Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, 3 de enero de 2009
La conmemoración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos ha propiciado que, durante unos días, los medios de adoctrinamiento de masas repartiesen entre sus consumidores una abundantísima ración de alfalfa progre (los medios progres a sabiendas; los que no son progres a ciegas, con el seguidismo acomplejado que los caracteriza). Suele ocurrir con frecuencia que quienes más celebran la consecución de tal o cual logro son quienes en verdad más anhelan la reversión de sus efectos; y viendo cómo celebran esta efeméride quienes con más ahínco conspiran contra la vigencia de los derechos humanos, uno siente que se le revuelven las tripas. Para consolarme de tan nauseabundo espectáculo, me he zambullido en la lectura de un suculento ensayo de la noruega Janne Haaland Matlary, Derechos humanos depredados (Ediciones Cristiandad), que recomiendo vivamente a quienes deseen aliviarse de la congestión intestinal provocada por la alfalfa progre que en estos días nos han obligado a embaular.
Los derechos humanos, nos recuerda la autora de este ensayo, son hijos de la tradición aristotélica, que entiende la política como búsqueda de un bien común a través de la razón. Aristóteles escribió que «el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es un rasgo exclusivo del hombre»; los derechos humanos son una plasmación de esta capacidad exclusivamente humana para razonar sobre la ética, para hallar verdades morales objetivamente válidas que el Derecho consagra. Los padres de la Declaración deseaban impedir que los derechos humanos se convirtiesen en una larga retahíla de intereses particulares, un rosario de reivindicaciones en continua expansión que atendiese a intereses y conveniencias particulares o a circunstancias históricas determinadas, descuidando el bien común. Pero hoy, sesenta años después de la proclamación de aquella carta de derechos, se afirma (¡lo afirman quienes se erigen en paladines de la misma!) que no existen verdades morales objetivas; o bien que, en el caso hipotético de que existan, la razón no puede penetrarlas. Esta concepción relativista de la verdad moral traiciona flagrantemente el espíritu de la Declaración, pues quienes la elaboraron partieron de la premisa de que la razón podía –como sostenía Aristóteles– determinar lo justo y lo injusto.
El premio Nobel Czeslaw Miloscz, al referirse a los cimientos racionales, éticos y antropológicos que fundamentan los Derechos Humanos, nos alertaba sobre el peligro de que «aquellas bellas y emotivas palabras» se convirtieran en realidad en una suerte de decorado que encubriese un abismo sin fondo. «¿Durante cuánto tiempo –se preguntaba– nos mantendremos a flote si se retira su base?» Y es que, cuando la base sobre la que se fundan los derechos humanos empieza a ser discutida, la Declaración se convierte en un texto muy vulnerable. Asistimos hoy a una paradoja lastimosa: a la vez que Occidente exhorta al resto del mundo a respetar los derechos humanos, se niega a definir de forma objetiva el significado de tales derechos; a la vez que arbitra sanciones para aquellas naciones que conculcan los derechos humanos, Occidente está debilitando tales derechos como fuentes de autoridad. Paralelamente, desde instancias gubernativas occidentales surgen constantes proyectos de «extensión de derechos», que no son sino la golosina con la que se crean nuevas remesas de votantes satisfechos en sus apetencias particulares.
Durante los juicios de Nuremberg se estableció que existe una «ley moral superior», común a todos los seres humanos y susceptible de ser conocida por todos, que prohíbe la sumisión a leyes injustas. Los Derechos Humanos establecen esa ley moral superior, «modelo común para todos los seres humanos» –como reza el preámbulo de la Declaración–, y no algo que puedan cambiar los políticos a su antojo. Los autores de la Declaración quisieron plasmar solemnemente la visión de la dignidad humana, válida para cualquier cultura, que podía alcanzarse a través de la razón. Y explicitaron que los derechos humanos son «inviolables e inherentes»; esto es, que nadie puede cambiarlos, porque son innatos, porque pertenecen a todos los hombres por el hecho de ser humanos, porque se desprenden de la propia naturaleza humana. Pero hete aquí que ahora esos derechos inherentes a la propia naturaleza humana se cambian según el antojo del politiquillo de turno, tal vez porque ni siquiera se reconoce la existencia de una «naturaleza humana».
No hay comentarios:
Publicar un comentario