CAPITULO 4: RELIGIÓN Y LAICISMO
ANDRÉS OLLERO. Universidad Rey Juan Carlos (Madrid).
En un contexto de cambio cultural, caracterizado, en el caso europeo, por la inédita
cohabitación con grupos culturales heterogéneos. la primera cuestión que nos sale al paso es si cabe aspirar a una convivencia intercultural o si resulta obligado resignarse a una mera coexistencia multicultural.
Por paradójico que suene, el síndrome de abstinencia generado tras el abandono del derecho natural en el museo resulta acuciante. Se lo niega, por su obligado fundamento metafísico y por la sospecha de afinidad confesional, pero se clama a la vez retóricamente por una ética universal que sirva de común punto de referencia. No importaría que ésta no tenga fundamento conocido, siempre que se logre que acabe viéndose asumida como nueva religión civil.
El planteamiento es tan poco coherente que no ha tardado en corregirse desde puntos de partida tan diversos como influyentes. Para Rawls, por ejemplo, lo religioso aparecerá como uno de los elementos alimentadores de ese consenso entrecruzado en que se solaparían las más consistentes propuestas de razón pública (1). Habermas, por su parte, no dejará de insinuar lo ridículo que sería convertir la ciencia en nueva religión. al preguntarse si no serán más bien las "religiones mundiales" capítulos decisivos de la emergencia y desarrollo histórico de la razón (2). No llega, sin embargo a aclararnos qué debemos entender por religión 'mundial'; si nos remite con ello a un mero balance estadístico o les atribuye alguna mayor vecindad con lo racional.
Por otra parte, el consenso, al que se había recurrido para suplir el vacío del derecho natural, aparece ahora más bien como amenaza. Se apoyaba por definición en un suelo integrador mayoritariamente compartido; pero esto, desde una opción multicultural, atentaría contra la rica diversidad de las minorías.
La religión, sin embargo, no resulta hoy acogida en muchos planteamientos ni siquiera como minoría enriquecedora. Se la vincula más bien a un fundamento tan sólido que de él sólo cabría esperar estridencias fundamentalistas. Se le atribuye incluso, de modo cuasilombrosiano, una irrefrenable querencia hacia lo violento, que la convertiría en elemento perturbador de lo público. No es extraño pues que, aunque en aras de la tradición se la conserve dentro de los catálogos de derechos, se ejerza hacia el creyente una actitud que tiene más de graciable tolerancia que de reconocimiento de una exigencia de justicia.
De ahí que se postule, como panacea, un laicismo que separa celosamente a los poderes
públicos de toda contaminación con lo religioso, obligadarnente remitido a la privada intimidad personal.
Aunque la presunta neutralidad del laicismo no resiste el menor análisis, llega a resultar persuasiva para muchos creyentes. Este fenómeno puede deberse a que suscriben inconscientemente un concepto un tanto perplejo de la laicidad, deudor de una acrítica impronta grociana. El "etsi Deus no daretur..." remitía a unas exigencias de derecho natural accesibles a la razón, lo que eximía de toda apelación a lo sobrenatural. De ahí puede derivarse la aceptación de una curiosa asimetría de trato entre planteamientos transcendentes e inmanentes. Mientras los primeros se verían obligados a desprenderse de su prescindible voladizo superior, tan legítimo como inadecuado para el diálogo civil, el inmanentismo, por neutral, se convertiría en lengua franca a la hora de articular dicho diálogo. El creyente habría de traducir su propuesta a términos agnósticos, pero no viceversa.
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