Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, 10 de enero de 2009
Occidente –observábamos en un artículo anterior, a la vez que reclama el cumplimiento de los derechos humanos a otras naciones, se niega a definir objetivamente el contenido de tales derechos; se niega, incluso, a reconocer la existencia de una «naturaleza humana». Los redactores de la Declaración consideraban que la igualdad es la idea central del Derecho; y, aceptado que todos los seres humanos son iguales por naturaleza, se aceptaba que la naturaleza humana tiene algo que puede conocerse y que siempre y en todo lugar es lo mismo. Pero hoy se desprecia la idea de que exista una naturaleza humana y de que se la pueda conocer a través de la razón. Se defiende, a cambio, el constructivismo, que no es específicamente una ideología política (aunque tiene implicaciones políticas: del constructivismo nace, por ejemplo, la ideología de género, omnipresente en el bodrio llamado Educación para la Ciudadanía), sino más bien una postura relativista extrema, según la cual cada individuo puede configurar a su antojo su propia naturaleza, liberándose de supuestos roles culturales y sociales.
Si los derechos humanos pueden ser modificados por conveniencia política o interés particular, ¿cómo podemos esgrimirlos como modelos para otros? En una sociedad multiétnica y plurirreligiosa, la única base para los valores comunes reside en los derechos humanos; si estos derechos no se definen de manera clara, caeremos en un estado de anarquía ética. Pero hoy nos hallamos inmersos en un proceso feroz de redefinición de los derechos humanos. Así, por ejemplo, el «derecho a la vida», piedra angular de la Declaración, se conculca a través de códigos legales que admiten el aborto. El derecho al matrimonio «para todo hombre y mujer» que se contiene en la Declaración se desvirtúa mediante la legalización de matrimonios de igual sexo. El derecho del niño a conocer a sus padres naturales y a ser criado por ellos (o, en su defecto, por los padres adoptivos que restauran sus vínculos de filiación) se conculca cuando los niños ‘nacen’ de donantes anónimos. La Declaración proclama el derecho de la madre y el hijo a recibir una protección social especial, pero la maternidad es fuente de discriminación en los mercados laborales. También proclama, en fin, el derecho a practicar la religión de forma pública, pero el laicismo rampante está obsesionado en relegar su práctica a esferas privadas. Y así podríamos seguir, hasta comprobar que no hay derecho humano que no esté siendo desnaturalizado.
Vemos, pues, cómo triunfa el subjetivismo más absoluto –por no decir el nihilismo– en la configuración de los derechos humanos. Puesto que no hay naturaleza humana precisa, tampoco puede haber derechos humanos precisos, de modo que serán los que determinemos en cada momento, como resultado de un proceso político. Quienes propugnan una definición objetiva de los derechos humanos son tachados de fundamentalistas; y, puesto que no hay un modelo para definir el derecho, el poder mismo se convierte en derecho. Ya no hay una racionalidad ética; es el voto de la mayoría el que en cada coyuntura determina lo que es justo o injusto. Nos hallamos, en definitiva, ante la emergencia de un nuevo totalitarismo, aunque esta vez –a diferencia de los totalitarismos clásicos, tan ceñudos y despóticos– se disfrace de aritmética parlamentaria y filantropía. La satisfacción de apetencias, anhelos, pulsiones, incluso caprichos, convenientemente disfrazada con los ropajes de la emotividad, se erige en coartada para la formulación de nuevos derechos. De los cuales, además, quedan excluidos los nonatos, los ancianos, los enfermos, porque son débiles; esto es, ‘menos humanos’.
Esta desnaturalización de los derechos humanos es, en el fondo, el triunfo de un nominalismo radical. No puede haber –se nos dice– conocimiento de la esencia de las cosas sino a través del nombre que les asignamos. Basta, pues, que cambiemos el nombre de las cosas para que las cosas que existían dejen súbitamente de existir. ‘Familia’, por ejemplo, ya no significa nada en sí mismo, sino lo que nosotros queramos designar como tal. Y el aborto, que antes considerábamos un crimen execrable, podemos configurarlo como sacrosanto derecho, si nos conviene. Terminaremos como empezábamos, citando la Política de Aristóteles: «Las verdaderas formas de gobierno son aquellas en las que el individuo gobierna con la aspiración del bien común; los gobiernos que se rigen por intereses privados son perversos». Y pervierten todo lo que tocan, empezando por los derechos humanos.
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