Los que se oponen a las libertades políticas emplean estrategias más insidiosas que nunca
Miguel A. Martínez Echeverría , en La Gaceta, el 4 de mayo de 2007
Nunca se pueden dar por garantizadas las libertades políticas. Una sociedad será libre mientras sus miembros sean celosos defensores de sus modos de vida, para lo cual es imprescindible que mediante el continuo ejercicio de esas libertades impidan que les sean arrebatadas. Para eso se requiere, como dice Maritain, mantener esa fe en el hombre, siempre amenazada por el falso realismo de los cortos de vista, de los que viven sin esperanza, de lo que se conforman con un tibio puñado de baratijas. Cuando se abandona la paciente lucha por superarse en el servicio a los otros, que es el ejercicio de la libertad, cuando se busca la propia comodidad, que es la esencia de la esclavitud, se pierde la fe en el hombre, y a modo de justificación se alega que hay que ser realista, que el hombre es vil, brutal y despreciable. En ese ambiente de pesimismo y derrota, bulle el caldo de cultivo de esos gérmenes liberticidas que son las mentalidades clericales y laicistas.
Los que hoy amenazan la fe en el hombre, los que se oponen a las libertades políticas, emplean estrategias más insidiosas que nunca. No se presentan como propugnadores de recortes de libertades, que es lo que siempre han pretendido, sino como adalides de nuevas e insólitas libertades. Tratan de convencer a espíritus débiles que mientras no exista el derecho al aborto, al uso utilitario de lo sexual, a la disolución de la familia, a la eliminación del anciano y del enfermo, y a todo lo que impida la buena vida de ese nuevo señor de la historia en que se ha erigido el individuo rico y hedonista, no se puede hablar de una “democracia plena, progresista y consolidada”. A estos falsos defensores de supuestas libertades habría que decirles con John Stuart Mill que si no buscan la libertad por sí misma, sino en razón de la comodidad que les proporciona, es porque tienen alma de esclavo. Entienden la libertad como exigencia del propio vientre. Pero no hay que dejarse engañar, el enemigo de la fe en el hombre, y por tanto de las libertades políticas, siempre ha sido el mismo. Podría ser representado por la figura de una bestia con dos cabezas: el clericalismo y el laicismo. Por todos los medios tratan ambos de patear al hombre, de impedir el ejercicio de su libertad. Sólo les une su ambición de poder, su desprecio a la autoridad que surge de la dignidad de la persona humana. Para unos, los clericales, habría que convertir el Estado en Iglesia, para otros, los laicistas, habría que convertir la Iglesia en Estado. Un mismo objetivo, bajo dos apariencias distintas, suprimir el espacio de ejercicio de la libertad humana.
Sucesos reflejados en la prensa de estos días ponen de manifiesto que laicistas y clericales comparten el mismo fatalismo. Clericales de siempre, que ahora se presentan como teólogos de la liberación, se manifiestan como la quintaesencia del laicismo. Están convencidos que sólo el poder de la bestia tiene fuerza liberadora. Demuestran con sus hechos que no creen en la bondad y la verdad del hombre redimido por Dios, sino sólo en lo que ellos hacen y piensan. Su libertad consiste, como la de los terroristas, en emplear la violencia contra la que se opone a sus tristes deseos.
El más fuerte apoyo a la libertad ciudadana, lo que más enfurece a clericales y laicistas, es una Iglesia no sometida al poder y que pueda anunciar con toda libertad la verdad sobre el hombre. Cuenta Newman que el prefecto imperial de Bizancio no pudo reprimir decirle al gran Basilio: "Nadie hasta ahora había osado hablarme con tanta libertad", a lo que respondió Basilio, "Quizás hasta ahora no habías hablado con un obispo". Para vivir en libertad no se necesita más poder, ni más control, como acostumbran a pensar clericales y laicistas, sino mayor empeño en alentar la manifestación de la verdad que se esconde en cada hombre, que no es otra cosa que dejar que mediante el ejercicio brote la fuente de toda libertad.
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