno tiene su idea de la justicia y todo el mundo es bueno, empeñarse en calificar como fundamental un derecho es un modo de perder el tiempo como otro cualquiera. Responder que habría que considerar fundamentales a los derechos humanos replantearía desde otro ángulo idéntica cuestión: qué es eso de la naturaleza humana, desde qué semana y hasta qué año somos humanos y, sobre todo, una cosa es predicar los derechos humanos (que todo el mundo se apuntará...) y otra dar trigo.
No nos chupemos el dedo: en el laicismo hay cálculos muy sutiles, como que alguno de sus miembros más reconocidos se declare cristiano y haga un uso torticero de su pertenencia a la Iglesia. En nuestro país tenemos dos casos bien significativos por su maquiavelismo: el del presidente de la Cámara Baja y el del inefable ministro de Fomento. El primero, José Bono, utiliza su pertenencia a la Iglesia con un soniquete que recuerda a la caricatura de un mal beato: empasta la voz, arrebola los ojos y se proclama seguidor de Jesús de Nazaret para después comenzar a poner los puntos sobre las íes a la Iglesia en todos aquellos asuntos que forjan el esqueleto de su programa ideológico. No en vano, a Bono se le recuerda por su decisión de cercenar la libertad de los padres castellano-manchegos a la hora de escoger libremente la escuela de sus hijos, aunque también por los arrullos al delicadísimo Zerolo y a toda la caterva de asociaciones unidas por la promiscuidad, así como por aquel gesto grotesco de desplazarse hasta Entrevías para zamparse un trozo de pan de hogaza contra la llamada al orden del cardenal al díscolo párroco. Tampoco ha dado su brazo a torcer en las leyes que sostienen la cultura de la muerte; se sale por peteneras cuando le preguntan sobre el aborto. El segundo, Pepiño Blanco, es todavía más mendaz. Pisa en los mismos lugares que su compañero de partido (ataque a la libertad de educación, samba con gays y lesbianas, tirones de orejas a la Iglesia española y, como no, justificación de lo injustificable: que la liberación del aborto viene a convertir en derecho el hasta ahora fraude de ley, para que los abortorios de España maten más y mejor).
POR paradojas del azar, la conmemoración de la caída del murito de Berlín ha coincidido con una sentencia del sarcásticamente llamado Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que ordena la retirada de los crucifijos de las aulas. La caída del murito de Berlín supuso, según nos martillea la propaganda, la «victoria de la libertad»; y las consecuencias de esa libertad victoriosa las contemplamos por doquier. La retirada de los crucifijos quizá sea la más aparente, por lo que tiene de simbólica; pero detrás de esa retirada está el suicidio de Occidente, que ha decidido, como los alacranes asediados, inyectarse el veneno de su propio aguijón. Y, en su arrebato de autodestrucción, disfrazado con los bellos ropajes de la libertad, reniega de los logros que han fundado su identidad.
Un tribunal tiene la última palabra no porque tenga siempre la razón, sino más bien porque es la última instancia. Conviene tener presente esta verdad para no convertir cada sentencia del 
En primer lugar, las elites intelectuales progresistas, que hace ya tiempo establecieron una feroz censura en las universidades, ahora trasladada a los medios de comunicación. Han creado un despotismo ideológico en temas relacionados con la historia de Europa, con la sexualidad, con la religión, con los sistemas políticos, que hace tiempo que sepultó la libertad de cátedra, y ahora cada vez más la de prensa. Jamás en Europa, incluyendo muchas de sus más negras épocas, se ha defendido tanto la censura por parte de quienes supuestamente la tienen que defender, como ahora. Ver para creer.

Aunque la enseñanza de la religión está presente en las escuelas de la mayoría de los países, la Carta reconoce que hoy “se ha convertido en objeto de debate y en algunos casos de nuevas normativas civiles, que tienden a reemplazarla por una enseñanza del hecho religioso de naturaleza multiconfesional o por una enseñanza de ética y cultura religiosa, incluso en contraste con las elecciones y la orientación educativa que los padres y la Iglesia quieren dar a la formación de las nuevas generaciones”.
Se predica la laicidad de un sistema político cuando se entiende que ninguna religión puede tener el carácter de estatal.
En estos últimos años, cada vez que los gobernantes quieren tomar una decisión que lleva consigo apartar a la religión de la vida pública, se apoyan en que estamos en un Estado laico. La confusión sobre qué es un Estado laico y cuáles son sus exigencias legítimas es considerable. Tratemos de precisar un poco estas cuestiones.
Como rayo que no cesa, la clase política nos abruma, también durante el verano, con peleas de patio de vecindad, lanzándose denuestos desde los lugares —no precisamente austeros— donde transcurren sus vacaciones. Y el trabajo común, por hacer. La crisis sigue destruyendo empleos y cerrando empresas. Mientras, las únicas informaciones que nos llegan, con posibles remedios, provienen de instituciones en las que se tiene la buena costumbre de trabajar ocho horas diarias, cinco días a la semana.
Nunca un medio de comunicación español ha entrevistado al escritor Michael O’Brien. A pesar de que sus novelas son best-sellers traducidos a nueve idiomas y de que la crítica lo ha comparado con George Orwell o Aldous Huxley, cuenta cómo en Canadá, su país natal, ninguna editorial se atrevió a publicar sus títulos. «Durante 20 años estaba convencido de que mis libros nunca serían publicados. Estaba seguro de que las fuerzas que reprimen la cultura católica habían ganado. Me equivoqué». Se equivocó. Hoy es uno de los periodistas y escritores más brillantes y leídos del mundo, y un referente en el panorama católico internacional