Fuente: Viajar a Madrid |
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
miércoles, 18 de diciembre de 2013
domingo, 15 de diciembre de 2013
Fe de errores sobre fe de errores
Leo en sección de Cartas al director del diario IDEAL de Granada una Fe de errores que da cuenta de la corrección que el catedrático de la UGR, José Rodríguez Gordillo, hizo a su propia carta, rectificando la autoría del famoso "¡No es esto, no es esto!" de Ortega y Gasset.
Lástima que el profesor Rodríguez Gordillo no completase la corrección cambiando la cita y no al autor de la cita, pues ahora le queda un error más gordo, que supongo debido a confusión más que a ignorancia o, eso espero, a la reconstrucción de la Historia que algunos pretenden, con esa matraca, nada inocente, de la Memoria Histórica, tan oportunamente reflejada por Orwell en su famosa novela 1984.
En su carta, Rodríguez Gordillo escribe "Como decía Unamuno (alguien debió soplarle luego que fue Ortega y Gasset) ante las atrocidades y deriva totalitaria de la rebelión franquista: «no es esto, no es esto»". Es de sobra conocido que esta expresión aparece al final de Un aldabonazo, publicado el 9 de septiembre de 1931 en el diario Crisol ante la deriva radical de la República: Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!».
El ejemplo sirve igual de bien al objeto de la carta del profesor de la UGR -criticar a los que reventaron la conferencia de Rubalcaba en esa universidad-; salvo por el pequeño inconveniente de que deja en mal lugar a la II República en vez de al franquismo: y esta sí que es una grave falta de corrección política.
Lástima que el profesor Rodríguez Gordillo no completase la corrección cambiando la cita y no al autor de la cita, pues ahora le queda un error más gordo, que supongo debido a confusión más que a ignorancia o, eso espero, a la reconstrucción de la Historia que algunos pretenden, con esa matraca, nada inocente, de la Memoria Histórica, tan oportunamente reflejada por Orwell en su famosa novela 1984.
En su carta, Rodríguez Gordillo escribe "Como decía Unamuno (alguien debió soplarle luego que fue Ortega y Gasset) ante las atrocidades y deriva totalitaria de la rebelión franquista: «no es esto, no es esto»". Es de sobra conocido que esta expresión aparece al final de Un aldabonazo, publicado el 9 de septiembre de 1931 en el diario Crisol ante la deriva radical de la República: Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!».
El ejemplo sirve igual de bien al objeto de la carta del profesor de la UGR -criticar a los que reventaron la conferencia de Rubalcaba en esa universidad-; salvo por el pequeño inconveniente de que deja en mal lugar a la II República en vez de al franquismo: y esta sí que es una grave falta de corrección política.
jueves, 21 de noviembre de 2013
lunes, 23 de septiembre de 2013
Laicidad positiva
Por Javier Pereda Pereda. IDEAL Jaén, viernes 20.09.13
Con la vuelta a las aulas en este nuevo curso, el ministro de Educación francés, Paillon, ha trazado el ambicioso proyecto de refundar los valores de la República desde la escuela, implantando la Carta de la laicidad que rige desde hace unos días en los colegios franceses. Seguramente, el Gobierno de Hollande pretenda con este cambio radical en la educación encontrar una solución al auge considerable de la comunidad islámica, a base de impedir toda clase de convicciones religiosas y exhibición de signos de esta naturaleza. Esta declaración de quince puntos afirma respetar todas las creencias, garantizar la libertad de la conciencia y permitir la libertad de expresión, para acto seguido –sin pensar que se puede caer en una flagrante contradicción- establecer que está prohibido llevar objetos o prendas por los cuales los alumnos manifiestan ostensiblemente una pertenencia religiosa, ya sea el velo islámico, la ‘kipá’, o el crucifijo.
En definitiva, al proclamar e intentar conciliar principios aparentemente antagónicos como la libertad y la igualdad, en este conflicto de valores se decanta por un prohibicionismo igualitarista, cercenando cualquier posible atisbo al pluralismo de las creencias en una sociedad democrática, que en nuestro ordenamiento también está catalogado como un valor superior. Para fundamentar estas medidas se invoca una mal entendida separación entre la Iglesia y el Estado, un erróneo concepto de laicidad y una falsa neutralidad del Estado. Este cambio en la orientación de la enseñanza pública en las escuelas, al que estableciera en su día Sarkozy, parece ser una reacción jacobina e ilustrada, trasladándonos a la Francia de la revolución, como si todavía estuviera presente el adversario del Sacro Imperio Romano Cristiano en la Edad Media.
A veces se olvida que fue el cristianismo quien introdujo el principio dual de la separación de la unidad política y religiosa de la polis griega, distinguiendo la distinta atribución de competencias al César y a Dios. En los primeros cuatro siglos del cristianismo es cuando se asienta, con Agustín de Hipona, la distinción entre la ciudad de Dios y del Estado, implantando el principio de la libertad religiosa para todos, paganos y cristianos, plasmado en el Edicto de Milán. Ciertamente, la cuestión religiosa se enturbió con el «cuius regio, eius religio», por lo que la fe se imponía con el poder de la espada, y la religión de los súbditos era la del rey que gobernaba. Pero, actualmente, con el Concilio Vaticano II, existe un volver a los primigenios tiempos del cristianismo, con la separación –que no exclusión y supresión– entre los poderes públicos y el fenómeno religioso.
Así es como lo regula nuestra Constitución e interpreta el Tribunal Constitucional, con las relaciones de necesaria cooperación entre los poderes públicos y las demás confesiones religiosas, en un Estado aconfesional. Desde que Teodosio, en el Edicto de Tesalónica, impusiera el catolicismo como la única religión lícita, hasta llegar al otro extremo, el de la edad moderna, que pretende relegar cualquier atisbo de la religión al ámbito privado, hay un término medio, y este se llama libertad religiosa. La ‘laicité’ que se preconiza para la escuela francesa es errónea, y nada tiene que ver con la ‘laicidad positiva’ y aconfesional que hace posible la coexistencia y cooperación de los poderes públicos con lo religioso.
No deja de ser un sofisma que al apelar a la aparente neutralidad del Estado, en el fondo lo que se esté haciendo realmente sea neutralizar, a efectos prácticos, todas aquellas legítimas convicciones religiosas existentes, con la consiguiente suplantación e imposición de la confesional religión civil a modo roussoniano. Eso sí, proclamando de forma huera los principios de igualdad, libertad y laicidad que han sido vaciados de contenido para ser sustituidos por otros sucedáneos. Los totalizantes ecos laicistas – que no de laicidad- de nuestro país vecino, están teniendo reflejo en la mayoría de la izquierda política española, por lo que ahora quieren promover en el Congreso esta ideología, para intentar asestar un ataque frontal a la libertad religiosa, a la que tanto denuestan, siempre bajo la apariencia de neutralidad.
Con la vuelta a las aulas en este nuevo curso, el ministro de Educación francés, Paillon, ha trazado el ambicioso proyecto de refundar los valores de la República desde la escuela, implantando la Carta de la laicidad que rige desde hace unos días en los colegios franceses. Seguramente, el Gobierno de Hollande pretenda con este cambio radical en la educación encontrar una solución al auge considerable de la comunidad islámica, a base de impedir toda clase de convicciones religiosas y exhibición de signos de esta naturaleza. Esta declaración de quince puntos afirma respetar todas las creencias, garantizar la libertad de la conciencia y permitir la libertad de expresión, para acto seguido –sin pensar que se puede caer en una flagrante contradicción- establecer que está prohibido llevar objetos o prendas por los cuales los alumnos manifiestan ostensiblemente una pertenencia religiosa, ya sea el velo islámico, la ‘kipá’, o el crucifijo.
En definitiva, al proclamar e intentar conciliar principios aparentemente antagónicos como la libertad y la igualdad, en este conflicto de valores se decanta por un prohibicionismo igualitarista, cercenando cualquier posible atisbo al pluralismo de las creencias en una sociedad democrática, que en nuestro ordenamiento también está catalogado como un valor superior. Para fundamentar estas medidas se invoca una mal entendida separación entre la Iglesia y el Estado, un erróneo concepto de laicidad y una falsa neutralidad del Estado. Este cambio en la orientación de la enseñanza pública en las escuelas, al que estableciera en su día Sarkozy, parece ser una reacción jacobina e ilustrada, trasladándonos a la Francia de la revolución, como si todavía estuviera presente el adversario del Sacro Imperio Romano Cristiano en la Edad Media.
A veces se olvida que fue el cristianismo quien introdujo el principio dual de la separación de la unidad política y religiosa de la polis griega, distinguiendo la distinta atribución de competencias al César y a Dios. En los primeros cuatro siglos del cristianismo es cuando se asienta, con Agustín de Hipona, la distinción entre la ciudad de Dios y del Estado, implantando el principio de la libertad religiosa para todos, paganos y cristianos, plasmado en el Edicto de Milán. Ciertamente, la cuestión religiosa se enturbió con el «cuius regio, eius religio», por lo que la fe se imponía con el poder de la espada, y la religión de los súbditos era la del rey que gobernaba. Pero, actualmente, con el Concilio Vaticano II, existe un volver a los primigenios tiempos del cristianismo, con la separación –que no exclusión y supresión– entre los poderes públicos y el fenómeno religioso.
Así es como lo regula nuestra Constitución e interpreta el Tribunal Constitucional, con las relaciones de necesaria cooperación entre los poderes públicos y las demás confesiones religiosas, en un Estado aconfesional. Desde que Teodosio, en el Edicto de Tesalónica, impusiera el catolicismo como la única religión lícita, hasta llegar al otro extremo, el de la edad moderna, que pretende relegar cualquier atisbo de la religión al ámbito privado, hay un término medio, y este se llama libertad religiosa. La ‘laicité’ que se preconiza para la escuela francesa es errónea, y nada tiene que ver con la ‘laicidad positiva’ y aconfesional que hace posible la coexistencia y cooperación de los poderes públicos con lo religioso.
No deja de ser un sofisma que al apelar a la aparente neutralidad del Estado, en el fondo lo que se esté haciendo realmente sea neutralizar, a efectos prácticos, todas aquellas legítimas convicciones religiosas existentes, con la consiguiente suplantación e imposición de la confesional religión civil a modo roussoniano. Eso sí, proclamando de forma huera los principios de igualdad, libertad y laicidad que han sido vaciados de contenido para ser sustituidos por otros sucedáneos. Los totalizantes ecos laicistas – que no de laicidad- de nuestro país vecino, están teniendo reflejo en la mayoría de la izquierda política española, por lo que ahora quieren promover en el Congreso esta ideología, para intentar asestar un ataque frontal a la libertad religiosa, a la que tanto denuestan, siempre bajo la apariencia de neutralidad.
domingo, 22 de septiembre de 2013
Los 15 mandamientos del laicismo
"En el laicismo los protagonistas son las iglesias y el Estado, y todo consiste en organizar sus relaciones. La laicidad positiva sitúa en el centro el derecho a la libertad religiosa de cada ciudadano, que es el protagonista; mientras su Estado y su iglesia deben estar al servicio de sus derechos".Francia instruye a sus alumnos en los 15 "mandamientos" del laicismo, titula El País el pasado día 10. La laicidad positiva de Sarkozy ha degenerado en esta nueva imposición del laicismo socialista francés, mucho más basto (con b) y dogmático.
Los deberes del alumnos republicano que van a colgar de los tablones de anuncios de las escuelas francesas suenan a esas listas propias de todo totalitarismo: el Buen Ario, el Buen Hijo, el Buen Proletario, el Buen Revolucionario... Darán lugar, si nadie lo remedia, a toda esa retahíla de corrección bienpensante, de ortodoxia y de denuncia que tanto asfixia la vida y el pensamiento.
Por otro lado, la redacción de la Charte de la laïcité à l'école es indigna de la tradición literaria francesa, y sus muchas contradicciones ofenden la herencia jurídica de Roma y la razón, tan reverenciada allí; tropieza hasta con la razón cartesiana.
Andrés Ollero, Magistrado del Tribunal Constitucional, ha respondido para Páginas Digital a las preguntas de José María Gutiérrez Montero sobre esta cuestión:
¿La "Carta de la laicidad de la escuela" presentada en Francia es una expresión de laicismo?
Se echa de menos la distinción entre laicismo, del que se habla en toda ella, y laicidad que solo aparece, como si fuera sinónima, en el último punto. Ya desde el punto 2 queda claro que se opta por el “laicismo”, al hablarse de “separación” entre religión y poderes públicos; a diferencia del artículo 16.3 de nuestra Constitución, que opta por la cooperación de estos poderes con las confesiones religiosas de acuerdo con su respectiva presencia en la sociedad, suscribiendo lo que el Tribunal Constitucional ha caracterizado como “laicidad positiva”.
¿Ha dado un paso atrás Hollande respecto a Sarkozy?
La ausencia de diferencia entre laicismo y laicidad positiva es crucial y reduce a matices esos dos enfoques. Creo que el problema gira en torno a un concepto –neutralidad- cuya compatibilidad con el pluralismo –valor superior en nuestra Constitución- puede convertirse en misterioso. Está muy extendido el temor de que el laicismo se convierta en una religión civil con alcance confesional. Si cada cual pone de manifiesto sus convicciones religiosas queda patente el pluralismo; obligar a todos a disimularlas puede, para más de uno, acabar resultando más neutralizador que neutral.
¿Cuál es la diferencia entre el laicismo clásico francés y la laicidad positiva de la que hablaba Benedicto XVI?
En el laicismo los protagonistas son las iglesias y el Estado –así se plantea en el citado punto 2- y todo consiste en organizar sus relaciones. La laicidad positiva sitúa en el centro el derecho a la libertad religiosa de cada ciudadano, que es el protagonista; mientras su Estado y su iglesia deben estar al servicio de sus derechos.
¿La carta limita libertades al no dejar usar símbolos religiosos?
Puede ser la consecuencia de la enigmática neutralidad. No sé que puede tener de perturbador una kipá, un velo islámico o un crucifijo. Puede resultar chocante que el creyente para comparecer en público deba disfrazarse, abandonando sus signos de identidad; se sustituye así pluralismo por uniformidad.
martes, 20 de agosto de 2013
Derecho y Humanidades
Por Andrés Ollero. Catedrático de Filosofía del Derecho de la URJC. Miembro de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Magistrado del Tribunal Constitu¬cional. Doctor honoris causa por la Universi¬dad de Alba Iulia (Rumanía). Gran Cruz de Alfonso X el Sabio.
Extracto de su artículo en Donde habita el olvido. Las Humanidades hoy. Luis Palacios Bañuelos. CSED S.L., 2013
Quizá habría que comenzar por preguntarse qué es eso de las Humanidades, porque Humanidad sólo hay una. Pienso que sería un error considerar como tales a un conjunto de conocimientos de problemático encaje en el marco metodológico científico-positivo, vinculado al contraste empírico y a la aplicabilidad técnica. Por esa línea circularon en su momento las llamadas ciencias del espíritu o, decenios después, determinadas versiones de las ciencias sociales. A mi modo de ver, no se trata sin embargo de que nos ocupemos de objetos de conocimiento peculiares, sino de cultivar un tipo de conocimientos que, más que aumentar nuestro caudal de información, nos hacen más humanos.
Desde ese punto de partida, las humanidades no tienen tanto que ver con la aclaración de hechos como con la comprensión de su sentido. La historia, por ejemplo, es una de las humanidades no porque, ocupándose de hechos pasados, nos ofrezca una crónica de lo que pasó, sino en la medida en que nos ayude a captar el sentido del presente. De ello se ocupó Gadamer, al hablarnos en su obra Verdad y Método de una “wirkungsgechichtliches Bewusstsein” o consciencia histórico-efectiva.
Los griegos ya fueron conscientes de la importancia de las huma-nidades cuando pasaron de ocuparse de la cosmología a profundizar en la antropología. Preguntándose por sí mismo, el hombre no sabía simplemente más, al contar con la ética o la política como nuevas disciplinas, sino que se hacía más humano: por la dimensión de reflexión personal y crítica que las preguntas que ahora se planteaban llevaban consigo.
El positivismo ha actuado como una auténtica plaga, al identificar caprichosamente racionalidad con ciencia y ciencia con una determinada metodología, con querencia —frustrada no pocas veces— hacia una verificación empírica. La ciencia positiva es sin duda relevante, al brindar márgenes considerables de certeza y cuotas rentables de aplicabilidad técnica. El problema surge cuando se ocultan sus límites, porque se acostumbra así a considerar inexistente o sin importancia todo aquello de lo que su método no puede darnos cuenta. El método científico no puede decirnos nada sobre el sentido de la realidad. El fideísmo científico invita a despreocuparse del sentido de las cosas y condena a acabar generando, en el ámbito personal y social, una realidad sin sentido.
Cuando una cultura no se deja esclavizar por la plaga positivista, sin perjuicio de beneficiarse de los frutos de la ciencia, entiende perfectamente que un cultivador de las humanidades pueda ser un óptimo gestor empresarial, sin necesidad de acreditar capacidades técnicas. Se ha tendido a alabar por ello al mundo anglosajón o al modelo universitario humboldtiano. Lo importante es saber actuar con buen sentido y ser capaz de comprender (que no es un mero entender esclarecedor) los datos técnicos que se nos brindan.
Se convirtió en un tópico hablar de la licenciatura en Derecho como de la carrera de las salidas. Una visión miope de la cuestión lo atribuiría a que dicha titulación académica habilitaba para concursar en numerosas oposiciones a plazas de la Administración Pública; o a que abría un flexible y variopinto campo de acción en el ámbito de la abogacía o la consultoría jurídica. Siendo ello cierto, he pensado siempre algo bastante distinto. Aconsejaría estudiar derecho a alumnos de no demasiada capacidad intelectual, porque se trata de una titulación de contenidos memorizables sin excesiva complicación y con una tradición evaluadora no demasiado exigente; pero, sobre todo, animaría a estudiar derecho a los alumnos particularmente inteligentes, porque en una sociedad como la actual se convierte en una de las más relevantes Humanidades o incluso, si se me aprieta, en la Humanidad por excelencia. En la medida en que así fuera, es lógico que pueda acabar brindando salidas innumerables.
Extracto de su artículo en Donde habita el olvido. Las Humanidades hoy. Luis Palacios Bañuelos. CSED S.L., 2013
Quizá habría que comenzar por preguntarse qué es eso de las Humanidades, porque Humanidad sólo hay una. Pienso que sería un error considerar como tales a un conjunto de conocimientos de problemático encaje en el marco metodológico científico-positivo, vinculado al contraste empírico y a la aplicabilidad técnica. Por esa línea circularon en su momento las llamadas ciencias del espíritu o, decenios después, determinadas versiones de las ciencias sociales. A mi modo de ver, no se trata sin embargo de que nos ocupemos de objetos de conocimiento peculiares, sino de cultivar un tipo de conocimientos que, más que aumentar nuestro caudal de información, nos hacen más humanos.
Desde ese punto de partida, las humanidades no tienen tanto que ver con la aclaración de hechos como con la comprensión de su sentido. La historia, por ejemplo, es una de las humanidades no porque, ocupándose de hechos pasados, nos ofrezca una crónica de lo que pasó, sino en la medida en que nos ayude a captar el sentido del presente. De ello se ocupó Gadamer, al hablarnos en su obra Verdad y Método de una “wirkungsgechichtliches Bewusstsein” o consciencia histórico-efectiva.
Los griegos ya fueron conscientes de la importancia de las huma-nidades cuando pasaron de ocuparse de la cosmología a profundizar en la antropología. Preguntándose por sí mismo, el hombre no sabía simplemente más, al contar con la ética o la política como nuevas disciplinas, sino que se hacía más humano: por la dimensión de reflexión personal y crítica que las preguntas que ahora se planteaban llevaban consigo.
El positivismo ha actuado como una auténtica plaga, al identificar caprichosamente racionalidad con ciencia y ciencia con una determinada metodología, con querencia —frustrada no pocas veces— hacia una verificación empírica. La ciencia positiva es sin duda relevante, al brindar márgenes considerables de certeza y cuotas rentables de aplicabilidad técnica. El problema surge cuando se ocultan sus límites, porque se acostumbra así a considerar inexistente o sin importancia todo aquello de lo que su método no puede darnos cuenta. El método científico no puede decirnos nada sobre el sentido de la realidad. El fideísmo científico invita a despreocuparse del sentido de las cosas y condena a acabar generando, en el ámbito personal y social, una realidad sin sentido.
Cuando una cultura no se deja esclavizar por la plaga positivista, sin perjuicio de beneficiarse de los frutos de la ciencia, entiende perfectamente que un cultivador de las humanidades pueda ser un óptimo gestor empresarial, sin necesidad de acreditar capacidades técnicas. Se ha tendido a alabar por ello al mundo anglosajón o al modelo universitario humboldtiano. Lo importante es saber actuar con buen sentido y ser capaz de comprender (que no es un mero entender esclarecedor) los datos técnicos que se nos brindan.
Se convirtió en un tópico hablar de la licenciatura en Derecho como de la carrera de las salidas. Una visión miope de la cuestión lo atribuiría a que dicha titulación académica habilitaba para concursar en numerosas oposiciones a plazas de la Administración Pública; o a que abría un flexible y variopinto campo de acción en el ámbito de la abogacía o la consultoría jurídica. Siendo ello cierto, he pensado siempre algo bastante distinto. Aconsejaría estudiar derecho a alumnos de no demasiada capacidad intelectual, porque se trata de una titulación de contenidos memorizables sin excesiva complicación y con una tradición evaluadora no demasiado exigente; pero, sobre todo, animaría a estudiar derecho a los alumnos particularmente inteligentes, porque en una sociedad como la actual se convierte en una de las más relevantes Humanidades o incluso, si se me aprieta, en la Humanidad por excelencia. En la medida en que así fuera, es lógico que pueda acabar brindando salidas innumerables.
lunes, 20 de mayo de 2013
Un poco de doctrina social
Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, sábado 11 de mayo de 2013
Escribía Chesterton que el mundo moderno había sido invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. A simple vista, parece tan solo una frase eufónica; pero creo que es el diagnóstico más certero y sintético que se puede ofrecer de nuestra época. Las virtudes se vuelven locas cuando son aisladas unas de otras, cuando son desgajadas del tronco común que les da sustento. Este aislamiento de las virtudes lo podemos contemplar por doquier: así, por ejemplo, la justicia sin misericordia no tarda en corromperse y volverse crueldad; y la misericordia sin justicia acaba degenerando en laxitud y buenismo.
Si analizamos las ideologías modernas (que alguien definió como «herejías cristianas»), comprobaremos que todas ellas son producto de esta escisión de las virtudes cristianas: la libertad sin verdad, la justicia sin caridad, etcétera. Pero la invasión de las virtudes locas no es un fenómeno propio tan solo del mundo secular, sino que extiende también su gangrena en el propio ámbito católico. Benedicto XVI lo denunció en diversas ocasiones, refiriéndose a la «esquizofrenia entre la moral individual y la pública» que aqueja a muchos creyentes, de tal modo que «en la esfera privada actúan como católicos, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del Evangelio».
Según esta esquizofrenia propia de un mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas, un empresario podría ser amantísimo esposo y padre de familia y, al mismo tiempo, defraudar el jornal de sus trabajadores. Y así ocurre con muchos; solo que quien defrauda el jornal al trabajador acaba también engañando a su mujer y a sus hijos, tarde o temprano. Sobre este peligro ya advertía Juan XXIII en su encíclica Mater et Magistra, cuando señalaba que «la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana»; y es que, en efecto, poco sentido tendría defender la vida y la familia si al mismo tiempo no se defendiera una concepción del trabajo que permita a las personas criar dignamente a sus hijos.
El trabajo nos recordaba Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens es una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que esta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Defender la vida y la familia y, al mismo tiempo, callar ante la depauperación de las condiciones de trabajo es esquizofrénico.
En los últimos años he estudiado mucho la doctrina social de la Iglesia en torno al trabajo, para descubrir que sus enseñanzas han sido olvidadas incluso por los propios católicos. Esto es un triunfo del mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas; y también una causa evidente de que la doctrina católica sobre la vida humana se haya vuelto ininteligible, incluso inhumana, a los ojos de muchos. Pues, ciertamente, resulta arduo combatir por ejemplo el aborto cuando no se combaten las condiciones laborales indignas que a mucha gente le impiden o dificultan tener más hijos.
Escribía Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus: «La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos».
El propio Juan Pablo II, en Laborem Exercens, recordaba que es obligación de los cristianos «recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad». Y añadía que la mayor verificación de su fidelidad a Cristo la muestra el cristiano en su compromiso con los pobres, que «aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo -es decir, por la plaga del desempleo-, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia». Quien tenga oídos para oír que oiga.
Escribía Chesterton que el mundo moderno había sido invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. A simple vista, parece tan solo una frase eufónica; pero creo que es el diagnóstico más certero y sintético que se puede ofrecer de nuestra época. Las virtudes se vuelven locas cuando son aisladas unas de otras, cuando son desgajadas del tronco común que les da sustento. Este aislamiento de las virtudes lo podemos contemplar por doquier: así, por ejemplo, la justicia sin misericordia no tarda en corromperse y volverse crueldad; y la misericordia sin justicia acaba degenerando en laxitud y buenismo.
Si analizamos las ideologías modernas (que alguien definió como «herejías cristianas»), comprobaremos que todas ellas son producto de esta escisión de las virtudes cristianas: la libertad sin verdad, la justicia sin caridad, etcétera. Pero la invasión de las virtudes locas no es un fenómeno propio tan solo del mundo secular, sino que extiende también su gangrena en el propio ámbito católico. Benedicto XVI lo denunció en diversas ocasiones, refiriéndose a la «esquizofrenia entre la moral individual y la pública» que aqueja a muchos creyentes, de tal modo que «en la esfera privada actúan como católicos, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del Evangelio».
Según esta esquizofrenia propia de un mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas, un empresario podría ser amantísimo esposo y padre de familia y, al mismo tiempo, defraudar el jornal de sus trabajadores. Y así ocurre con muchos; solo que quien defrauda el jornal al trabajador acaba también engañando a su mujer y a sus hijos, tarde o temprano. Sobre este peligro ya advertía Juan XXIII en su encíclica Mater et Magistra, cuando señalaba que «la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana»; y es que, en efecto, poco sentido tendría defender la vida y la familia si al mismo tiempo no se defendiera una concepción del trabajo que permita a las personas criar dignamente a sus hijos.
El trabajo nos recordaba Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens es una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que esta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Defender la vida y la familia y, al mismo tiempo, callar ante la depauperación de las condiciones de trabajo es esquizofrénico.
En los últimos años he estudiado mucho la doctrina social de la Iglesia en torno al trabajo, para descubrir que sus enseñanzas han sido olvidadas incluso por los propios católicos. Esto es un triunfo del mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas; y también una causa evidente de que la doctrina católica sobre la vida humana se haya vuelto ininteligible, incluso inhumana, a los ojos de muchos. Pues, ciertamente, resulta arduo combatir por ejemplo el aborto cuando no se combaten las condiciones laborales indignas que a mucha gente le impiden o dificultan tener más hijos.
Escribía Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus: «La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos».
El propio Juan Pablo II, en Laborem Exercens, recordaba que es obligación de los cristianos «recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad». Y añadía que la mayor verificación de su fidelidad a Cristo la muestra el cristiano en su compromiso con los pobres, que «aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo -es decir, por la plaga del desempleo-, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia». Quien tenga oídos para oír que oiga.
Aborto y libertad individual
Por JUAN MANUEL DE PRADA
ABC 13 de mayo de 2013
Cada vida humana deja de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros
ANDAN los dirigentes del Partido Popular dubitativos en torno a la cuestión del aborto, sobre la que no saben cómo legislar; y, a medida que se suceden las dubitaciones, parece cada vez más claro que, como el Bartebly de Melville, «preferirían no hacerlo». A poco que uno rasca, descubre que todas las disensiones de los dirigentes del Partido Popular evitan un juicio de principios, para aferrarse a razones pragmáticas: hay dirigentes que consideran que, siendo la reforma de la ley de plazos un compromiso asumido por el partido en su programa, su incumplimiento podría enajenarle el voto de una porción significativa de su electorado; y los hay que abogan por aparcar tal reforma, pues sólo acarreará un mayor «desgaste» a un Gobierno que ya tienen abiertos muchos frentes, dando alas a los socialistas. Este duelo de pragmatismos seguramente se resolverá en la solución de consenso o maquillaje que impulsan los «moderaditos» del partido, consistente en volver a la ley de supuestos de 1985, la misma que permitió perpetrar abortos a troche y moche durante los mandatos de Aznar. Ley que, a juicio de los «moderaditos» del Partido Popular, funcionó «razonablemente bien».
He aquí un ejemplo paradigmático de las «soluciones» a las que conduce una acción política que no se asienta sobre principios, sino sobre cálculos de conveniencia. En realidad, el aborto no es sino una consecuencia inevitable de la exaltación de la libertad individual que, como señalaba Benedicto XVI, «es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida». A esta rebelión le dio forma filosófica el racionalismo idealista, que declaró al hombre autónomo de toda ley moral, erigiéndolo en regla suprema de moralidad; y luego le daría carta de naturaleza política el liberalismo, consagrando una libertad de conciencia desarraigada de todo orden moral objetivo. Una consecuencia inevitable de tal rebelión es la pérdida del sentido de la inviolabilidad de la vida humana, que se considera supeditada a ese bien absoluto de la «libertad individual». Y cuando el bien supremo de la vida es supeditado a la libertad individual, es inevitable que se imponga una consideración meramente funcional y utilitaria de la vida; y todavía más si esa vida humana es todavía gestante, o si avanza hacia sus postrimerías. Cada vida humana deja entonces de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros; y así, la verdadera ética de la dignidad de la vida humana es suplantada por una falsa ética de la «calidad» de la vida humana, una calidad que es medida por criterios de utilidad. Sólo si una vida es útil, si es «deseada» por otros en razón de su utilidad, esa vida tiene valor; de lo contrario, podemos disponer de ella a nuestro antojo. ¡Con tal de que nadie nos obligue a abortar, oiga!
El progresismo contemporáneo no ha hecho sino acicalar este concepto de libertad individual con subproductos ideológicos derivados de la «revolución sexual» del 68, otorgando además al Estado la misión de auspiciar, promover y financiar el aborto, que queda así convertido en una suerte de «servicio público». Pero para combatir el aborto de forma no estrictamente retórica o farisaica habría que empezar por combatir, en el plano de los principios, esta concepción perversa de libertad que ha facilitado el eclipse de la conciencia moral. Todo lo demás son ganas de marear la perdiz, que a estas alturas ya está tan mareada y confusa como para aceptar soluciones de «consenso» o maquillaje que, como dicen los moderaditos del Partido Popular, han funcionado «razonablemente bien».
ABC 13 de mayo de 2013
Cada vida humana deja de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros
ANDAN los dirigentes del Partido Popular dubitativos en torno a la cuestión del aborto, sobre la que no saben cómo legislar; y, a medida que se suceden las dubitaciones, parece cada vez más claro que, como el Bartebly de Melville, «preferirían no hacerlo». A poco que uno rasca, descubre que todas las disensiones de los dirigentes del Partido Popular evitan un juicio de principios, para aferrarse a razones pragmáticas: hay dirigentes que consideran que, siendo la reforma de la ley de plazos un compromiso asumido por el partido en su programa, su incumplimiento podría enajenarle el voto de una porción significativa de su electorado; y los hay que abogan por aparcar tal reforma, pues sólo acarreará un mayor «desgaste» a un Gobierno que ya tienen abiertos muchos frentes, dando alas a los socialistas. Este duelo de pragmatismos seguramente se resolverá en la solución de consenso o maquillaje que impulsan los «moderaditos» del partido, consistente en volver a la ley de supuestos de 1985, la misma que permitió perpetrar abortos a troche y moche durante los mandatos de Aznar. Ley que, a juicio de los «moderaditos» del Partido Popular, funcionó «razonablemente bien».
He aquí un ejemplo paradigmático de las «soluciones» a las que conduce una acción política que no se asienta sobre principios, sino sobre cálculos de conveniencia. En realidad, el aborto no es sino una consecuencia inevitable de la exaltación de la libertad individual que, como señalaba Benedicto XVI, «es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida». A esta rebelión le dio forma filosófica el racionalismo idealista, que declaró al hombre autónomo de toda ley moral, erigiéndolo en regla suprema de moralidad; y luego le daría carta de naturaleza política el liberalismo, consagrando una libertad de conciencia desarraigada de todo orden moral objetivo. Una consecuencia inevitable de tal rebelión es la pérdida del sentido de la inviolabilidad de la vida humana, que se considera supeditada a ese bien absoluto de la «libertad individual». Y cuando el bien supremo de la vida es supeditado a la libertad individual, es inevitable que se imponga una consideración meramente funcional y utilitaria de la vida; y todavía más si esa vida humana es todavía gestante, o si avanza hacia sus postrimerías. Cada vida humana deja entonces de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros; y así, la verdadera ética de la dignidad de la vida humana es suplantada por una falsa ética de la «calidad» de la vida humana, una calidad que es medida por criterios de utilidad. Sólo si una vida es útil, si es «deseada» por otros en razón de su utilidad, esa vida tiene valor; de lo contrario, podemos disponer de ella a nuestro antojo. ¡Con tal de que nadie nos obligue a abortar, oiga!
El progresismo contemporáneo no ha hecho sino acicalar este concepto de libertad individual con subproductos ideológicos derivados de la «revolución sexual» del 68, otorgando además al Estado la misión de auspiciar, promover y financiar el aborto, que queda así convertido en una suerte de «servicio público». Pero para combatir el aborto de forma no estrictamente retórica o farisaica habría que empezar por combatir, en el plano de los principios, esta concepción perversa de libertad que ha facilitado el eclipse de la conciencia moral. Todo lo demás son ganas de marear la perdiz, que a estas alturas ya está tan mareada y confusa como para aceptar soluciones de «consenso» o maquillaje que, como dicen los moderaditos del Partido Popular, han funcionado «razonablemente bien».
viernes, 17 de mayo de 2013
Los padres y la sociedad deben educar teniendo en cuenta la diferenciación de sexos
Josep Barnils, presidente de la Asociación Europea de las Escuelas de Educación Diferenciada, insiste en no tratar por igual en los centros a chicos y chicas para un mejor rendimiento
BELÉN RODRIGO / CORRESPONSAL EN LISBOA / CHEQUE ESCOLAR
Chicos y chicas tienen ritmos de aprendizaje y madurez diferentes, que crecen a un ritmo distinto. De ahí que la enseñanza diferenciada (aquella que educa teniendo en cuenta dichas particularidades) pretenda que se trate a cada alumno en función de sus características para que los resultados escolares sean mejores. «Debemos tratar a cada niño de acuerdo con sus características», explica a ABC Josep Barnils, presidente de la Asociación Europea de las Escuelas de Educación Diferenciada. Insiste en que no se trata de tener colegios que segregan por sexo, «ese no es el objetivo» sino conseguir que todos los centros, la sociedad y la familia «tengan en cuenta esas diferencias».
Lisboa ha acogido el IV Congreso de Educación Diferenciada, en el que se han reunido centenas de especialistas de todo el mundo para debatir dicha enseñanza. «Ha sido un congreso divulgativo, no científico, y esperamos que de aquí salgan las líneas de formación en todo tipo de escuelas. Pretendemos ayudar a los profesores a través de cursos on-line», explica Josep Barnils.
Diferencias en el aprendizaje
«Un niño de 12 años es un niño, pero una niña de la misma edad es casi una mujer», subraya Barnils. Asegura que entre los 6 y los 10 años comienzan las diferencias en el aprendizaje de chicos y chicas pero cuando es más evidente es entre los 10 y los 17 años. «Con 11 y 12 años tenemos diferencias radicales», añade. Las chicas, por ejemplo, aprenden a escribir muy rápido y leen mejor mientras que los chicos se distraen más en clase. «Es imprescindible tener en cuenta esas diferencias porque de lo contrario los resultados pueden ser los opuestos a los que pretendemos».
El presidente de la Asociación Europea de las Escuelas de Educación Diferenciada pone como ejemplo la campaña de prevención llevada a cabo en EE.UU. para evitar el consumo de las drogas entre los adolescentes usando como lema «La droga es un peligro, aléjate». Entre las chicas, este mensaje funcionó y bajó el consumo, pero con los chicos se consiguió lo contrario. «Se utilizó la palabra peligro y los chicos, a esas edades, lo entienden como un desafío, quieren demostrar que se arriesgan más que sus amigos, y el consumo aumentó». Algo que no hubiese ocurrido si al diseñar la estrategia «se hubiese tenido en cuenta la diferencia de sexos».
Centros de enseñanza diferenciada
A nivel mundial existen 240 mil escuelas en las que chicos y chicas estudian por separado con aproximadamente 46 millones de estudiantes. «Unas cifras basadas en un estudio en el que incluimos los datos de 70 países y que debemos entender como un resultado parcial porque no recoge los datos de países como India, Rusia, China y países africanos en los que se opta mucho por la educación diferenciada». En España «están aumentando poco a poco, aunque no llega al 1% del total de colegios», afirma Josep Barnils.
Lo que le parece más preocupante en este aspecto es saber que hay colegios, en algunas comunidades, «a quienes se les niega la subvención si optan por la separación de sexos y otros no abandonan la enseñanza mixta porque tienen miedo de sus superiores». Asegura que «se puede educar igual basándose en estas diferencias en los colegios mixtos aunque cuando en los centros los alumnos están separados por sexo resulta más fácil conseguir los objetivos». Es decir, no se trata de ser mejor o peor sino que faciliten el trabajo.
En la enseñanza mixta «los resultados también se consiguen pero el esfuerzo es mayor». Recuerda también que los padres que optan por este tipo de centros ((diferenciados)) están convencidos de los resultados, «saben que la disciplina es mejor y no existe acoso escolar. Están mucho más tranquilos, sobre todo con las chicas».
Un informe de la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico) demuestra que existe una diferencia entre los resultados escolares de chicos y chicas, siendo los resultados femeninos superiores. «Si en España existe un porcentaje medio de fracaso escolar del 28% el de los chicos es de 36% y el de las chicas de 23%», destaca Barnils. Los chicos, cuando reciben un acompañamiento educativo personalizado y apoyado logran mejores resultados.
BELÉN RODRIGO / CORRESPONSAL EN LISBOA / CHEQUE ESCOLAR
Chicos y chicas tienen ritmos de aprendizaje y madurez diferentes, que crecen a un ritmo distinto. De ahí que la enseñanza diferenciada (aquella que educa teniendo en cuenta dichas particularidades) pretenda que se trate a cada alumno en función de sus características para que los resultados escolares sean mejores. «Debemos tratar a cada niño de acuerdo con sus características», explica a ABC Josep Barnils, presidente de la Asociación Europea de las Escuelas de Educación Diferenciada. Insiste en que no se trata de tener colegios que segregan por sexo, «ese no es el objetivo» sino conseguir que todos los centros, la sociedad y la familia «tengan en cuenta esas diferencias».
Lisboa ha acogido el IV Congreso de Educación Diferenciada, en el que se han reunido centenas de especialistas de todo el mundo para debatir dicha enseñanza. «Ha sido un congreso divulgativo, no científico, y esperamos que de aquí salgan las líneas de formación en todo tipo de escuelas. Pretendemos ayudar a los profesores a través de cursos on-line», explica Josep Barnils.
Diferencias en el aprendizaje
«Un niño de 12 años es un niño, pero una niña de la misma edad es casi una mujer», subraya Barnils. Asegura que entre los 6 y los 10 años comienzan las diferencias en el aprendizaje de chicos y chicas pero cuando es más evidente es entre los 10 y los 17 años. «Con 11 y 12 años tenemos diferencias radicales», añade. Las chicas, por ejemplo, aprenden a escribir muy rápido y leen mejor mientras que los chicos se distraen más en clase. «Es imprescindible tener en cuenta esas diferencias porque de lo contrario los resultados pueden ser los opuestos a los que pretendemos».
El presidente de la Asociación Europea de las Escuelas de Educación Diferenciada pone como ejemplo la campaña de prevención llevada a cabo en EE.UU. para evitar el consumo de las drogas entre los adolescentes usando como lema «La droga es un peligro, aléjate». Entre las chicas, este mensaje funcionó y bajó el consumo, pero con los chicos se consiguió lo contrario. «Se utilizó la palabra peligro y los chicos, a esas edades, lo entienden como un desafío, quieren demostrar que se arriesgan más que sus amigos, y el consumo aumentó». Algo que no hubiese ocurrido si al diseñar la estrategia «se hubiese tenido en cuenta la diferencia de sexos».
Centros de enseñanza diferenciada
A nivel mundial existen 240 mil escuelas en las que chicos y chicas estudian por separado con aproximadamente 46 millones de estudiantes. «Unas cifras basadas en un estudio en el que incluimos los datos de 70 países y que debemos entender como un resultado parcial porque no recoge los datos de países como India, Rusia, China y países africanos en los que se opta mucho por la educación diferenciada». En España «están aumentando poco a poco, aunque no llega al 1% del total de colegios», afirma Josep Barnils.
Lo que le parece más preocupante en este aspecto es saber que hay colegios, en algunas comunidades, «a quienes se les niega la subvención si optan por la separación de sexos y otros no abandonan la enseñanza mixta porque tienen miedo de sus superiores». Asegura que «se puede educar igual basándose en estas diferencias en los colegios mixtos aunque cuando en los centros los alumnos están separados por sexo resulta más fácil conseguir los objetivos». Es decir, no se trata de ser mejor o peor sino que faciliten el trabajo.
En la enseñanza mixta «los resultados también se consiguen pero el esfuerzo es mayor». Recuerda también que los padres que optan por este tipo de centros ((diferenciados)) están convencidos de los resultados, «saben que la disciplina es mejor y no existe acoso escolar. Están mucho más tranquilos, sobre todo con las chicas».
Un informe de la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico) demuestra que existe una diferencia entre los resultados escolares de chicos y chicas, siendo los resultados femeninos superiores. «Si en España existe un porcentaje medio de fracaso escolar del 28% el de los chicos es de 36% y el de las chicas de 23%», destaca Barnils. Los chicos, cuando reciben un acompañamiento educativo personalizado y apoyado logran mejores resultados.
viernes, 18 de enero de 2013
La enseñanza concertada
Por Javier Pereda Pereda, en Ideal Jaén, hoy, 18 de enero de 2013. Título original: Concertada
La consejera de Educación de la Junta de Andalucía acaba de manifestar la necesidad de ‘preservar el equilibrio y predominio de la educación pública, porque es la que garantiza la igualdad de oportunidades’. Al mismo tiempo, critica la reforma educativa del Gobierno que pretende “cerrar colegios públicos y que se comiencen abrir privados, como en Madrid”. Lo primero que tendrían que tener claro los poderes públicos –como preceptúa la Constitución- es garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación que esté de acuerdo con sus propias convicciones, y de ahí que se reconozca el derecho a la libertad de creación de centros docentes. Es decir, tendrían que dejar a los padres que se organicen y elijan con libertad el tipo de enseñanza que quieren para sus hijos, al ser ellos los únicos legitimados. Sin embargo, los postulados del gobierno andaluz, conformado por socialistas y comunistas, son los de suplantar y sustituir de facto a los padres en ese derecho tan importante.
Con ello, se pretende una sociedad uniformada, en un mal entendimiento de la igualdad de oportunidades; controlada e intervenida, con programas de ingeniería social por el poder político; igualitarista por abajo, en la que no se incentiva la excelencia y la calidad. De ahí la suspicacia ante cualquier atisbo de libertad de los padres en organizarse según sus ideas. Por eso, la enseñanza concertada y la diferenciada –según estos planteamientos ideológicos- están en el punto de mira de la administración educativa andaluza, pese a la continua demanda de alumnos en estos colegios -cuyo coste es la mitad de una plaza pública- que son parte de la solución y no el problema. La enseñanza pública andaluza está en la cola del resto de España y Europa, y estos resultados son directamente proporcionales al nivel de desempleo en
esta región. Por ello, a los alumnos de las familias más desfavorecidas es a quienes se les priva de la igualdad de oportunidades, por hacer prevalecer estos criterios ideológicos. Aquí lo recurrente es esgrimir excusas, y echar la culpa al Gobierno, a los recortes, o a la crisis…, en lugar de esmerarse en una mayor calidad de la necesaria enseñanza pública, y fomentar la libertad de enseñanza.
La consejera de Educación de la Junta de Andalucía acaba de manifestar la necesidad de ‘preservar el equilibrio y predominio de la educación pública, porque es la que garantiza la igualdad de oportunidades’. Al mismo tiempo, critica la reforma educativa del Gobierno que pretende “cerrar colegios públicos y que se comiencen abrir privados, como en Madrid”. Lo primero que tendrían que tener claro los poderes públicos –como preceptúa la Constitución- es garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación que esté de acuerdo con sus propias convicciones, y de ahí que se reconozca el derecho a la libertad de creación de centros docentes. Es decir, tendrían que dejar a los padres que se organicen y elijan con libertad el tipo de enseñanza que quieren para sus hijos, al ser ellos los únicos legitimados. Sin embargo, los postulados del gobierno andaluz, conformado por socialistas y comunistas, son los de suplantar y sustituir de facto a los padres en ese derecho tan importante.
Con ello, se pretende una sociedad uniformada, en un mal entendimiento de la igualdad de oportunidades; controlada e intervenida, con programas de ingeniería social por el poder político; igualitarista por abajo, en la que no se incentiva la excelencia y la calidad. De ahí la suspicacia ante cualquier atisbo de libertad de los padres en organizarse según sus ideas. Por eso, la enseñanza concertada y la diferenciada –según estos planteamientos ideológicos- están en el punto de mira de la administración educativa andaluza, pese a la continua demanda de alumnos en estos colegios -cuyo coste es la mitad de una plaza pública- que son parte de la solución y no el problema. La enseñanza pública andaluza está en la cola del resto de España y Europa, y estos resultados son directamente proporcionales al nivel de desempleo en
esta región. Por ello, a los alumnos de las familias más desfavorecidas es a quienes se les priva de la igualdad de oportunidades, por hacer prevalecer estos criterios ideológicos. Aquí lo recurrente es esgrimir excusas, y echar la culpa al Gobierno, a los recortes, o a la crisis…, en lugar de esmerarse en una mayor calidad de la necesaria enseñanza pública, y fomentar la libertad de enseñanza.
jueves, 10 de enero de 2013
Jesús Arellano
No voy a lanzar un discurso sobre lo tendencioso del mundo cultural y todo eso; pero me apetece hablar de algunos intelectuales olvidados -cuando no denostados- por la corriente oficial hegemónica.
Han coincidido dos cosas para que hable de Jesús Arellano Catalán (Corella, Navarra, 1921 - Sevilla, 2009, filósofo y poeta, catedrático y fundador de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla y primer Decano de la Facultad de Psicología de la misma universidad), y las aprovecho. La primera es el entusiasmo de un amigo cordobés, que lo conoció bien, por la edición de Semilla de Verdad, Vida y obra de Jesús Arellano, por parte de la Fundación de Cultura Andaluza y la Asociación de La Rábida, trabajo coordinado por José María Prieto, Femando Fernández y Juan Arana.
La segunda es el artículo que con este motivo ha escrito Andrés Ollero, que pasa a constituir el cuerpo de la entrada.
Por cierto, hablando de olvidados, para los que tengan curiosidad por saber más del extraordinario experimento universitario de La Rábida, y, de paso, del legado cultural de Vicente Rodríguez Casado, Unión Editorial publicó en 1995 un apasionante tomazo con el título El Espíritu de la Rábida.
Ahí va eso.
Don Jesús Arellano. Por Andrés Ollero Tassara.
Lo peculiar de mis ocasionales contactos con el profesor Arellano me sitúan en contextos que cabría considerar marginales. Ha de tenerse en cuenta que no tuve la suerte de ser alumno suyo, al cursar Derecho y no Letras. Esto en aquella época implicaba en la Universidad de Sevilla, pese a la cercanía física, vivir en mundos distintos desde todos los puntos de vista. Valga como anécdota que en mi primer curso éramos un centenar de alumnos y no más de trece alumnas, mientras en Letras la proporción podía ser radicalmente la inversa. Para colmo, mi curriculum estudiantil tuvo, por unas u otras razones, bastante de guadiana; lo que me llevaría a cursar en la Avenida del Cid solo dos cursos y medio.
Lo señalado puede convertirme sin embargo en testigo privilegiado de la onda expansiva que la tarea intelectual y universitaria de don Jesús acababa generando. Creo que pensó en alguna ocasión en que contribuyera a difundirla, pero me temo que por lo ya apuntado debí defraudarle un tanto. En todo caso, era difícil para cualquier joven e inquieto universitario de la época moverse en Sevilla por los más variados escenarios sin encontrar en ellos la huella del profesor Arellano.
Quizá donde con más frecuencia pude constatarlo fuera en el Aula de Cultura que impulsaba desde su Facultad, con el decidido empeño de rebasar sus fronte¬ras. Un estudiante de Derecho se convertía en factor de interés al respecto. De ahí que no solo recibiera invitaciones para las más diversas actividades, desde conferencias a sesiones de teatro leído, sino que con el tiempo acabara incluso haciendo de polizón en algún almuerzo en el Lar Gallego con el núcleo duro de sus discípulos; recuerdo entre los comensales a más futuros historiadores (Cuenca Toribio, Sánchez Mantero, Gómez Piñol...) que filósofos (José María Prieto, Pepe Villalobos...).
Probablemente mi primer encuentro personal con don Jesús había tenido ya lugar en un marco bien distinto: los bajos de la casa de Pilatos (!). Habían cedido allí unos locales al Círculo Balmes, sede de los juanistas sevillanos. La sala de estar de mi casa estaba presidida por una fotografía dedicada de don Juan, por¬que mi padre atendía como médico a la Infanta (en Sevilla no era preciso más detalle para identificar a la madre de la Condesa de Barcelona). Esa afinidad familiar no dejaba de generar simpatías políticas, así que acudí al reclamo de los que intentaban que la monarquía liberal encontrara eco entre jóvenes universita¬rios. Puestos a irlos formando, el primer invitado a impartir doctrina fue don Jesús. No creo que se debiera a que se le reconocieran confesas opciones juanis¬tas, sino a su sólida fama de humanista y maestro universitario. Quizá por dar por hecho que nuestra presencia por allí nos convertía en demócratas vocacionales, o por apuntar proféticamente al futuro, no nos habló tanto de democracia como, a modo de vacuna, sobre el peligro de que las oligarquías la acaben vampirizando. Sin duda los asistentes archivamos el mensaje.
Algún tiempo después encontraría huellas suyas más profundas en la calle Canalejas. Allí había dirigido el Colegio Mayor Guadaira, dejando una indeleble impronta personal. Coincidí ocasionalmente con él, con motivo de algún festejo colegial al que se apuntaban antiguos alumnos para acompañar a los de entonces: el ya mentado Villalobos o Antonio Ojeda, que llegaría a diputado, presidente del parlamento andaluz y más tarde del notariado español.
Al acabar el primer curso de carrera dediqué buena parte del verano a disfru¬tar de un inolvidable curso en la Universidad de La Rábida. Tampoco faltaba en ella el aliento de don Jesús; complementaba el asombroso empuje del rector Rodríguez Casado con mayor sintonía que Pérez Embid, un tanto abrumado por el exuberante despliegue de don Vicentón. Por allí andaba también Fernando Fernández, aunque no me enroló todavía en la obligada dedicación exclusiva que sus múltiples iniciativas acaban exigiendo.
El último escenario, duramente grabado en mi memoria, corresponde ya a la etapa final de su vida. Tuve ocasión de verlo en su casa, con toda su extraordina¬ria capacidad intelectual desmantelada, recorriendo el pasillo con un notable bloc y un lápiz con el que escribía sin descanso váyase a saber qué; él, que siempre fue más socrático que prolífico... Una imagen que en otro caso habría resultado paté¬tica, en el suyo más bien parecía paradigmática: alguien que por defecto (como diría un informático) escribe reclama un monumento al respeto intelectual.
Han coincidido dos cosas para que hable de Jesús Arellano Catalán (Corella, Navarra, 1921 - Sevilla, 2009, filósofo y poeta, catedrático y fundador de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla y primer Decano de la Facultad de Psicología de la misma universidad), y las aprovecho. La primera es el entusiasmo de un amigo cordobés, que lo conoció bien, por la edición de Semilla de Verdad, Vida y obra de Jesús Arellano, por parte de la Fundación de Cultura Andaluza y la Asociación de La Rábida, trabajo coordinado por José María Prieto, Femando Fernández y Juan Arana.
La segunda es el artículo que con este motivo ha escrito Andrés Ollero, que pasa a constituir el cuerpo de la entrada.
Por cierto, hablando de olvidados, para los que tengan curiosidad por saber más del extraordinario experimento universitario de La Rábida, y, de paso, del legado cultural de Vicente Rodríguez Casado, Unión Editorial publicó en 1995 un apasionante tomazo con el título El Espíritu de la Rábida.
Ahí va eso.
Don Jesús Arellano. Por Andrés Ollero Tassara.
Lo peculiar de mis ocasionales contactos con el profesor Arellano me sitúan en contextos que cabría considerar marginales. Ha de tenerse en cuenta que no tuve la suerte de ser alumno suyo, al cursar Derecho y no Letras. Esto en aquella época implicaba en la Universidad de Sevilla, pese a la cercanía física, vivir en mundos distintos desde todos los puntos de vista. Valga como anécdota que en mi primer curso éramos un centenar de alumnos y no más de trece alumnas, mientras en Letras la proporción podía ser radicalmente la inversa. Para colmo, mi curriculum estudiantil tuvo, por unas u otras razones, bastante de guadiana; lo que me llevaría a cursar en la Avenida del Cid solo dos cursos y medio.
Lo señalado puede convertirme sin embargo en testigo privilegiado de la onda expansiva que la tarea intelectual y universitaria de don Jesús acababa generando. Creo que pensó en alguna ocasión en que contribuyera a difundirla, pero me temo que por lo ya apuntado debí defraudarle un tanto. En todo caso, era difícil para cualquier joven e inquieto universitario de la época moverse en Sevilla por los más variados escenarios sin encontrar en ellos la huella del profesor Arellano.
Quizá donde con más frecuencia pude constatarlo fuera en el Aula de Cultura que impulsaba desde su Facultad, con el decidido empeño de rebasar sus fronte¬ras. Un estudiante de Derecho se convertía en factor de interés al respecto. De ahí que no solo recibiera invitaciones para las más diversas actividades, desde conferencias a sesiones de teatro leído, sino que con el tiempo acabara incluso haciendo de polizón en algún almuerzo en el Lar Gallego con el núcleo duro de sus discípulos; recuerdo entre los comensales a más futuros historiadores (Cuenca Toribio, Sánchez Mantero, Gómez Piñol...) que filósofos (José María Prieto, Pepe Villalobos...).
Probablemente mi primer encuentro personal con don Jesús había tenido ya lugar en un marco bien distinto: los bajos de la casa de Pilatos (!). Habían cedido allí unos locales al Círculo Balmes, sede de los juanistas sevillanos. La sala de estar de mi casa estaba presidida por una fotografía dedicada de don Juan, por¬que mi padre atendía como médico a la Infanta (en Sevilla no era preciso más detalle para identificar a la madre de la Condesa de Barcelona). Esa afinidad familiar no dejaba de generar simpatías políticas, así que acudí al reclamo de los que intentaban que la monarquía liberal encontrara eco entre jóvenes universita¬rios. Puestos a irlos formando, el primer invitado a impartir doctrina fue don Jesús. No creo que se debiera a que se le reconocieran confesas opciones juanis¬tas, sino a su sólida fama de humanista y maestro universitario. Quizá por dar por hecho que nuestra presencia por allí nos convertía en demócratas vocacionales, o por apuntar proféticamente al futuro, no nos habló tanto de democracia como, a modo de vacuna, sobre el peligro de que las oligarquías la acaben vampirizando. Sin duda los asistentes archivamos el mensaje.
Algún tiempo después encontraría huellas suyas más profundas en la calle Canalejas. Allí había dirigido el Colegio Mayor Guadaira, dejando una indeleble impronta personal. Coincidí ocasionalmente con él, con motivo de algún festejo colegial al que se apuntaban antiguos alumnos para acompañar a los de entonces: el ya mentado Villalobos o Antonio Ojeda, que llegaría a diputado, presidente del parlamento andaluz y más tarde del notariado español.
Al acabar el primer curso de carrera dediqué buena parte del verano a disfru¬tar de un inolvidable curso en la Universidad de La Rábida. Tampoco faltaba en ella el aliento de don Jesús; complementaba el asombroso empuje del rector Rodríguez Casado con mayor sintonía que Pérez Embid, un tanto abrumado por el exuberante despliegue de don Vicentón. Por allí andaba también Fernando Fernández, aunque no me enroló todavía en la obligada dedicación exclusiva que sus múltiples iniciativas acaban exigiendo.
El último escenario, duramente grabado en mi memoria, corresponde ya a la etapa final de su vida. Tuve ocasión de verlo en su casa, con toda su extraordina¬ria capacidad intelectual desmantelada, recorriendo el pasillo con un notable bloc y un lápiz con el que escribía sin descanso váyase a saber qué; él, que siempre fue más socrático que prolífico... Una imagen que en otro caso habría resultado paté¬tica, en el suyo más bien parecía paradigmática: alguien que por defecto (como diría un informático) escribe reclama un monumento al respeto intelectual.
jueves, 3 de enero de 2013
El cristianismo como disidencia
Por Manuel Bustos. En Málaga Hoy, 2 de enero de 2013
LA TRIBUNA
DESDE el corazón mismo del siglo XIX se nos ha transmitido la idea de una Iglesia y una religión cristiana asociadas al inmovilismo y a los poderosos, y contraria a la modernidad y a la ciencia moderna. De poco habrían servido en este sentido los importantes servicios prestados por ambas a los marginados de toda índole a lo largo de la historia, así como al desarrollo de la cultura y de las tareas científicas.
Tras el Concilio Vaticano II se hizo en la Iglesia un esfuerzo considerable de denuncia de las situaciones de injusticia en nuestro mundo, de preocupación por la libertad y los derechos humanos, de promoción social y de apoyo a la ciencia. Fruto de todo ello fue el desvanecimiento temporal de la imagen heredada. Mas a medida que nos hemos ido acercando al presente, y particularmente en las últimas décadas, esa vieja imagen ha reaparecido con una fuerza inusitada. El cristianismo en general y la Iglesia católica en particular han pasado de ser héroes a villanos. Y no es porque se haya producido un giro sustancial en ninguno de los dos; más bien al contrario, la apertura al mundo secularizado les ha pasado factura con frecuencia.
El cambio de actitud debe buscarse en la profunda mutación que está experimentando la cultura de nuestro tiempo, una mutación de claro sesgo antropológico; de aquí su hondura y riesgos. Resumiendo mucho las cosas por falta de espacio, diríamos que dicha transformación pretende construirse sobre tres pilares clave: la universalidad o globalización, la ideología de género y el relativismo. Otros caracteres del momento actual, como la crisis económica, la crisis política o la emergencia nacionalista, poseen estrechos vínculos con ellos.
La presencia de la globalización hace que las dos restantes alcancen un eco mucho mayor del que les pertenecería si se tratara de un marco meramente local o nacional. El inusitado poder de los medios de comunicación, especialmente de Internet, de las redes sociales y de la televisión, le han otorgado un alcance extraordinario.
Ideología de género y relativismo conforman el sustrato de nuestra cultura en las últimas décadas, e inciden en los graves problemas que hoy nos afligen, y, en parte, en la debilidad de Europa. Actúan como disolventes de vínculos fundamentales y, en particular, de las bases cristianas de la sociedad occidental y del concepto mismo de lo humano.
Partiendo de grupos muy minoritarios, ambas corrientes han logrado alzarse, aprovechando el vacío moral, gracias a su organización, determinación y beligerancia, así como al apoyo institucional y de los medios, hasta imponer una auténtica dictadura de pensamiento en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Han nacido con pretensiones de ingeniería social para conformarla a su imagen y semejanza, proyectándose sobre ámbitos esenciales, como son la naturaleza del ser humano, la relación hombre-mujer, la familia, el matrimonio, los hijos, o sobre las bases morales que sirven de orientación e integración a los miembros de una sociedad.
Frente a esta deriva, pocas disidencias más importantes, pocas luchas más denodadas en defensa de la ley natural y de la dignidad de la vida humana que las del cristianismo y, a pesar de sus limitaciones, de la Iglesia. No viene de los partidos, sean estos de derecha o de izquierda, la disidencia frente a dicha dictadura, sino de la propia religión y, en particular, de una de las instituciones fundamentales en que toma cuerpo. Y esto es así, porque sólo ellos son capaces de presentar una verdadera concepción del hombre alternativa a la que se pretende imponer. Movimientos con un claro componente ecologista y antisistema están fuertemente contaminados a este respecto por ambas corrientes, aunque se presenten también como valedores de una cultura alternativa.
Todo esto, unido al previo calentamiento de la opinión en las anteriores décadas, explica la saña y, en algunos casos, la persecución crecientes con que se emplean los grupos que sostienen esta cultura emergente y sus albaceas. Sólo así se explica también la caza de brujas suscitada sucesivamente, entre otros, contra el parlamentario italiano Buttiglione, el primer ministro húngaro Viktor Orban y su constitución de inspiración cristiana o, entre nosotros, el juez Ferrín Calamita.
Les esperan, pues, tiempos difíciles a los cristianos en los próximos años, de difícil convivencia con una legislación que puede arrinconarlos y una ideología que ha calado a través de los medios en una previamente abonada población civil. Será preciso que, frente a ello, sean capaces de defender su derecho, en una sociedad democrática, a tener su propia voz y a obrar de acuerdo con su conciencia, sin ser tildados por ello de machismo, homofobia o fundamentalismo, por citar sólo algunas de los epítetos más frecuentes que se les suelen aplicar
LA TRIBUNA
C/ Virgen de Montserrat, Granada, foto Alberto Tarifa |
Tras el Concilio Vaticano II se hizo en la Iglesia un esfuerzo considerable de denuncia de las situaciones de injusticia en nuestro mundo, de preocupación por la libertad y los derechos humanos, de promoción social y de apoyo a la ciencia. Fruto de todo ello fue el desvanecimiento temporal de la imagen heredada. Mas a medida que nos hemos ido acercando al presente, y particularmente en las últimas décadas, esa vieja imagen ha reaparecido con una fuerza inusitada. El cristianismo en general y la Iglesia católica en particular han pasado de ser héroes a villanos. Y no es porque se haya producido un giro sustancial en ninguno de los dos; más bien al contrario, la apertura al mundo secularizado les ha pasado factura con frecuencia.
El cambio de actitud debe buscarse en la profunda mutación que está experimentando la cultura de nuestro tiempo, una mutación de claro sesgo antropológico; de aquí su hondura y riesgos. Resumiendo mucho las cosas por falta de espacio, diríamos que dicha transformación pretende construirse sobre tres pilares clave: la universalidad o globalización, la ideología de género y el relativismo. Otros caracteres del momento actual, como la crisis económica, la crisis política o la emergencia nacionalista, poseen estrechos vínculos con ellos.
La presencia de la globalización hace que las dos restantes alcancen un eco mucho mayor del que les pertenecería si se tratara de un marco meramente local o nacional. El inusitado poder de los medios de comunicación, especialmente de Internet, de las redes sociales y de la televisión, le han otorgado un alcance extraordinario.
Ideología de género y relativismo conforman el sustrato de nuestra cultura en las últimas décadas, e inciden en los graves problemas que hoy nos afligen, y, en parte, en la debilidad de Europa. Actúan como disolventes de vínculos fundamentales y, en particular, de las bases cristianas de la sociedad occidental y del concepto mismo de lo humano.
Partiendo de grupos muy minoritarios, ambas corrientes han logrado alzarse, aprovechando el vacío moral, gracias a su organización, determinación y beligerancia, así como al apoyo institucional y de los medios, hasta imponer una auténtica dictadura de pensamiento en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Han nacido con pretensiones de ingeniería social para conformarla a su imagen y semejanza, proyectándose sobre ámbitos esenciales, como son la naturaleza del ser humano, la relación hombre-mujer, la familia, el matrimonio, los hijos, o sobre las bases morales que sirven de orientación e integración a los miembros de una sociedad.
Frente a esta deriva, pocas disidencias más importantes, pocas luchas más denodadas en defensa de la ley natural y de la dignidad de la vida humana que las del cristianismo y, a pesar de sus limitaciones, de la Iglesia. No viene de los partidos, sean estos de derecha o de izquierda, la disidencia frente a dicha dictadura, sino de la propia religión y, en particular, de una de las instituciones fundamentales en que toma cuerpo. Y esto es así, porque sólo ellos son capaces de presentar una verdadera concepción del hombre alternativa a la que se pretende imponer. Movimientos con un claro componente ecologista y antisistema están fuertemente contaminados a este respecto por ambas corrientes, aunque se presenten también como valedores de una cultura alternativa.
Todo esto, unido al previo calentamiento de la opinión en las anteriores décadas, explica la saña y, en algunos casos, la persecución crecientes con que se emplean los grupos que sostienen esta cultura emergente y sus albaceas. Sólo así se explica también la caza de brujas suscitada sucesivamente, entre otros, contra el parlamentario italiano Buttiglione, el primer ministro húngaro Viktor Orban y su constitución de inspiración cristiana o, entre nosotros, el juez Ferrín Calamita.
Les esperan, pues, tiempos difíciles a los cristianos en los próximos años, de difícil convivencia con una legislación que puede arrinconarlos y una ideología que ha calado a través de los medios en una previamente abonada población civil. Será preciso que, frente a ello, sean capaces de defender su derecho, en una sociedad democrática, a tener su propia voz y a obrar de acuerdo con su conciencia, sin ser tildados por ello de machismo, homofobia o fundamentalismo, por citar sólo algunas de los epítetos más frecuentes que se les suelen aplicar
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