Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
sábado, 21 de noviembre de 2020
Una nueva tiranía
martes, 10 de noviembre de 2020
El feminismo contra la "ley trans"
viernes, 31 de julio de 2020
La dignidad perdida
miércoles, 27 de mayo de 2020
Estado y Religión
Así titula Carlos Asenjo Sedano el artículo que publicó Ideal el pasado lunes 25 de mayo. El título me interesó, así que lo leí con atención, cosa que no suelo permitirme, por falta de tiempo.
Premio. No es que sea fan de Carlos Asenjo como sí lo soy de su hermano, el también escritor -ya fallecido- José Asenjo; pero cada vez me resulta más sugerente.
Total, que del artículo he entresacado estos tres párrafos, que van seguidos, porque me ha gustado lo que dicen y cómo se dice. El destacado en negrita es mío.
La Revolución, concretamente la francesa de 1789, alimentada por las teorías de la Ilustración, intentó –en su afán de dar la vuelta al proceso– crear un artilugio, el del ser supremo de Robespierre, que sustituyera el proceso tradicional, pero no funcionó, amén de utilizar la guillotina para ese cambio. Y dándole la vuelta a la pirámide, proclamaron que todo poder viene del pueblo –¡tan perecedero!...– dejando la religión en la base de la pirámide. Y como era lógico, enseguida, pasar a expulsarla de la estructura del Estado, de cualquier Estado.
El resultado ha sido, es, como es bien visible en el ejemplo de Europa, que los pueblos sin una base religiosa no aguantan mucho los avatares de la Historia, en su constante vendaval. No tienen ni la moral, ni el deseo, ni la fuerza suficientes para enfrentarse con las circunstancias adversas que se ofrecen cada día, mientras el hedonismo, la satisfacción personal, el placer, el sálvese quien pueda, el dar la espalda a toda batalla, el ignorar al próximo, el rehusar todo sacrificio y deber, sin esperar nada del mañana..., sin un agarradero religioso de mayor trascendencia como el de ayer, incapacita a los pueblos y a los hombres para enfrentarse con el enemigo que todo tiempo futuro lleva en sus entrañas.
En cualquier caso, entre aquella religión que ofrecía una esperanza a la postmortem que nos compensara de las muchas penalidades sufridas por todos los habitantes de esta tierra, en todos los tiempos, y este ateísmo de pan para hoy y nada para el mañana, es evidente que, hasta hoy, los pueblos han preferido aquella medicina, aunque muchos la tacharan de simple droga o un simple cabalgar sobre el mito de la ignorancia. Y así nos han privado de la esperanza posible de un mañana quizá más feliz, a cambio de una existencia siempre a caballo de la angustia vital.
miércoles, 13 de mayo de 2020
La presencia de la religión en el ámbito público. El artículo 16 de la Constitución Española
En la revista Sevilla Nuestra, primavera de 2020
1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
Andrés Ollero |
Entre unas cosas y otras, es fácil que uno acabe oyendo de vez en cuando alguna tontería. Nunca he oído sin embargo que alguien defienda la conveniencia de una igualdad ideológica, salvo que pretenda reinventar el partido único. Pero la estadística no perdona: he oído a algunos que se quejan de que en España no hay igualdad religiosa. Asunto distinto es cómo convivir en una sociedad pluriconfesional.
Tan absurdo como impedir la libre manifestación de la propia concepción del mundo sería el intento laicista de privatizar la vivencia religiosa, como si se la considerara perturbadora de la convivencia social. Ya suena demasiado a viejo aquello de considerar a lo religioso como el opio del pueblo, pero -quizá inconscientemente- los laicistas parecen pretender replantearlo como si la religión debiera ser tratada como el tabaco del pueblo: fume usted poquito y en su casa.
El mantra que esgrime el laicista de turno es que no se puede imponer las propias convicciones a los demás; como si él mismo no tuviera convicciones. Ya Io escribió Machado: "Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato? Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?".
Por si no quedara claro, la primera línea del precepto arriba citado incluye a la vez la libertad de culto, con su inevitable proyección pública; a la vez que deja bien claro que no se trata de una mera piadosa actividad individual sino que incluye manifestaciones comunitarias, como las tan gozosamente abundantes en Sevilla.
El Tribunal Constitucional, al referirse al ejercicio de los derechos fundamentales, no deja de avisar que no hay derechos ilimitados. Los derechos son siempre libertad delimitada, para hacer posible la convivencia, e igualdad delimitada, para no ahogar la libertad. Al fin y al cabo la justicia, que aparece con una y otra como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1), no es sino el ajustamiento de libertad e igualdad.
El límite de las libertades ideológica y religiosa es sin embargo particularmente mínimo: lo estrictamente necesario para el mantenimiento del "orden público". (...) Tal orden es como el núcleo duro de los derechos fundamentales, ajenos a toda negociación. Por muy devotos que parecieran sus adeptos, no se consideraría constitucional una comunidad que se reuniera los miércoles para realizar sacrificios humanos, premiando al afortunado con pasar a mejor vida.
El segundo epígrafe de nuestro artículo es sin duda el menos conocido, lo que facilita que se vea con facilidad atropellado. Dice así: 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
Lo que tiende a olvidarse es su consecuencia: atenta a la convivencia democrática quien descalifica inquisitorialmente opiniones ajenas echándole a su autor en cara sus creencias religiosas; como si con ello estuviera profanando un ámbito público presuntamente neutro. Algo tan poco elegante como nombrarle a la madre. Bien experimentado lo tendrán quienes se atrevan a defender la vida del no nacido o del enfermo terminal.
Una sociedad religiosamente neutra sería tan poco democrática como una sociedad ideológicamente neutra. La frontera entre lo neutro y la neutralización es muy tenue. Sobre todo cuando, opinando uno seis y otro tres, llega el neutral de turno y lo soluciona a su manera: cero y todos contentos...
El epígrafe más enjundioso del artículo 16 acabará siendo el tercero, que pone en cuestión el dogma laicista de una obligada separación entre lo religioso y los poderes públicos, entendida como no contaminación. Quizá por alergia al incienso, se pretende imponer un espacio social libre de humos. El término "separación" ni siquiera está presente en la Constitución, que lo sustituye -como veremos- por otro bien distinto: cooperación.
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
Queda pues claro que el Estado español no es confesional. Cada ciudadano podrá tener la religión que libremente prefiera o no tener ninguna. Dejará en su contorno social, como es lógico, la huella de sus propias convicciones; como un ejemplo de pluralismo, reconocido también como valor superior del ordenamiento jurídico en el artículo que abre la Constitución.
Lejos de mostrarse ciegos ante lo religioso, los poderes públicos han de tenerlos en cuenta, no para ajustarle las cuentas, sino para ver el modo de atenderlos con la cooperación en cada caso más eficaz. A eso llama el Tribunal Constitucional laicidad positiva. Dado el pluralismo de confesiones religiosas, el resultado será obligadamente desigual; pero no de acuerdo con los caprichosos humores de quienes ejerzan el poder, sino del modo consiguiente a las creencias religiosas de sociedad española. De ahí la referencia a la Iglesia Católica, ausente en el anteproyecto de constitucional, pero incluida luego con el elocuente apoyo del mismísimo Santiago Carrillo.
martes, 18 de febrero de 2020
Algunas falacias sobre la eutanasia
Hablemos de eutanasia.
Algunas falacias sobre la eutanasia.
Por Francisco de Borja Santamaría en El Comercio, 17 de febrero de 2020
Foto: Ismael MS
La legalización de la eutanasia en España ha sido admitida a trámite en el Congreso de los Diputados con un amplio apoyo parlamentario. Los argumentos que se invocan para su aprobación se apoyan, sin embargo, en falacias. Son muchas más, pero me ocuparé sólo de algunas.
Resulta falaz presentar la legalización de la eutanasia como una solución ‘químicamente pura’, que consistiría, simplemente, en respetar la autonomía de la persona y el derecho de cualquier individuo a dejar de vivir cuando lo desee. Legalizar la eutanasia no obliga a nadie a recurrir a ella, se nos dice. Sobre el papel –el papel lo aguanta todo– es así, pero desgraciadamente la legalización de la eutanasia no consiste ‘simplemente’ en respetar la autonomía del individuo. Cuando una sociedad legaliza la eutanasia envía a todos los ciudadanos un mensaje diáfano: «Si tu vida es una carga para ti, para tu entorno o para la sociedad, deberías considerar seriamente la posibilidad de quitarte de en medio. Vivir en ciertas condiciones representa una indecencia». La persona anciana, enferma o impedida pasa, así, a tener que justificar su voluntad de vivir.
El planteamiento de que oponerse a la legalización de la eutanasia representa la imposición de unas ‘creencias’ irracionales de algunos al resto de la sociedad es otro argumento falaz. Según este tópico, la oposición a esta regulación procede de creencias religiosas que unos pocos intentan imponer al conjunto de la sociedad. Las leyes han de articularse sólo con razones (válidas para todos), no con creencias (particulares, por definición). La jugada, hay que reconocerlo, resulta bastante hábil porque demarca torticeramente dos territorios entre los que elegir: el de la razón o el de las creencias (irracionales, claro). Así, pues, no existirían argumentos racionales para oponerse a que una persona quiera quitarse la vida y a que la sociedad se lo facilite. El ‘no matarás’ en esta argumentación se presenta como un principio exclusivamente religioso. O sea, no representa un argumento racionalmente defendible.
Alguien que lea esto podría aducir quizá que la eutanasia no va de matar. Pero, sí. La eutanasia precisamente va de eso, de matar o de ayudar a quitarse la vida. El ‘ayudar a morir’ que se invoca no deja de ser un eufemismo. Éste es precisamente el gran salto de la eutanasia y lo que provoca rechazo: que procura positivamente la muerte. No es un mero ‘dejar morir’ y no caer en el ensañamiento terapéutico, no es un ‘ayudar a morir’ aliviando el sufrimiento. Es matar.
Tiene sentido discutir sobre si el imperativo de no matar admite excepciones o no. Pero sostener de antemano que admitir salvedades a la prohibición de matar es ‘lo racional’, mientras que no admitirlas sólo puede provenir de una creencia religiosa e irracional, resulta tramposo. ¿Por qué es más racional admitir excepciones al ‘no matarás’ que no hacerlo, que es, por otra parte, en lo que se ha sustentado nuestra civilización?
Bueno, se nos dirá, dejémonos que si racionalidad o que si creencias. Lo definitivo, en cualquier caso, es que cada persona pueda elegir cómo morir y que la sociedad no obligue a nadie a vivir contra su voluntad. Ya, pero entonces volvemos a lo dicho más arriba. ¿De verdad que legalizar la eutanasia ‘solo’ consiste en que a nadie se le obligue a vivir contra su voluntad? La realidad real es que para que algunos puedan ejercer su soberana voluntad de morir cómo y cuándo lo deseen, muchos morirán sin haberlo pedido y muchísimos más deberán pedir disculpas por no haber tenido la decencia de quitarse de en medio. Esto es lo que realmente significa legalizar el ‘derecho a morir’.
¿De verdad que no hay otras alternativas más humanitarias?*
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*Nota del editor: sí las hay. Empecemos por hablar de los cuidados paliativos.