martes, 8 de mayo de 2007

La vía romana

Nuestro modo de ser cultural es la situación de secundariedad en relación con una doble cultura anterior

Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, el 7 de mayo de 2007

No sabemos si Europa progresa o decae. Acaso su progreso consista en el retorno a sus fuentes originarias. Leo Strauss sabía que el progreso a veces consiste en el retorno. El siglo XX se abrió con pronósticos de decadencia y se cerró con un proceso de construcción política, que apenas pudieron soñar sus “padres fundadores”, después de la más atroz guerra civil. Un proceso valioso y ambiguo, preñado de aciertos y errores, que todavía no acertamos a comprender y valorar.

Pero acaso no terminamos de saber en qué consiste Europa. Todo hombre es heredero y toda grandeza es préstamo. Así, la de Europa, depositaria de una doble herencia que procede de Atenas y Jerusalén. No es difícil filiar nuestras raíces. Sí lo es determinar nuestra esencia. Un libro sabio, enviado por su traductor, Juan Miguel Palacios, amigo también sabio, profesor de Ética en la Complutense, arroja luz sobre la esencia europea. Su autor es Rémi Brague, profesor de Filosofía árabe en la Universidad de París I. Su título, Europa, la vía romana. Su fecha de aparición, 1992. No es poco lo que de él se puede aprender. Abre más vías a la modestia que a la presunción. Nuestra grandeza proviene de un doble y antiguo caudal ajeno: las fuentes griega y judía. La misión de Europa no ha consistido en crear, sino en acrecer ese doble caudal ajeno y preservarlo de la barbarie, propia y ajena. La palabra mágica es “Roma”. Europa es pura romanidad. Pero la esencia de Roma es más bien el complejo ante una grandeza ajena, compartida con otras culturas. Lo propio de la nuestra no reside, pues, tanto en su contenido como en la forma de conservarlo y transmitirlo. Europa es romana. Y ser romano consiste en la apropiación y renovación de lo antiguo y ajeno. Si podemos exhibir la universalidad de nuestra cultura es porque no se trata de una cultura particular, porque no somos autores ni señores de sus contenidos. Lo que distingue a Europa es su relación especial con las fuentes de las que bebe. “Ser romano” es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo, una barbarie que someter”. Lo que hace avanzar a Europa es esta tensión entre clasicismo y barbarie. Si aún podemos aspirar a ser modelo es porque lo que proponemos como ideal es tradición y bendito plagio. Nuestro modo de ser cultural es la situación de secundariedad en relación con una doble cultura anterior. Como los romanos se sentían secundarios frente al clasicismo griego, el cristianismo (y no el Islam, que refuta tanto al judaísmo como al cristianismo) se sabe heredero del judaísmo. “Haber llevado la secundariedad cultural al plano de la relación con lo Absoluto es cosa de la religión que ha marcado decisivamente a Europa, a saber, el cristianismo”. Naturalmente, esto no entraña una subordinación del hecho cristiano (la Encarnación y la Resurrección) al judaísmo, pero sí su derivación y dependencia. En este sentido, lo que el cristianismo aporta a la cultura europea no es tanto su contenido como su forma. Lo propio de Europa no es ella misma, sino la europeización. Europa es el resultado de la europeización, y no su causa.

Cuando Europa reivindica el universalismo, no se reivindica a sí misma, a sus propios contenidos, sino que apela a lo universal. ¿De dónde pueden provenir entonces las amenazas para Europa? No, desde luego, de fuera, sino de su interior, de ella misma. El mayor error sería considerar que aquello de lo que ella es portadora, que no creadora, no fuera sino su propia particularidad sólo válida para ella, y no merecedora de extenderse a otras culturas. Si podemos aprender de los autores clásicos, pretensión cada vez más extravagante, es porque merecen la pena, porque tienen algo que enseñarnos a todos los hombres, no sólo a los europeos. El imperialismo de una cultura particular es siempre injusto, pero el imperialismo de la verdad es la suprema expresión de la justicia. Pero esto entraña el reconocimiento de que sólo es europeo quien es capaz de asimilar esa tradición eterna y hacerse digno de ella. Entonces, no es absurdo pensar en la posibilidad de que los verdaderos europeos puedan habitar hoy más allá de nuestras fronteras. Si llegáramos a convertirnos en griegos barbarizados, en nuevos bárbaros apenas conscientes de nuestra propia barbarie, posibilidad nada desdeñable, que incluso algunos estiman en curso, entonces dejaríamos de ser europeos. Y, por el contrario, lo serían todos aquellos que, habiten donde habiten, aspiren al clasicismo y combatan la barbarie. Si pensamos que lo que portamos, como herencia universal, sólo tiene valor para nosotros mismos, renunciamos a la europeidad. Para que Europa sea fiel a sí misma, “habrá de ser consciente a la vez de su valor y de su indignidad. De su valor frente a la barbarie interna y externa a la que le es preciso dominar; y de su indignidad respecto de aquello de lo que ella no es más que mensajera y servidora”. Y esto es el cristianismo: mensajero y servidor de la verdad. Así entendido, defender el cristianismo no será sino defender la forma romana, la única posible, de la cultura europea: la vía donde confluyen Atenas y Jerusalén.

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