La cultura occidental padece una decadencia moral por el declive del cristianismo.
Por Ignacio Sánchez Cámara, La Gaceta de los Negocios, 12 de enero de 2009
En los principales conflictos de nuestro tiempo están presentes las civilizaciones, si es que no se trata directamente de un conflicto entre ellas. Está presente en los atentados terroristas cometidos por el islamismo radical y en la guerra entre Israel y los palestinos. Parece confirmarse así el diagnóstico de Samuel P. Huntington, fallecido poco antes de terminar en 2008. Se trata de uno de los más prestigiosos académicos en el ámbito de las ciencias políticas, que ha podido ver además cómo sus tesis principales eran debatidas incluso más allá de los ámbitos académicos. Su libro más conocido y polémico es El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, que vino precedido de un ensayo más breve sobre el mismo asunto. Su publicación ha permitido asistir a un nuevo episodio de la aversión de cierta izquierda radical hacia la lectura. El erróneo dictamen se extrajo del título, apoyado en la ausencia no ya de una lectura atenta del contenido, sino de lectura sin más. Su autor pasó a ser considerado un defensor de la lucha entre civilizaciones, cuando era exactamente todo lo contrario.
Frente a la tesis de Fukuyama sobre el final de la historia, Huntington defendía la idea de que en el futuro asistiremos a un nuevo tipo de conflicto basado en el “choque de civilizaciones”. De unos conflictos, de naturaleza ideológica, que enfrentaba a las democracias liberales y a los sistemas comunistas, al capitalismo y al socialismo, pasaremos a un nuevo tipo de conflicto asentado en el choque cultural entre civilizaciones. Por lo demás, Huntington proclama el fracaso de todo intento de imponer una civilización universal basada en los principios, sólo aparentemente victoriosos, de Occidente. La cultura, cimentada principalmente en la religión, tomará el relevo de las ideologías, la política y la economía. El choque de civilizaciones sustituye a la rivalidad de las superpotencias.
Aunque Occidente seguirá siendo durante algún tiempo dominante, no caminamos, según él, hacia una civilización universal basada en los principios europeos del legado clásico: el cristianismo, la separación entre la autoridad espiritual y la temporal, la democracia, el liberalismo, la tolerancia, los derechos humanos, el pluralismo y el imperio de la ley. Nada de todo esto en lo que se sustenta la civilización occidental está fuera de peligro. Huntington no descarta la posibilidad de la decadencia de la cultura occidental. En clara alusión a Fukuyama afirma: “Las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar”. La cultura occidental, cuestionada por grupos situados en su interior, padece una decadencia moral favorecida por el declive de su componente central: el cristianismo. Acaso aquí resida el motivo de la tergiversación que han sufrido sus ideas en los ambientes ideológicos de la izquierda radical. Existe, para él, una vía intermedia entre los defensores del multiculturalismo suicida y los creyentes ilusos en la hegemonía de la civilización occidental. Occidente debe renunciar a su tentación universalista. “El imperialismo es la consecuencia lógica del universalismo”. Por mi parte, no puedo compartir esta tesis.
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
domingo, 18 de enero de 2009
martes, 13 de enero de 2009
R.J. Neuhaus (y II)
Ahora en castellano, firmado por Juan Meseguer Velasco, en ACEPRENSA, el 12 de enero de 2009. En la foto, RJN con Mary Ann Glendon.
Richard John Neuhaus, un referente intelectual del catolicismo estadounidense
El pasado 8 de enero falleció Richard John Neuhaus a la edad de 72 años. Neuhaus, sacerdote, destacó por su labor como editor de la revista First Things, una de las referencias intelectuales del catolicismo norteamericano. Desde sus páginas reivindicó el papel de la religión en la vida pública e impulsó el diálogo ecuménico entre católicos y protestantes. Es también autor del libro The Catholic Moment.
Neuhaus nació en 1936 en Ontario (Canadá). Siguiendo los pasos de su padre, se ordenó pastor luterano en 1960. En los años siguientes, combinó su ministerio en una comunidad pobre de Nueva York con el activismo político. Se opuso con contundencia a la guerra de Vietnam, al tiempo que abanderaba diversas causas de la izquierda. Fruto de aquellos años convulsos surgió el libro The Thorough Revolutionary.
Pero Neuhaus comenzó a distanciarse del progresismo radical cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó en 1973 la sentencia Roe vs. Wade, que legalizó el aborto en ese país. En 1990 se convirtió al catolicismo y, un año después, fue ordenado sacerdote católico por el cardenal John O’Connor de Nueva York.
En una carta dirigida a sus amigos y colegas explicó las razones que le movieron a convertirse al catolicismo. Estaba convencido de que “ya no era necesaria, si alguna vez lo fue, la existencia eclesial separada del luteranismo”. Por eso, se lanzó a “buscar la reconciliación eclesial y restaurar la plena comunión con el obispo de Roma y las Iglesias en comunión con él”.
Desde ese momento, el ecumenismo se convirtió en uno de sus principales empeños. En 1994 promovió, junto con Charles Colson, la declaración “Evangelicals and Catholics Together”. A ella se adhirieron destacadas personalidades como Mary Ann Glendon o el reverendo Pat Robertson. También fundó el Institute Center on Religion and Society de Nueva York, un foro de encuentro entre teólogos protestantes y católicos.
Otra preocupación fundamental de Neuhaus fue el papel de la religión en la vida pública. Se ocupó por primera vez de esta cuestión en su libro The Naked Public Square, publicado en 1984. Esta obra nutrió con sugerentes ideas la convicción de que la religión no debe quedar recluida en la vida privada.
La hora de la Iglesia católica
Tres años después volvió a abordar el asunto en The Catholic Moment. Su tesis principal es que las Iglesias protestantes, bajo la guía de los “teólogos de la secularización”, están en proceso de descomposición y sin recursos para regenerar espiritualmente la sociedad norteamericana. En esta situación –afirma Neuhaus–, sólo del catolicismo puede venir una propuesta válida.
¿Por qué precisamente de la Iglesia católica? “Porque las demás comunidades cristianas –declaraba Neuhaus en una entrevista– no han estado a la altura de las circunstancias: o han adaptado acríticamente la fe cristiana a los parámetros culturales dominantes, perdiendo su peculiaridad cristiana; o se han alejado del mundo contemporáneo, refugiándose en un ghetto del fideísmo”.
Esto ha creado un vacío de valores en la vida pública. Neuhaus detecta en los Estados Unidos “una hambre profunda de un testimonio religioso público que pueda elevar el nivel moral de nuestra sociedad”. El catolicismo sería la fuerza religiosa más consistente para emprender esta tarea, pues su doctrina le lleva a no renunciar a un juicio moral sobre la vida pública, sin recurrir a la vez a soluciones teocráticas.
Neuhaus está considerado, junto con George Weigel y Michael Novak, uno de los intelectuales católicos más emblemáticos de Estados Unidos. Asesoró al presidente George W. Bush en cuestiones controvertidas como el aborto, la investigación con células madre o la clonación. En 2005 la revista Time lo incluyó –a pesar de su afiliación católica– en la lista de los 25 evangélicos más influyentes de Estados Unidos.
En un artículo publicado por National Catholic Reporter (8-01-2009), el periodista John L. Allen describe a Neuhaus como el artífice de dos alianzas con importantes repercusiones en la política estadounidense: una entre católicos ortodoxos y evangélicos; la otra, entre los defensores de la economía de mercado y los votantes que atribuyen particular a atención a cuestiones de valores.
En la misma línea, Ross Douthat destaca en The Atlantic (8-01-2009) la capacidad de Neuhaus –fruto de su interés por lo humano– de “tender puentes entre judíos y cristianos, protestantes y católicos, la fe y la economía de mercado y, sobre todo, entre cristianismo y liberalismo”.
Richard John Neuhaus, un referente intelectual del catolicismo estadounidense
El pasado 8 de enero falleció Richard John Neuhaus a la edad de 72 años. Neuhaus, sacerdote, destacó por su labor como editor de la revista First Things, una de las referencias intelectuales del catolicismo norteamericano. Desde sus páginas reivindicó el papel de la religión en la vida pública e impulsó el diálogo ecuménico entre católicos y protestantes. Es también autor del libro The Catholic Moment.
Neuhaus nació en 1936 en Ontario (Canadá). Siguiendo los pasos de su padre, se ordenó pastor luterano en 1960. En los años siguientes, combinó su ministerio en una comunidad pobre de Nueva York con el activismo político. Se opuso con contundencia a la guerra de Vietnam, al tiempo que abanderaba diversas causas de la izquierda. Fruto de aquellos años convulsos surgió el libro The Thorough Revolutionary.
Pero Neuhaus comenzó a distanciarse del progresismo radical cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó en 1973 la sentencia Roe vs. Wade, que legalizó el aborto en ese país. En 1990 se convirtió al catolicismo y, un año después, fue ordenado sacerdote católico por el cardenal John O’Connor de Nueva York.
En una carta dirigida a sus amigos y colegas explicó las razones que le movieron a convertirse al catolicismo. Estaba convencido de que “ya no era necesaria, si alguna vez lo fue, la existencia eclesial separada del luteranismo”. Por eso, se lanzó a “buscar la reconciliación eclesial y restaurar la plena comunión con el obispo de Roma y las Iglesias en comunión con él”.
Desde ese momento, el ecumenismo se convirtió en uno de sus principales empeños. En 1994 promovió, junto con Charles Colson, la declaración “Evangelicals and Catholics Together”. A ella se adhirieron destacadas personalidades como Mary Ann Glendon o el reverendo Pat Robertson. También fundó el Institute Center on Religion and Society de Nueva York, un foro de encuentro entre teólogos protestantes y católicos.
Otra preocupación fundamental de Neuhaus fue el papel de la religión en la vida pública. Se ocupó por primera vez de esta cuestión en su libro The Naked Public Square, publicado en 1984. Esta obra nutrió con sugerentes ideas la convicción de que la religión no debe quedar recluida en la vida privada.
La hora de la Iglesia católica
Tres años después volvió a abordar el asunto en The Catholic Moment. Su tesis principal es que las Iglesias protestantes, bajo la guía de los “teólogos de la secularización”, están en proceso de descomposición y sin recursos para regenerar espiritualmente la sociedad norteamericana. En esta situación –afirma Neuhaus–, sólo del catolicismo puede venir una propuesta válida.
¿Por qué precisamente de la Iglesia católica? “Porque las demás comunidades cristianas –declaraba Neuhaus en una entrevista– no han estado a la altura de las circunstancias: o han adaptado acríticamente la fe cristiana a los parámetros culturales dominantes, perdiendo su peculiaridad cristiana; o se han alejado del mundo contemporáneo, refugiándose en un ghetto del fideísmo”.
Esto ha creado un vacío de valores en la vida pública. Neuhaus detecta en los Estados Unidos “una hambre profunda de un testimonio religioso público que pueda elevar el nivel moral de nuestra sociedad”. El catolicismo sería la fuerza religiosa más consistente para emprender esta tarea, pues su doctrina le lleva a no renunciar a un juicio moral sobre la vida pública, sin recurrir a la vez a soluciones teocráticas.
Neuhaus está considerado, junto con George Weigel y Michael Novak, uno de los intelectuales católicos más emblemáticos de Estados Unidos. Asesoró al presidente George W. Bush en cuestiones controvertidas como el aborto, la investigación con células madre o la clonación. En 2005 la revista Time lo incluyó –a pesar de su afiliación católica– en la lista de los 25 evangélicos más influyentes de Estados Unidos.
En un artículo publicado por National Catholic Reporter (8-01-2009), el periodista John L. Allen describe a Neuhaus como el artífice de dos alianzas con importantes repercusiones en la política estadounidense: una entre católicos ortodoxos y evangélicos; la otra, entre los defensores de la economía de mercado y los votantes que atribuyen particular a atención a cuestiones de valores.
En la misma línea, Ross Douthat destaca en The Atlantic (8-01-2009) la capacidad de Neuhaus –fruto de su interés por lo humano– de “tender puentes entre judíos y cristianos, protestantes y católicos, la fe y la economía de mercado y, sobre todo, entre cristianismo y liberalismo”.
domingo, 11 de enero de 2009
Rev. Richard John Neuhaus
Este blog está hoy de luto y de enhorabuena: de luto porque acabo de enterarme de que el jueves pasado (8 de enero) falleció Richard John Neuhaus, uno de los grandes del pensamiento y la divulgación del cristianismo en nuestros días, Editor de la revista First Things; pero, sobre todo, animador inigualable del diálogo argumentado de la fe con su tiempo.
Hoy, The Wall Street Journal dice de él:
Aunque es en inglés, recomiendo leer el artículo de STEPHEN MILLER de hoy en WSJ
The Rev. Richard John Neuhaus, a Catholic priest, author and editor of the journal First Things, experienced at least three conversions in his life -- from Canadian to U.S. citizen, from Lutheran to Catholic and from liberal to conservative -- as if he were simply too intellectually questing to stay still.
Father Neuhaus, who died Thursday at age 72, was a crusader for everything from school vouchers to limiting judicial activism. The Public Square, his monthly column in First Things, was laced with sarcasm, idealism and the sheer joy of intellectual engagement, and he helped pioneer the religious right through a distinctly Catholic strain of neoconservatism.
Most salient was his 1984 book "The Naked Public Square," in which he argued that religious values have a crucial place in American politics. Although critical of the Moral Majority and other conservative Christian groups, the book also welcomed them to the national dialogue and became a touchstone among conservative intellectuals. Columnist George Will blurbed it at the time, "The book from which further debate about church-state relations should begin."
In Father Neuhaus's writings, the free market was wed to Christian values, and the Catholic broke bread with the evangelical Protestant. Each association represented an amelioration of historic tensions. His 1994 book "Evangelicals and Catholics Together," co-authored with born-again former Watergate figure Charles Colson, has been credited with helping to forge an ecumenical alliance that translated into votes for Republicans.
"What Richard John Neuhaus helped a lot of us understand is that whatever differences Catholics and evangelicals had, they paled into insignificance compared to the pervasive darkness that was enveloping the broader culture," said Ralph Reed, former director of the Christian Coalition.
"This infrastructure of ecumenical conversation he helped create will last," said Deal Hudson, director of InsideCatholic.com, formerly Crisis magazine. He added, "His legacy will equal or surpass any bishop of the late 20th century."
Father Neuhaus wrote just a month after the September 2001 terrorist attacks that the West "is now being compelled to recognize itself more clearly for what most Muslims perceive it to be -- the Christian West, or Christendom." He was a close if informal adviser to President George W. Bush, who referred to him, as did many, simply as Father Richard.
Even though he was not himself evangelical, Time magazine named Father Neuhaus one of America's most influential evangelicals in 2005 and noted that the president cited him more than any other living authority when interviewed by religious publications. A senior administration official told Time that Father Neuhaus's views had been influential on abortion, stem-cell research, cloning and the defense-of-marriage amendment.
By the turn of the millennium, Father Neuhaus had traveled a long distance from the gritty young ghetto priest who made headlines in the 1960s, leading demonstrations against the Vietnam War and getting arrested as a McCarthy delegate at the 1968 Democratic convention in Chicago.
"Friends teased him that Martin Luther nailed a mere 95 theses in one manifesto on a church door in Wittenburg, whereas Father Richard seemed to draft whole manifestos every three or four years," said Michael Novak, a fellow at the American Enterprise Institute, a conservative think tank, in a remembrance published Friday in the National Catholic Reporter.
The sixth son of a strict Canadian Lutheran preacher who visited parishioners on horseback and bicycle, Father Neuhaus grew up in rural Pembroke, Ontario. Ordained a Lutheran pastor himself in 1960, he volunteered to take over a dwindling parish in Brooklyn, N.Y.'s Bedford-Stuyvesant neighborhood. "We sometimes called the parish St. John the Mundane in order to distinguish it from St. John the Divine, the Episcopal cathedral up on Morningside Heights," he wrote in 2000.
He revitalized the parish and turned to the pressing issues of the day, including civil rights and war. Along with activists Father Daniel Berrigan and Rabbi Abraham Joshua Heschel, he co-founded Clergy Concerned about Vietnam. In an early book he co-wrote in 1970 with sociologist Peter Berger, "Movement and Revolution," he proclaimed that "I affirm the right to armed revolution." A steady stream of provocative tomes followed, more than a score in all.
Yet there were things about the young reverend that didn't sit well with his allies on the left. He insisted that his draft-card-burning parishioners sing "America the Beautiful" during a 1967 protest, displayed the flag prominently and was vocal in condemning abortion. Although he supported presidential candidate George McGovern (and the evangelical Jimmy Carter), he began turning away from the left. In 1971, he published "In Defense of People: Ecology and the Seduction of Radicalism," which argued that environmental activists had put nature before humanity. He was particularly appalled by the 1973 Supreme Court decision in Roe v. Wade that extended the right to abortion.
By 1980, Father Neuhaus had switched parties and backed Ronald Reagan for president. If the term political liberal was no longer a comfortable fit, he told Crisis magazine in 1988, "that's the culture, not me."
"For Barry Goldwater, small government is the individual versus the government," says Robert P. George, a Princeton professor of politics and council member of Father Neuhaus's Institute on Religion and Public Life. "For Neuhaus it's a different story. Small government is to protect the church and the family. His fear of big government is that it will violate the autonomy of institutions of civil society."
Father Neuhaus's conversion to Catholicism was perhaps prefigured by his publication of "The Catholic Moment" in 1987. Lutheranism, he had contended since his seminary days, had historically been a reform movement of Catholicism, and he was simply rejoining the mother ship.
He was an ardent supporter of Pope John Paul II and Pope Benedict XVI and a subtle critic of the Second Vatican Council, which he contended had been "gravely distorted" so that "much of what is called Roman Catholic Christianity is in fact apostate." He formulated Neuhaus's Law: "Where orthodoxy is optional, orthodoxy will sooner or later be proscribed."
Yet such proclamations belied the ecumenical quality of the intellectuals he gathered, both in print at First Things and in person at monthly colloquies he sponsored at New York's Union League Club. "He believed everybody's voice should be heard in politics. He was probably the greatest humanist of our age," said Mr. George.
Mr. Novak has written that Father Neuhaus "bore with grace the charge of having become 'neo-conservative,' when the term was intended as an insult, and even turned that charge into a positive advantage, carving out a new blend of Christian orthodoxy and political realism."
Mr. Reed recalls attending multiple meetings in the mid-1990s at the Union League Club, where Catholics and evangelicals met under Father Neuhaus's aegis.
"That was an epochal moment in the history of protestant and Catholic relations," said Mr. Reed. "He had the ideas and the thinking, but he didn't have the troops. And those of us in the grassroots organizations did. So it was a very happy marriage to a sublime intellect. I loved the guy."
Hoy, The Wall Street Journal dice de él:
Father Neuhaus, who died Thursday at age 72 como was a crusader for everything from school vouchers to limiting judicial activism. The Public Square, his monthly column in First Things, was laced with sarcasm, idealism and the sheer joy of intellectual engagement, and he helped pioneer the religious right through a distinctly Catholic strain of neoconservatism.De enhorabuena porque tenemos todo su trabajo como punto desde el que continuar y, sobre todo, porque Neuhaus ha descubierto al fin por completo esa Verdad por la que tanto ha luchado y vivido todos estos años.
Aunque es en inglés, recomiendo leer el artículo de STEPHEN MILLER de hoy en WSJ
The Rev. Richard John Neuhaus, a Catholic priest, author and editor of the journal First Things, experienced at least three conversions in his life -- from Canadian to U.S. citizen, from Lutheran to Catholic and from liberal to conservative -- as if he were simply too intellectually questing to stay still.
Father Neuhaus, who died Thursday at age 72, was a crusader for everything from school vouchers to limiting judicial activism. The Public Square, his monthly column in First Things, was laced with sarcasm, idealism and the sheer joy of intellectual engagement, and he helped pioneer the religious right through a distinctly Catholic strain of neoconservatism.
Most salient was his 1984 book "The Naked Public Square," in which he argued that religious values have a crucial place in American politics. Although critical of the Moral Majority and other conservative Christian groups, the book also welcomed them to the national dialogue and became a touchstone among conservative intellectuals. Columnist George Will blurbed it at the time, "The book from which further debate about church-state relations should begin."
In Father Neuhaus's writings, the free market was wed to Christian values, and the Catholic broke bread with the evangelical Protestant. Each association represented an amelioration of historic tensions. His 1994 book "Evangelicals and Catholics Together," co-authored with born-again former Watergate figure Charles Colson, has been credited with helping to forge an ecumenical alliance that translated into votes for Republicans.
"What Richard John Neuhaus helped a lot of us understand is that whatever differences Catholics and evangelicals had, they paled into insignificance compared to the pervasive darkness that was enveloping the broader culture," said Ralph Reed, former director of the Christian Coalition.
"This infrastructure of ecumenical conversation he helped create will last," said Deal Hudson, director of InsideCatholic.com, formerly Crisis magazine. He added, "His legacy will equal or surpass any bishop of the late 20th century."
Father Neuhaus wrote just a month after the September 2001 terrorist attacks that the West "is now being compelled to recognize itself more clearly for what most Muslims perceive it to be -- the Christian West, or Christendom." He was a close if informal adviser to President George W. Bush, who referred to him, as did many, simply as Father Richard.
Even though he was not himself evangelical, Time magazine named Father Neuhaus one of America's most influential evangelicals in 2005 and noted that the president cited him more than any other living authority when interviewed by religious publications. A senior administration official told Time that Father Neuhaus's views had been influential on abortion, stem-cell research, cloning and the defense-of-marriage amendment.
By the turn of the millennium, Father Neuhaus had traveled a long distance from the gritty young ghetto priest who made headlines in the 1960s, leading demonstrations against the Vietnam War and getting arrested as a McCarthy delegate at the 1968 Democratic convention in Chicago.
"Friends teased him that Martin Luther nailed a mere 95 theses in one manifesto on a church door in Wittenburg, whereas Father Richard seemed to draft whole manifestos every three or four years," said Michael Novak, a fellow at the American Enterprise Institute, a conservative think tank, in a remembrance published Friday in the National Catholic Reporter.
The sixth son of a strict Canadian Lutheran preacher who visited parishioners on horseback and bicycle, Father Neuhaus grew up in rural Pembroke, Ontario. Ordained a Lutheran pastor himself in 1960, he volunteered to take over a dwindling parish in Brooklyn, N.Y.'s Bedford-Stuyvesant neighborhood. "We sometimes called the parish St. John the Mundane in order to distinguish it from St. John the Divine, the Episcopal cathedral up on Morningside Heights," he wrote in 2000.
He revitalized the parish and turned to the pressing issues of the day, including civil rights and war. Along with activists Father Daniel Berrigan and Rabbi Abraham Joshua Heschel, he co-founded Clergy Concerned about Vietnam. In an early book he co-wrote in 1970 with sociologist Peter Berger, "Movement and Revolution," he proclaimed that "I affirm the right to armed revolution." A steady stream of provocative tomes followed, more than a score in all.
Yet there were things about the young reverend that didn't sit well with his allies on the left. He insisted that his draft-card-burning parishioners sing "America the Beautiful" during a 1967 protest, displayed the flag prominently and was vocal in condemning abortion. Although he supported presidential candidate George McGovern (and the evangelical Jimmy Carter), he began turning away from the left. In 1971, he published "In Defense of People: Ecology and the Seduction of Radicalism," which argued that environmental activists had put nature before humanity. He was particularly appalled by the 1973 Supreme Court decision in Roe v. Wade that extended the right to abortion.
By 1980, Father Neuhaus had switched parties and backed Ronald Reagan for president. If the term political liberal was no longer a comfortable fit, he told Crisis magazine in 1988, "that's the culture, not me."
"For Barry Goldwater, small government is the individual versus the government," says Robert P. George, a Princeton professor of politics and council member of Father Neuhaus's Institute on Religion and Public Life. "For Neuhaus it's a different story. Small government is to protect the church and the family. His fear of big government is that it will violate the autonomy of institutions of civil society."
Father Neuhaus's conversion to Catholicism was perhaps prefigured by his publication of "The Catholic Moment" in 1987. Lutheranism, he had contended since his seminary days, had historically been a reform movement of Catholicism, and he was simply rejoining the mother ship.
He was an ardent supporter of Pope John Paul II and Pope Benedict XVI and a subtle critic of the Second Vatican Council, which he contended had been "gravely distorted" so that "much of what is called Roman Catholic Christianity is in fact apostate." He formulated Neuhaus's Law: "Where orthodoxy is optional, orthodoxy will sooner or later be proscribed."
Yet such proclamations belied the ecumenical quality of the intellectuals he gathered, both in print at First Things and in person at monthly colloquies he sponsored at New York's Union League Club. "He believed everybody's voice should be heard in politics. He was probably the greatest humanist of our age," said Mr. George.
Mr. Novak has written that Father Neuhaus "bore with grace the charge of having become 'neo-conservative,' when the term was intended as an insult, and even turned that charge into a positive advantage, carving out a new blend of Christian orthodoxy and political realism."
Mr. Reed recalls attending multiple meetings in the mid-1990s at the Union League Club, where Catholics and evangelicals met under Father Neuhaus's aegis.
"That was an epochal moment in the history of protestant and Catholic relations," said Mr. Reed. "He had the ideas and the thinking, but he didn't have the troops. And those of us in the grassroots organizations did. So it was a very happy marriage to a sublime intellect. I loved the guy."
¿Ya no se lleva la libertad?
¿No convendrá acudir también a la religión, para entender qué es la libertad?
Por Antonio Argandoña. La Gaceta de los Negocios, lunes, 5 de enero de 2009
El pasado 24 de diciembre, el Wall Street Journal publicó un editorial que ya había aparecido el año pasado. ¿Iban cortos de material? ¿Se les habían acabado las ideas? A lo mejor es que el tema era importante… Bueno, de hecho vienen publicando ese mismo editorial desde hace 59 años. Y parece que muchos de sus lectores todavía no se han enterado de su mensaje.
Hoy, a muchos conciudadanos nuestros ese artículo les habrá sonado a un idioma desconocido. De entrada, el título está en latín: In hoc anno Domino, en este año del Señor. Luego, parece políticamente incorrecto, porque hace una referencia directa a la religión cristiana. Recuerda el viaje de Pablo de Tarso a Damasco para detener a los cristianos que encontrase y llevárselos a Jerusalén para ser juzgados. En aquel viaje, Pablo se encontró con alguien, Jesús, que él creía que era un fantasma del pasado, pero que estaba vivo y que se sentía identificado con aquellos desgraciados a quienes Pablo quería castigar. Y empezó a pensar de otra manera.
Vermont Royster, el editorialista del Wall Street Joumal en 1949, no pretendía hablar de religión. A su periódico le preocupaba la libertad: poco antes había acabado la más terrible guerra de la historia, y el mundo parecía indeciso entre un comunismo rampante y un socialismo no menos amenazante. El editorial que comento recuerda, también cómo el mundo en que Vivía Pablo de Tarso no era un mundo libre. Había, sí, paz, orden, pero mucha opresión para los que no eran amigos de Tiberio y César, “los que se atrevían a pensar de manera diferente eran perseguidos… aquellos que venían de tribus que no eran romanas eran esclavizados, y, sobre todo, había en todas partes un desprecio de la vida humana”. Aquel hombre que se cruzó con Pablo en el camino de Damasco había venido para defender la libertad.
A las mujeres y los hombres de 2009 quizás nos llame la atención que un periódico económico, laico, que se edita para ganar dinero (pero también para difundir ideas), utilice argumentos religiosos para defender la libertad. Y que lo hiciese no sólo hace casi seis décadas, sino que lo vuelva a repetir cada año.
De esta insistencia del Wall Street Joumal en defender la libertad humana con argumentos del cristianismo, me gustaría sacar una conclusión y hacerme una pregunta. Empezaré por ésta: ¿qué ha cambiado, para que hoy esa religión no nos hable de libertad? ¿Ha cambiado la religión? No parece que este sea el caso. Entonces, ¿ha cambiado el concepto de libertad? Sospecho que sí: ahora queremos "andar erguidos y no inclinar la cabeza ni siquiera ante Dios" -quizás nos hemos hecho una idea errónea de quiénes ese Dios-. Cuando uno anda muy erguido, puede pisar a los demás. O como dice también el editorial, quizás hemos vendido "nuestros derechos como hijos de Dios, a cambio de un plato de potaje, y ya no andamos en la libertad”. De buena fe, sin duda, pero no sabemos qué es ser libres.
Y la conclusión: ¿no habrá algo de verdad en los argumentos del Wall Street Joumal? Quiero: decir, ¿no convendrá acudir también a la religión, para entender qué es la libertad? Ya sé que esto no se lleva hoy, pero ¿quiénes son esos nuevos césares que nos dicen qué lecturas nos convienen y cuáles no, excluyendo, por ejemplo, las de aquel Pablo de Tarso que descubrió la libertad, hace dos mil años, en el camino de Damasco?
Por Antonio Argandoña. La Gaceta de los Negocios, lunes, 5 de enero de 2009
El pasado 24 de diciembre, el Wall Street Journal publicó un editorial que ya había aparecido el año pasado. ¿Iban cortos de material? ¿Se les habían acabado las ideas? A lo mejor es que el tema era importante… Bueno, de hecho vienen publicando ese mismo editorial desde hace 59 años. Y parece que muchos de sus lectores todavía no se han enterado de su mensaje.
Hoy, a muchos conciudadanos nuestros ese artículo les habrá sonado a un idioma desconocido. De entrada, el título está en latín: In hoc anno Domino, en este año del Señor. Luego, parece políticamente incorrecto, porque hace una referencia directa a la religión cristiana. Recuerda el viaje de Pablo de Tarso a Damasco para detener a los cristianos que encontrase y llevárselos a Jerusalén para ser juzgados. En aquel viaje, Pablo se encontró con alguien, Jesús, que él creía que era un fantasma del pasado, pero que estaba vivo y que se sentía identificado con aquellos desgraciados a quienes Pablo quería castigar. Y empezó a pensar de otra manera.
Vermont Royster, el editorialista del Wall Street Joumal en 1949, no pretendía hablar de religión. A su periódico le preocupaba la libertad: poco antes había acabado la más terrible guerra de la historia, y el mundo parecía indeciso entre un comunismo rampante y un socialismo no menos amenazante. El editorial que comento recuerda, también cómo el mundo en que Vivía Pablo de Tarso no era un mundo libre. Había, sí, paz, orden, pero mucha opresión para los que no eran amigos de Tiberio y César, “los que se atrevían a pensar de manera diferente eran perseguidos… aquellos que venían de tribus que no eran romanas eran esclavizados, y, sobre todo, había en todas partes un desprecio de la vida humana”. Aquel hombre que se cruzó con Pablo en el camino de Damasco había venido para defender la libertad.
A las mujeres y los hombres de 2009 quizás nos llame la atención que un periódico económico, laico, que se edita para ganar dinero (pero también para difundir ideas), utilice argumentos religiosos para defender la libertad. Y que lo hiciese no sólo hace casi seis décadas, sino que lo vuelva a repetir cada año.
De esta insistencia del Wall Street Joumal en defender la libertad humana con argumentos del cristianismo, me gustaría sacar una conclusión y hacerme una pregunta. Empezaré por ésta: ¿qué ha cambiado, para que hoy esa religión no nos hable de libertad? ¿Ha cambiado la religión? No parece que este sea el caso. Entonces, ¿ha cambiado el concepto de libertad? Sospecho que sí: ahora queremos "andar erguidos y no inclinar la cabeza ni siquiera ante Dios" -quizás nos hemos hecho una idea errónea de quiénes ese Dios-. Cuando uno anda muy erguido, puede pisar a los demás. O como dice también el editorial, quizás hemos vendido "nuestros derechos como hijos de Dios, a cambio de un plato de potaje, y ya no andamos en la libertad”. De buena fe, sin duda, pero no sabemos qué es ser libres.
Y la conclusión: ¿no habrá algo de verdad en los argumentos del Wall Street Joumal? Quiero: decir, ¿no convendrá acudir también a la religión, para entender qué es la libertad? Ya sé que esto no se lleva hoy, pero ¿quiénes son esos nuevos césares que nos dicen qué lecturas nos convienen y cuáles no, excluyendo, por ejemplo, las de aquel Pablo de Tarso que descubrió la libertad, hace dos mil años, en el camino de Damasco?
sábado, 10 de enero de 2009
DERECHOS HUMANOS (Y II)
Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, 10 de enero de 2009
Occidente –observábamos en un artículo anterior, a la vez que reclama el cumplimiento de los derechos humanos a otras naciones, se niega a definir objetivamente el contenido de tales derechos; se niega, incluso, a reconocer la existencia de una «naturaleza humana». Los redactores de la Declaración consideraban que la igualdad es la idea central del Derecho; y, aceptado que todos los seres humanos son iguales por naturaleza, se aceptaba que la naturaleza humana tiene algo que puede conocerse y que siempre y en todo lugar es lo mismo. Pero hoy se desprecia la idea de que exista una naturaleza humana y de que se la pueda conocer a través de la razón. Se defiende, a cambio, el constructivismo, que no es específicamente una ideología política (aunque tiene implicaciones políticas: del constructivismo nace, por ejemplo, la ideología de género, omnipresente en el bodrio llamado Educación para la Ciudadanía), sino más bien una postura relativista extrema, según la cual cada individuo puede configurar a su antojo su propia naturaleza, liberándose de supuestos roles culturales y sociales.
Si los derechos humanos pueden ser modificados por conveniencia política o interés particular, ¿cómo podemos esgrimirlos como modelos para otros? En una sociedad multiétnica y plurirreligiosa, la única base para los valores comunes reside en los derechos humanos; si estos derechos no se definen de manera clara, caeremos en un estado de anarquía ética. Pero hoy nos hallamos inmersos en un proceso feroz de redefinición de los derechos humanos. Así, por ejemplo, el «derecho a la vida», piedra angular de la Declaración, se conculca a través de códigos legales que admiten el aborto. El derecho al matrimonio «para todo hombre y mujer» que se contiene en la Declaración se desvirtúa mediante la legalización de matrimonios de igual sexo. El derecho del niño a conocer a sus padres naturales y a ser criado por ellos (o, en su defecto, por los padres adoptivos que restauran sus vínculos de filiación) se conculca cuando los niños ‘nacen’ de donantes anónimos. La Declaración proclama el derecho de la madre y el hijo a recibir una protección social especial, pero la maternidad es fuente de discriminación en los mercados laborales. También proclama, en fin, el derecho a practicar la religión de forma pública, pero el laicismo rampante está obsesionado en relegar su práctica a esferas privadas. Y así podríamos seguir, hasta comprobar que no hay derecho humano que no esté siendo desnaturalizado.
Vemos, pues, cómo triunfa el subjetivismo más absoluto –por no decir el nihilismo– en la configuración de los derechos humanos. Puesto que no hay naturaleza humana precisa, tampoco puede haber derechos humanos precisos, de modo que serán los que determinemos en cada momento, como resultado de un proceso político. Quienes propugnan una definición objetiva de los derechos humanos son tachados de fundamentalistas; y, puesto que no hay un modelo para definir el derecho, el poder mismo se convierte en derecho. Ya no hay una racionalidad ética; es el voto de la mayoría el que en cada coyuntura determina lo que es justo o injusto. Nos hallamos, en definitiva, ante la emergencia de un nuevo totalitarismo, aunque esta vez –a diferencia de los totalitarismos clásicos, tan ceñudos y despóticos– se disfrace de aritmética parlamentaria y filantropía. La satisfacción de apetencias, anhelos, pulsiones, incluso caprichos, convenientemente disfrazada con los ropajes de la emotividad, se erige en coartada para la formulación de nuevos derechos. De los cuales, además, quedan excluidos los nonatos, los ancianos, los enfermos, porque son débiles; esto es, ‘menos humanos’.
Esta desnaturalización de los derechos humanos es, en el fondo, el triunfo de un nominalismo radical. No puede haber –se nos dice– conocimiento de la esencia de las cosas sino a través del nombre que les asignamos. Basta, pues, que cambiemos el nombre de las cosas para que las cosas que existían dejen súbitamente de existir. ‘Familia’, por ejemplo, ya no significa nada en sí mismo, sino lo que nosotros queramos designar como tal. Y el aborto, que antes considerábamos un crimen execrable, podemos configurarlo como sacrosanto derecho, si nos conviene. Terminaremos como empezábamos, citando la Política de Aristóteles: «Las verdaderas formas de gobierno son aquellas en las que el individuo gobierna con la aspiración del bien común; los gobiernos que se rigen por intereses privados son perversos». Y pervierten todo lo que tocan, empezando por los derechos humanos.
Occidente –observábamos en un artículo anterior, a la vez que reclama el cumplimiento de los derechos humanos a otras naciones, se niega a definir objetivamente el contenido de tales derechos; se niega, incluso, a reconocer la existencia de una «naturaleza humana». Los redactores de la Declaración consideraban que la igualdad es la idea central del Derecho; y, aceptado que todos los seres humanos son iguales por naturaleza, se aceptaba que la naturaleza humana tiene algo que puede conocerse y que siempre y en todo lugar es lo mismo. Pero hoy se desprecia la idea de que exista una naturaleza humana y de que se la pueda conocer a través de la razón. Se defiende, a cambio, el constructivismo, que no es específicamente una ideología política (aunque tiene implicaciones políticas: del constructivismo nace, por ejemplo, la ideología de género, omnipresente en el bodrio llamado Educación para la Ciudadanía), sino más bien una postura relativista extrema, según la cual cada individuo puede configurar a su antojo su propia naturaleza, liberándose de supuestos roles culturales y sociales.
Si los derechos humanos pueden ser modificados por conveniencia política o interés particular, ¿cómo podemos esgrimirlos como modelos para otros? En una sociedad multiétnica y plurirreligiosa, la única base para los valores comunes reside en los derechos humanos; si estos derechos no se definen de manera clara, caeremos en un estado de anarquía ética. Pero hoy nos hallamos inmersos en un proceso feroz de redefinición de los derechos humanos. Así, por ejemplo, el «derecho a la vida», piedra angular de la Declaración, se conculca a través de códigos legales que admiten el aborto. El derecho al matrimonio «para todo hombre y mujer» que se contiene en la Declaración se desvirtúa mediante la legalización de matrimonios de igual sexo. El derecho del niño a conocer a sus padres naturales y a ser criado por ellos (o, en su defecto, por los padres adoptivos que restauran sus vínculos de filiación) se conculca cuando los niños ‘nacen’ de donantes anónimos. La Declaración proclama el derecho de la madre y el hijo a recibir una protección social especial, pero la maternidad es fuente de discriminación en los mercados laborales. También proclama, en fin, el derecho a practicar la religión de forma pública, pero el laicismo rampante está obsesionado en relegar su práctica a esferas privadas. Y así podríamos seguir, hasta comprobar que no hay derecho humano que no esté siendo desnaturalizado.
Vemos, pues, cómo triunfa el subjetivismo más absoluto –por no decir el nihilismo– en la configuración de los derechos humanos. Puesto que no hay naturaleza humana precisa, tampoco puede haber derechos humanos precisos, de modo que serán los que determinemos en cada momento, como resultado de un proceso político. Quienes propugnan una definición objetiva de los derechos humanos son tachados de fundamentalistas; y, puesto que no hay un modelo para definir el derecho, el poder mismo se convierte en derecho. Ya no hay una racionalidad ética; es el voto de la mayoría el que en cada coyuntura determina lo que es justo o injusto. Nos hallamos, en definitiva, ante la emergencia de un nuevo totalitarismo, aunque esta vez –a diferencia de los totalitarismos clásicos, tan ceñudos y despóticos– se disfrace de aritmética parlamentaria y filantropía. La satisfacción de apetencias, anhelos, pulsiones, incluso caprichos, convenientemente disfrazada con los ropajes de la emotividad, se erige en coartada para la formulación de nuevos derechos. De los cuales, además, quedan excluidos los nonatos, los ancianos, los enfermos, porque son débiles; esto es, ‘menos humanos’.
Esta desnaturalización de los derechos humanos es, en el fondo, el triunfo de un nominalismo radical. No puede haber –se nos dice– conocimiento de la esencia de las cosas sino a través del nombre que les asignamos. Basta, pues, que cambiemos el nombre de las cosas para que las cosas que existían dejen súbitamente de existir. ‘Familia’, por ejemplo, ya no significa nada en sí mismo, sino lo que nosotros queramos designar como tal. Y el aborto, que antes considerábamos un crimen execrable, podemos configurarlo como sacrosanto derecho, si nos conviene. Terminaremos como empezábamos, citando la Política de Aristóteles: «Las verdaderas formas de gobierno son aquellas en las que el individuo gobierna con la aspiración del bien común; los gobiernos que se rigen por intereses privados son perversos». Y pervierten todo lo que tocan, empezando por los derechos humanos.
DERECHOS HUMANOS (I)
Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, 3 de enero de 2009
La conmemoración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos ha propiciado que, durante unos días, los medios de adoctrinamiento de masas repartiesen entre sus consumidores una abundantísima ración de alfalfa progre (los medios progres a sabiendas; los que no son progres a ciegas, con el seguidismo acomplejado que los caracteriza). Suele ocurrir con frecuencia que quienes más celebran la consecución de tal o cual logro son quienes en verdad más anhelan la reversión de sus efectos; y viendo cómo celebran esta efeméride quienes con más ahínco conspiran contra la vigencia de los derechos humanos, uno siente que se le revuelven las tripas. Para consolarme de tan nauseabundo espectáculo, me he zambullido en la lectura de un suculento ensayo de la noruega Janne Haaland Matlary, Derechos humanos depredados (Ediciones Cristiandad), que recomiendo vivamente a quienes deseen aliviarse de la congestión intestinal provocada por la alfalfa progre que en estos días nos han obligado a embaular.
Los derechos humanos, nos recuerda la autora de este ensayo, son hijos de la tradición aristotélica, que entiende la política como búsqueda de un bien común a través de la razón. Aristóteles escribió que «el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es un rasgo exclusivo del hombre»; los derechos humanos son una plasmación de esta capacidad exclusivamente humana para razonar sobre la ética, para hallar verdades morales objetivamente válidas que el Derecho consagra. Los padres de la Declaración deseaban impedir que los derechos humanos se convirtiesen en una larga retahíla de intereses particulares, un rosario de reivindicaciones en continua expansión que atendiese a intereses y conveniencias particulares o a circunstancias históricas determinadas, descuidando el bien común. Pero hoy, sesenta años después de la proclamación de aquella carta de derechos, se afirma (¡lo afirman quienes se erigen en paladines de la misma!) que no existen verdades morales objetivas; o bien que, en el caso hipotético de que existan, la razón no puede penetrarlas. Esta concepción relativista de la verdad moral traiciona flagrantemente el espíritu de la Declaración, pues quienes la elaboraron partieron de la premisa de que la razón podía –como sostenía Aristóteles– determinar lo justo y lo injusto.
El premio Nobel Czeslaw Miloscz, al referirse a los cimientos racionales, éticos y antropológicos que fundamentan los Derechos Humanos, nos alertaba sobre el peligro de que «aquellas bellas y emotivas palabras» se convirtieran en realidad en una suerte de decorado que encubriese un abismo sin fondo. «¿Durante cuánto tiempo –se preguntaba– nos mantendremos a flote si se retira su base?» Y es que, cuando la base sobre la que se fundan los derechos humanos empieza a ser discutida, la Declaración se convierte en un texto muy vulnerable. Asistimos hoy a una paradoja lastimosa: a la vez que Occidente exhorta al resto del mundo a respetar los derechos humanos, se niega a definir de forma objetiva el significado de tales derechos; a la vez que arbitra sanciones para aquellas naciones que conculcan los derechos humanos, Occidente está debilitando tales derechos como fuentes de autoridad. Paralelamente, desde instancias gubernativas occidentales surgen constantes proyectos de «extensión de derechos», que no son sino la golosina con la que se crean nuevas remesas de votantes satisfechos en sus apetencias particulares.
Durante los juicios de Nuremberg se estableció que existe una «ley moral superior», común a todos los seres humanos y susceptible de ser conocida por todos, que prohíbe la sumisión a leyes injustas. Los Derechos Humanos establecen esa ley moral superior, «modelo común para todos los seres humanos» –como reza el preámbulo de la Declaración–, y no algo que puedan cambiar los políticos a su antojo. Los autores de la Declaración quisieron plasmar solemnemente la visión de la dignidad humana, válida para cualquier cultura, que podía alcanzarse a través de la razón. Y explicitaron que los derechos humanos son «inviolables e inherentes»; esto es, que nadie puede cambiarlos, porque son innatos, porque pertenecen a todos los hombres por el hecho de ser humanos, porque se desprenden de la propia naturaleza humana. Pero hete aquí que ahora esos derechos inherentes a la propia naturaleza humana se cambian según el antojo del politiquillo de turno, tal vez porque ni siquiera se reconoce la existencia de una «naturaleza humana».
La conmemoración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos ha propiciado que, durante unos días, los medios de adoctrinamiento de masas repartiesen entre sus consumidores una abundantísima ración de alfalfa progre (los medios progres a sabiendas; los que no son progres a ciegas, con el seguidismo acomplejado que los caracteriza). Suele ocurrir con frecuencia que quienes más celebran la consecución de tal o cual logro son quienes en verdad más anhelan la reversión de sus efectos; y viendo cómo celebran esta efeméride quienes con más ahínco conspiran contra la vigencia de los derechos humanos, uno siente que se le revuelven las tripas. Para consolarme de tan nauseabundo espectáculo, me he zambullido en la lectura de un suculento ensayo de la noruega Janne Haaland Matlary, Derechos humanos depredados (Ediciones Cristiandad), que recomiendo vivamente a quienes deseen aliviarse de la congestión intestinal provocada por la alfalfa progre que en estos días nos han obligado a embaular.
Los derechos humanos, nos recuerda la autora de este ensayo, son hijos de la tradición aristotélica, que entiende la política como búsqueda de un bien común a través de la razón. Aristóteles escribió que «el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es un rasgo exclusivo del hombre»; los derechos humanos son una plasmación de esta capacidad exclusivamente humana para razonar sobre la ética, para hallar verdades morales objetivamente válidas que el Derecho consagra. Los padres de la Declaración deseaban impedir que los derechos humanos se convirtiesen en una larga retahíla de intereses particulares, un rosario de reivindicaciones en continua expansión que atendiese a intereses y conveniencias particulares o a circunstancias históricas determinadas, descuidando el bien común. Pero hoy, sesenta años después de la proclamación de aquella carta de derechos, se afirma (¡lo afirman quienes se erigen en paladines de la misma!) que no existen verdades morales objetivas; o bien que, en el caso hipotético de que existan, la razón no puede penetrarlas. Esta concepción relativista de la verdad moral traiciona flagrantemente el espíritu de la Declaración, pues quienes la elaboraron partieron de la premisa de que la razón podía –como sostenía Aristóteles– determinar lo justo y lo injusto.
El premio Nobel Czeslaw Miloscz, al referirse a los cimientos racionales, éticos y antropológicos que fundamentan los Derechos Humanos, nos alertaba sobre el peligro de que «aquellas bellas y emotivas palabras» se convirtieran en realidad en una suerte de decorado que encubriese un abismo sin fondo. «¿Durante cuánto tiempo –se preguntaba– nos mantendremos a flote si se retira su base?» Y es que, cuando la base sobre la que se fundan los derechos humanos empieza a ser discutida, la Declaración se convierte en un texto muy vulnerable. Asistimos hoy a una paradoja lastimosa: a la vez que Occidente exhorta al resto del mundo a respetar los derechos humanos, se niega a definir de forma objetiva el significado de tales derechos; a la vez que arbitra sanciones para aquellas naciones que conculcan los derechos humanos, Occidente está debilitando tales derechos como fuentes de autoridad. Paralelamente, desde instancias gubernativas occidentales surgen constantes proyectos de «extensión de derechos», que no son sino la golosina con la que se crean nuevas remesas de votantes satisfechos en sus apetencias particulares.
Durante los juicios de Nuremberg se estableció que existe una «ley moral superior», común a todos los seres humanos y susceptible de ser conocida por todos, que prohíbe la sumisión a leyes injustas. Los Derechos Humanos establecen esa ley moral superior, «modelo común para todos los seres humanos» –como reza el preámbulo de la Declaración–, y no algo que puedan cambiar los políticos a su antojo. Los autores de la Declaración quisieron plasmar solemnemente la visión de la dignidad humana, válida para cualquier cultura, que podía alcanzarse a través de la razón. Y explicitaron que los derechos humanos son «inviolables e inherentes»; esto es, que nadie puede cambiarlos, porque son innatos, porque pertenecen a todos los hombres por el hecho de ser humanos, porque se desprenden de la propia naturaleza humana. Pero hete aquí que ahora esos derechos inherentes a la propia naturaleza humana se cambian según el antojo del politiquillo de turno, tal vez porque ni siquiera se reconoce la existencia de una «naturaleza humana».
lunes, 5 de enero de 2009
La posible Reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa en España
El 27 de noviembre, la Fundación Ciudadanía y Valores celebró una jornada sobre la posible reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa donde se reunieron diferentes expertos del mundo político, académico y jurídico.
Asistieron al acto: José María Contreras Mazarío, Director General de Asuntos Religiosos y Miguel Rodríguez Blanco, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de Alcalá, ambos como ponentes principales; Luis Prieto Sanchís, Catedrático de Filosofía del Derecho. Coordinador del Área Jurídica de la Fundación como moderador; Iván Carlos Ibán. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. UCM; Raúl Leopoldo Canosa. Profesor de Derecho Constitucional. UCM; David García-Pardo Gómez. Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado. UCLM; Joaquín Mantecón Sancho. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la U. de Cantabria; José María Martí Sánchez. Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado. UCLM; Isidoro Martín Sánchez. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. UAM; Agustín Motilla de la Calle. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Carlos III; Andrés Ollero Tassara. Catedrático de Filosofía del Derecho. Presidente de Fundación; José María Román Portas. Director General de Fundación y Jorge Trias Sagnier. Abogado.
Ambos ponentes coincidieron en la actual Ley de 1980 sobre libertad religiosa respondía a una realidad concreta del momento, que daba cabida a todas aquellas confesiones que empezaban a surgir en España cuyos derechos no estaban contemplados en ninguna otra ley. Hoy por hoy, esta realidad ha aumentado y según José Mª Contreras, se podría mejorar la actual ley para gestionar mejor la diversidad religiosa que existe. Actualmente en España, sobrepasamos el millón de musulmanes y existen más de 2000 iglesias diferentes. Según una encuesta del CIS, el 73,5% de los españoles son católicos, el 14% no creyentes, el 9,6% indiferentes y el 2% de otras confesiones.
En opinión de Contreras, habría que partir de una perspectiva que considere más el ámbito individual que el institucional, y así se tendría más en consideración a los no creyentes. En este sentido, Miguel Rodríguez afirmó que ya está cubierto en el artículo 2.1 .a. de la actual ley.
Contreras hizo referencia también a los puntos a reformar en esta ley. Se refirió al tema de las Federaciones religiosas, y los problemas de inscripción en el Registro de Entidades Religiosas; la tutela de los menores de 18 años a la hora elegir enseñanza de religión; aclarar el alcance jurídico de la decisión de inscripción, o no, en el Registro de Entidades Religiosas; los problemas que se plantean en el desempeño de su trabajo por los ministros de culto en cuanto al derecho laboral, seguridad social, etc. en determinados casos; la necesidad de gestionar adecuadamente los espacios de culto, actualmente tratados en el ámbito urbanístico como espacios dotacionales y por tanto tratados como cuestión política, y la asistencia religiosa a cárceles y el posible papel que deberían jugar la Comunidades Autónomas en su propio territorio.
Por su parte, Miguel Rodríguez no consideró urgente ni indispensable la reforma pues la actual ley cubre todas las manifestaciones, pero de hacerse, debería ser con el consenso de todas las fuerzas políticas. En su opinión, la ley es mejorable pero reconoció que ésta establece un marco de libertad en materia religiosa sin precedentes en el ordenamiento jurídico, que ha permitido el establecimiento y desarrollo de todo tipo de grupos religiosos y ha impedido la aplicación de políticas o actitudes intolerantes.
Por otra parte, los principales problemas que suscita en el momento actual el reconocimiento del derecho de libertad religiosa, y en general de la regulación del factor social religioso, no se deben tanto a carencias en la Ley como a la interpretación, ejecución o aplicación que se ha hecho del contenido. Por lo tanto, un cambio en la ley debería llevar consigo un cambio profundo de planteamiento en el tratamiento jurídico del fenómeno religioso.
En torno a estas dos visiones de la ley giró el debate entre los asistentes.
Texto de la ponencia de Miguel Rodríguez Blanco.
Asistieron al acto: José María Contreras Mazarío, Director General de Asuntos Religiosos y Miguel Rodríguez Blanco, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de Alcalá, ambos como ponentes principales; Luis Prieto Sanchís, Catedrático de Filosofía del Derecho. Coordinador del Área Jurídica de la Fundación como moderador; Iván Carlos Ibán. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. UCM; Raúl Leopoldo Canosa. Profesor de Derecho Constitucional. UCM; David García-Pardo Gómez. Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado. UCLM; Joaquín Mantecón Sancho. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la U. de Cantabria; José María Martí Sánchez. Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado. UCLM; Isidoro Martín Sánchez. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. UAM; Agustín Motilla de la Calle. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Carlos III; Andrés Ollero Tassara. Catedrático de Filosofía del Derecho. Presidente de Fundación; José María Román Portas. Director General de Fundación y Jorge Trias Sagnier. Abogado.
Ambos ponentes coincidieron en la actual Ley de 1980 sobre libertad religiosa respondía a una realidad concreta del momento, que daba cabida a todas aquellas confesiones que empezaban a surgir en España cuyos derechos no estaban contemplados en ninguna otra ley. Hoy por hoy, esta realidad ha aumentado y según José Mª Contreras, se podría mejorar la actual ley para gestionar mejor la diversidad religiosa que existe. Actualmente en España, sobrepasamos el millón de musulmanes y existen más de 2000 iglesias diferentes. Según una encuesta del CIS, el 73,5% de los españoles son católicos, el 14% no creyentes, el 9,6% indiferentes y el 2% de otras confesiones.
En opinión de Contreras, habría que partir de una perspectiva que considere más el ámbito individual que el institucional, y así se tendría más en consideración a los no creyentes. En este sentido, Miguel Rodríguez afirmó que ya está cubierto en el artículo 2.1 .a. de la actual ley.
Contreras hizo referencia también a los puntos a reformar en esta ley. Se refirió al tema de las Federaciones religiosas, y los problemas de inscripción en el Registro de Entidades Religiosas; la tutela de los menores de 18 años a la hora elegir enseñanza de religión; aclarar el alcance jurídico de la decisión de inscripción, o no, en el Registro de Entidades Religiosas; los problemas que se plantean en el desempeño de su trabajo por los ministros de culto en cuanto al derecho laboral, seguridad social, etc. en determinados casos; la necesidad de gestionar adecuadamente los espacios de culto, actualmente tratados en el ámbito urbanístico como espacios dotacionales y por tanto tratados como cuestión política, y la asistencia religiosa a cárceles y el posible papel que deberían jugar la Comunidades Autónomas en su propio territorio.
Por su parte, Miguel Rodríguez no consideró urgente ni indispensable la reforma pues la actual ley cubre todas las manifestaciones, pero de hacerse, debería ser con el consenso de todas las fuerzas políticas. En su opinión, la ley es mejorable pero reconoció que ésta establece un marco de libertad en materia religiosa sin precedentes en el ordenamiento jurídico, que ha permitido el establecimiento y desarrollo de todo tipo de grupos religiosos y ha impedido la aplicación de políticas o actitudes intolerantes.
Por otra parte, los principales problemas que suscita en el momento actual el reconocimiento del derecho de libertad religiosa, y en general de la regulación del factor social religioso, no se deben tanto a carencias en la Ley como a la interpretación, ejecución o aplicación que se ha hecho del contenido. Por lo tanto, un cambio en la ley debería llevar consigo un cambio profundo de planteamiento en el tratamiento jurídico del fenómeno religioso.
En torno a estas dos visiones de la ley giró el debate entre los asistentes.
Texto de la ponencia de Miguel Rodríguez Blanco.
domingo, 4 de enero de 2009
Religión y Laicismo
MULTICULTURALISMO Y UNIVERSALISMO DE LOS DERECHOS HUMANOS
CAPITULO 4: RELIGIÓN Y LAICISMO
ANDRÉS OLLERO. Universidad Rey Juan Carlos (Madrid).
En un contexto de cambio cultural, caracterizado, en el caso europeo, por la inédita
cohabitación con grupos culturales heterogéneos. la primera cuestión que nos sale al paso es si cabe aspirar a una convivencia intercultural o si resulta obligado resignarse a una mera coexistencia multicultural.
Por paradójico que suene, el síndrome de abstinencia generado tras el abandono del derecho natural en el museo resulta acuciante. Se lo niega, por su obligado fundamento metafísico y por la sospecha de afinidad confesional, pero se clama a la vez retóricamente por una ética universal que sirva de común punto de referencia. No importaría que ésta no tenga fundamento conocido, siempre que se logre que acabe viéndose asumida como nueva religión civil.
El planteamiento es tan poco coherente que no ha tardado en corregirse desde puntos de partida tan diversos como influyentes. Para Rawls, por ejemplo, lo religioso aparecerá como uno de los elementos alimentadores de ese consenso entrecruzado en que se solaparían las más consistentes propuestas de razón pública (1). Habermas, por su parte, no dejará de insinuar lo ridículo que sería convertir la ciencia en nueva religión. al preguntarse si no serán más bien las "religiones mundiales" capítulos decisivos de la emergencia y desarrollo histórico de la razón (2). No llega, sin embargo a aclararnos qué debemos entender por religión 'mundial'; si nos remite con ello a un mero balance estadístico o les atribuye alguna mayor vecindad con lo racional.
Por otra parte, el consenso, al que se había recurrido para suplir el vacío del derecho natural, aparece ahora más bien como amenaza. Se apoyaba por definición en un suelo integrador mayoritariamente compartido; pero esto, desde una opción multicultural, atentaría contra la rica diversidad de las minorías.
La religión, sin embargo, no resulta hoy acogida en muchos planteamientos ni siquiera como minoría enriquecedora. Se la vincula más bien a un fundamento tan sólido que de él sólo cabría esperar estridencias fundamentalistas. Se le atribuye incluso, de modo cuasilombrosiano, una irrefrenable querencia hacia lo violento, que la convertiría en elemento perturbador de lo público. No es extraño pues que, aunque en aras de la tradición se la conserve dentro de los catálogos de derechos, se ejerza hacia el creyente una actitud que tiene más de graciable tolerancia que de reconocimiento de una exigencia de justicia.
De ahí que se postule, como panacea, un laicismo que separa celosamente a los poderes
públicos de toda contaminación con lo religioso, obligadarnente remitido a la privada intimidad personal.
Aunque la presunta neutralidad del laicismo no resiste el menor análisis, llega a resultar persuasiva para muchos creyentes. Este fenómeno puede deberse a que suscriben inconscientemente un concepto un tanto perplejo de la laicidad, deudor de una acrítica impronta grociana. El "etsi Deus no daretur..." remitía a unas exigencias de derecho natural accesibles a la razón, lo que eximía de toda apelación a lo sobrenatural. De ahí puede derivarse la aceptación de una curiosa asimetría de trato entre planteamientos transcendentes e inmanentes. Mientras los primeros se verían obligados a desprenderse de su prescindible voladizo superior, tan legítimo como inadecuado para el diálogo civil, el inmanentismo, por neutral, se convertiría en lengua franca a la hora de articular dicho diálogo. El creyente habría de traducir su propuesta a términos agnósticos, pero no viceversa.
Leer el artículo completo.
CAPITULO 4: RELIGIÓN Y LAICISMO
ANDRÉS OLLERO. Universidad Rey Juan Carlos (Madrid).
En un contexto de cambio cultural, caracterizado, en el caso europeo, por la inédita
cohabitación con grupos culturales heterogéneos. la primera cuestión que nos sale al paso es si cabe aspirar a una convivencia intercultural o si resulta obligado resignarse a una mera coexistencia multicultural.
Por paradójico que suene, el síndrome de abstinencia generado tras el abandono del derecho natural en el museo resulta acuciante. Se lo niega, por su obligado fundamento metafísico y por la sospecha de afinidad confesional, pero se clama a la vez retóricamente por una ética universal que sirva de común punto de referencia. No importaría que ésta no tenga fundamento conocido, siempre que se logre que acabe viéndose asumida como nueva religión civil.
El planteamiento es tan poco coherente que no ha tardado en corregirse desde puntos de partida tan diversos como influyentes. Para Rawls, por ejemplo, lo religioso aparecerá como uno de los elementos alimentadores de ese consenso entrecruzado en que se solaparían las más consistentes propuestas de razón pública (1). Habermas, por su parte, no dejará de insinuar lo ridículo que sería convertir la ciencia en nueva religión. al preguntarse si no serán más bien las "religiones mundiales" capítulos decisivos de la emergencia y desarrollo histórico de la razón (2). No llega, sin embargo a aclararnos qué debemos entender por religión 'mundial'; si nos remite con ello a un mero balance estadístico o les atribuye alguna mayor vecindad con lo racional.
Por otra parte, el consenso, al que se había recurrido para suplir el vacío del derecho natural, aparece ahora más bien como amenaza. Se apoyaba por definición en un suelo integrador mayoritariamente compartido; pero esto, desde una opción multicultural, atentaría contra la rica diversidad de las minorías.
La religión, sin embargo, no resulta hoy acogida en muchos planteamientos ni siquiera como minoría enriquecedora. Se la vincula más bien a un fundamento tan sólido que de él sólo cabría esperar estridencias fundamentalistas. Se le atribuye incluso, de modo cuasilombrosiano, una irrefrenable querencia hacia lo violento, que la convertiría en elemento perturbador de lo público. No es extraño pues que, aunque en aras de la tradición se la conserve dentro de los catálogos de derechos, se ejerza hacia el creyente una actitud que tiene más de graciable tolerancia que de reconocimiento de una exigencia de justicia.
De ahí que se postule, como panacea, un laicismo que separa celosamente a los poderes
públicos de toda contaminación con lo religioso, obligadarnente remitido a la privada intimidad personal.
Aunque la presunta neutralidad del laicismo no resiste el menor análisis, llega a resultar persuasiva para muchos creyentes. Este fenómeno puede deberse a que suscriben inconscientemente un concepto un tanto perplejo de la laicidad, deudor de una acrítica impronta grociana. El "etsi Deus no daretur..." remitía a unas exigencias de derecho natural accesibles a la razón, lo que eximía de toda apelación a lo sobrenatural. De ahí puede derivarse la aceptación de una curiosa asimetría de trato entre planteamientos transcendentes e inmanentes. Mientras los primeros se verían obligados a desprenderse de su prescindible voladizo superior, tan legítimo como inadecuado para el diálogo civil, el inmanentismo, por neutral, se convertiría en lengua franca a la hora de articular dicho diálogo. El creyente habría de traducir su propuesta a términos agnósticos, pero no viceversa.
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