Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
martes, 30 de diciembre de 2008
Año Nuevo
Si en 2009 somos lo que podemos ser y hacemos lo que podemos llegar a hacer, será entonces... un verdadero ¡FELIZ AÑO NUEVO!
lunes, 29 de diciembre de 2008
¿Se meten en política los obispos?
Hay quienes afirman misteriosamente que los obispos «se meten en política» por organizar una misa en la plaza de Colón, coincidiendo con la festividad de la Sagrada Familia. Pero celebrar misa y propagar el Evangelio es la misión primordial de la Iglesia de Cristo; el día en que los obispos estuviesen dispuestos a renunciar a esa misión sería cuando, por fin, podría decirse con propiedad que «se meten en política». La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, pero comprende los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana. ¿Y qué hay más naturalmente humano que la institución familiar? La Iglesia nos recuerda en esta festividad que Cristo buscó cobijo en una familia. Como Dios que era, no habría requerido el concurso de una mujer que lo gestase en su vientre, no habría requerido tampoco la figura de un padre que velase su andadura terrenal; pero su asunción plena de la naturaleza humana lo impulsó a hacerlo. Desvinculado de un padre y una madre, Cristo no habría sido hombre pleno, sino hombre mutilado; esto es, hombre desnaturalizado.
Ahora los propagandistas de la mentira pretenden hacernos creer que la desnaturalización del hombre no es una mutilación; y que, por lo tanto, la transmisión de vida, valores y afectos que sólo se produce en el ámbito familiar es algo de lo que el hombre puede prescindir, o algo que se puede sustituir con sucedáneos. También el hombre mutilado puede sustituir el miembro que le ha sido amputado por una prótesis; mas no por ello deja de estar mutilado. Y hasta es posible que la prótesis le avive la conciencia de su mutilación.
La Iglesia no hace sino recordar al hombre que la familia es una institución natural a la que Dios comunica una gracia sobrenatural. Los propagandistas de la mentira disfrazan su odio a la naturaleza humana combatiendo esa gracia sobrenatural; pero ya se sabe que, cuando quitamos lo sobrenatural, no nos encontramos con lo natural, sino con lo antinatural. Los propagandistas de la mentira odian la naturaleza humana; y una de las formas más agresivas de demostrar ese odio consiste en perseguir lo que ellos llaman «familia tradicional», como si pudiera haber familia sin «tradición», esto es, sin transmisión de vida, afectos y valores. La «tradición» entabla vínculos entre generaciones; es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo; y la gran familia humana ha crecido sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después.
Los propagandistas de la mentira saben que, mientras esa cadena no se quiebre, mientras el hombre no esté desvinculado, no podrán imponer sus designios de ingeniería social. De ahí que odien tanto la institución familiar; de ahí que exalten y promocionen falsificaciones de esta institución: saben que, en lo más hondo de su corazón, los seres humanos sienten que no lo son en plenitud si no los cobija una familia, si ellos mismos no se vinculan con otros seres humanos formando otra familia; y, puesto que borrar ese anhelo hondamente natural es tarea ímproba, tratan de satisfacerlo mediante sucedáneos.
En los últimos tiempos hemos asistido en Occidente a una concienzuda destrucción de la familia, tejido celular de la sociedad humana que ningún sucedáneo puede reemplazar. Hoy contemplamos los efectos de esta devastadora acción: matrimonios deshechos a velocidad exprés; hogares desbaratados con el menor pretexto, o convertidos en un campo de Agramante donde triunfan las más execrables formas de violencia (porque cuando las personas se desnaturalizan dejan de mirar a quienes están a su lado como algo sagrado); hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra; abortos en cantidades industriales; nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Pero aún quedan familias que se resisten a esta ingeniería social desnaturalizadora; aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; aún hay fidelidad y perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya parecía pervertida. Y hay una Iglesia de Cristo dispuesta a seguir proclamando que existen unos principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, entre los que ocupa un lugar sustantivo, medular, la institución familiar. Frente a la intemperie desnaturalizada que nos proponen los propagandistas de la mentira, la Iglesia propone la familia natural como creadora de vínculos, como cobijo frente a violencias, desarraigos y desarreglos psíquicos, como transmisora de los bienes que garantizan la supervivencia social, empezando por el bien supremo de la vida.
¿A quién puede amenazar u ofender que la Iglesia predique el Evangelio de la familia? Sólo a quienes desean vernos mutilados; sólo a quienes anhelan una sociedad desvinculada, convertida en carne de ingeniería social. Decía Chesterton que necesitamos sacerdotes que nos recuerden que vamos a morir, pero también y sobre todo sacerdotes que nos recuerden que estamos vivos. Los obispos, al convocar esta misa en Colón, han demostrado ser curas de esta segunda especie. Lo cual, sin duda, tiene que resultar insoportable a los propagandistas de la mentira, que nos quieren desnaturalizados y fiambres; por eso dicen que los obispos «se meten en política».
viernes, 26 de diciembre de 2008
La guerra de los belenes
Nos tenemos que dar cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana
No es una polémica de menor cuantía. Se están enfrentando en España dos concepciones radicalmente opuestas de la vida social, aunque la mayor parte de los afectados —todos nosotros— sean escasamente conscientes de lo que está pasando. Otros muchos prefieren la paz y el sosiego, no quieren en modo alguno caer en la crispación, y darían cualquier cosa antes de que se les tachara de pesimistas. Pero —se reconozca o no— el dilema es éste: o bien es el Estado el que establece desde su raíz los fundamentos de la convivencia y la educación, o bien son los ciudadanos —con sus libres convicciones éticas y religiosas— quienes protagonizan una dimensión prepolítica más radical que cualquier ideología impuesta por una tecnoestructura dominada por el poder político (aliado inevitablemente con la fuerza del dinero).
No son estos días entrañables de la Navidad los más apropiados, se pensará, para referirse a tensiones y enfrentamientos. Pero, aunque no se hable de una contienda, las agresiones y los padecimientos siguen ahí. Y lo que está presente estos días es una guerra de belenes. Menciono sólo esta batalla, porque la de los adornos luminosos por cuenta de ayuntamientos y comerciantes ya la han ganado los laicistas. Por ningún lado se ven estrellas en las calles, apenas campanitas, todo es celebración de un boato vacío, que atrae hacia la masiva adquisición de productos inútiles o indigestos. Hay quien se precia de haber columbrado el perfil de un nacimiento en el vano lateral derecho, según se baja, de la madrileña Puerta de Alcalá. Pero no se ha confirmado.
Según las noticias que nos van llegando, en las escuelas y colegios las familias parecen haber ganado la partida a direcciones escolares tan ilustradas que impiden colocar belenes, e incluso celebrar fiestas navideñas en las que participen padres, alumnos y profesores. Se dan cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana. Y una larga experiencia confirma que no hay modo humano de barrer de la faz de la tierra un legado bimilenario. Si se fueran a arrancar todas las raíces religiosas de nuestra cultura, muy poco quedaría. La ciencia, la historia, el lenguaje, el arte, las costumbres, casi todo en la vida social se encuentra penetrado por el cristianismo. Lo están, sobre todo, las mentes y corazones de millones de personas, a las que habría que suprimir para borrar sus más hondas vivencias; pero a eso no hemos llegado.
Este año tenemos la fortuna de que, en un profundo y brillante artículo publicado en El Mundo, el filósofo Eugenio Trías ha tenido el coraje de afirmar que la Navidad es un momento apropiado para hablar del don de la existencia, del sentido de la vida, y del destino que nos espera al final de la jornada. «La verdadera cuestión filosófica y teológica —afirma el pensador catalán— es la relativa a lo que sucede en y después de la muerte». Lo que nos va a decir el Niño recién nacido es que se ha abierto una inmensa puerta a la esperanza, que la muerte está vencida, que por la misericordia de Dios hemos sido salvados. Y es esta perspectiva trascendente la que renueva la sociedad humana y la creación entera. Si creemos que en Belén vino a la tierra el Hijo de Dios, entonces hemos recibido el gran regalo. Si, en cambio, se tratara de un cuento apropiado para una película de animación —poblada de niños y animalitos— lo que procedería es seguir concursando en la porfía de a ver quién hace el regalo más caro, ofrece la cena más sofisticada, y logra convertir la noche final del año en una grandiosa orgía.
Lo que está detrás de la guerra de los belenes es la discusión de cada uno consigo mismo acerca del significado de un Nacimiento acaecido en Belén hace dos mil años, bajo el signo de la pobreza y el abandono. Los cristianos deberíamos llevarnos la mano a la conciencia y pensar que quizá el olvido del Pesebre está en la base de los intentos políticos y económicos para sustituir este acontecimiento inaugural por utopías reductivamente humanas.
Decía Aristóteles que la política sería la actividad más alta si el hombre fuera lo más valioso que existe. Pero no lo es. De ahí que nuestros afanes por el logro del poder, la influencia y el dinero carezcan siempre de un interés definitivo. Afirmar hoy día que las formas de actividad más alta vienen dadas por la contemplación y el amor es algo que suena a música celestial. Sólo que eso —música celestial— fue lo que se escuchó aquella noche santa en la tierra natal de David, rompiendo la ignorancia humana y el silencio que todo lo envolvía. La gran esperanza que se anuncia en Belén constituye el definitivo fundamento de cualquier optimismo real. Quienes creen que la Navidad es un evento realmente actual son en cierto modo invulnerables. Ganan aunque parezca que pierden las guerras coyunturales que entre nosotros se libran, incluso la de los belenes.
lunes, 22 de diciembre de 2008
viernes, 19 de diciembre de 2008
¿Qué mosca le ha picado al Gran Duque?
Hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquélla que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico.
EL título no es mío: es de Le Monde. Me ha hecho gracia porque describe correctamente la sensación de perplejidad de algunos políticos profesionales en el microestado de Luxemburgo, ante la negativa de su Gran Duque de sancionar una determinada ley.
El 17 de junio de 1940, Charles De Gaulle abandonaba Francia apelando a su conciencia, que le impedía colaborar con el gobierno colaboracionista de Petain. Pocos políticos franceses entendieron inicialmente su acción, pero todos la admiraron. Siglos antes, Tomás Moro renunciaba a la Cancillería real y a su propia cabeza por una cuestión de conciencia: no podía jurar el texto de una ley de Enrique VIII. En aquel momento histórico la gran mayoría de políticos profesionales del establishment inglés no comprendieron su postura. Sólo la Historia realzó el gesto y su figura.
Dando un salto de siglos, y en rápida sucesión, dos jefes de Estado acaban de apelar de algún modo a su conciencia para oponerse a la promulgación de leyes que, además, entienden no beneficiosas para el contexto social de sus países. Me refiero al presidente socialista uruguayo, Tabaré Vázquez y al aludido Gran Duque, Enrique de Luxemburgo. En ambos casos se trata de normas legales aprobadas por escasa mayoría.
En el primer supuesto, nos encontramos ante una ley que permitiría abortar en Uruguay durante las doce primeras semanas de gestación. Dicha ley fue aprobada en el Senado por una mínima diferencia.
En la Cámara de Diputados, la ley obtuvo 49 votos a favor, 48 en contra y dos abstenciones. Días después, con el poder que le otorga la Constitución, el presidente Vázquez, médico oncólogo, vetó la ley.
El proyecto de ley que despenaliza en Luxemburgo la eutanasia bajo determinadas condiciones, pendiente de una segunda lectura dentro de unos días, fue aprobado con una ajustada mayoría de 30 votos contra 26. Al acercarse el momento de la votación definitiva del proyecto, el Gran Duque Enrique de Luxemburgo ha comunicado a los líderes parlamentarios que no sancionará la ley porque ello violaría su conciencia.
Estas actuaciones se producen cuando todavía resuenan en Europa las razones que movieron a Balduino de Bélgica, en marzo de 1990, a negarse a sancionar la ley de aborto aprobada por el Parlamento: “Sé que corro el peligro de no ser comprendido por una parte de mi pueblo, pero éste es el único camino que puedo seguir según mi conciencia”. Ante esta firme actitud, el Gobierno belga, acogiéndose al juego combinado de los artículos 82 (concerniente a la imposibilidad del rey para gobernar) y 79 de la Constitución ( transferencia del poder en ese caso al Consejo de Ministros), anunció que el monarca se encontraba “en incapacidad temporal para gobernar”. Promulgada la ley con la sola autoridad del Gobierno, el Parlamento devolvió a Balduino, sin ningún voto en contra, sus atribuciones constitucionales. Cuatro años después (julio de 1994), el presidente de Polonia, Lech Walesa, comunicó al Parlamento que no firmaría la ley que extendía la despenalización del aborto a las llamadas “causas sociales”. Advirtió, además, que dimitiría de su cargo si la ley entraba en vigor. No fue necesaria la dimisión, ya que en el Parlamento polaco los votos favorables a la ley no obtuvieron el quórum necesario para levantar el veto presidencial.
Volviendo al Gran Duque, ¿qué mosca le ha picado, y con él a los restantes aludidos? Para explicar el problema, conviene partir del dato experimentable de que en política, como en la vida, abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia. Al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones. Junto a ellas, existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por la segunda. Quiero decir, que hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquella que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico. Con dolor y sin soberbia, el desenlace del drama es una sencilla afirmación: “No puedo hacerlo contra mi conciencia”. Es la confirmación de que "la historia se escribe no sólo con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales”. Desde luego, hay supuestos de complejas y delicadas situaciones constitucionales en las que la conciencia puede decir más bien poco. Sin embargo, los casos que acabo de describir, por encima de legítimas polémicas jurídicas, refuerzan la valoración de las objeciones de conciencia como uno de los nuevos derechos de libertad emanados de la evolución de la conciencia social.
Algunos se ponen tensos ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. En realidad, el Derecho es tan flexible que suele adaptarse sabiamente a las necesidades sociales sin grandes terremotos sociales. Un sistema jurídico maduro como los buenos juristas saben tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Bélgica supo encontrar la fórmula para mantener la ley de aborto y reponer a Balduino en su trono. Polonia evitó una crisis constitucional aplicando mecanismos jurídicos y Luxemburgo busca con sutiles fórmulas defender la conciencia de Enrique y promulgar la ley, si se aprueba en segunda lectura. Incluso en la hipótesis de que un concreto precepto legal provocara una oposición masiva de ciudadanos en ejercicio de su libertad de conciencia, el legislador habría de reflexionar, más allá de la objeción de conciencia, sobre la justicia misma de una ley que desencadena un rechazo social de amplias proporciones.
Acaba de conmemorarse el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Desde diciembre de 1948 la vida política e internacional de las naciones ha girado en torno a ese eje. Este más de medio siglo ha demostrado que la lucha por los derechos humanos se ha planteado como un esfuerzo continuado de millones de personas que, como ha dicho Cassese, "intervienen de mil modos en las mil encrucijadas del acontecer humano”. Un ejército en el que todos somos necesarios: desde las madres de mayo hasta los objetores de conciencia pasando por anónimos operadores del Derecho. A veces, muy a su pesar, según mi experiencia, sucede que los interpelados en su conciencia son algunos conductores de pueblos. En estos supuestos, “la mosca que les pica” es un complejo proceso mental que desemboca en una dura carga: la de enfrentarse con parte de la clase política de su país y con parte de su pueblo para defender su conciencia. En el caso del Gran Duque su posición le conllevará, además, una carga suplementaria: ver reducido su poder como Jefe del Estado, ya que el Parlamento acaba de aprobar un proyecto de ley que modifica la Constitución luxemburguesa por el que al soberano se le priva de su poder de sancionar las leyes, reservándole solamente el de “promulgarlas”.
Es verdad que Enrique de Luxemburgo no está solo con su conciencia frente a todos. La ley tiene a la clase médica en contra y, hecho insólito en la vida política del pequeño país, una gran parte del pueblo también en contra. Por encima de las legítimas reacciones favorables (por ejemplo un grupo de parlamentarios franceses han emitido un comunicado solidarizándose con el Gran Duque) o adversas (el partido de los verdes, impulsor de la ley, amenaza con una crisis constitucional), lo que aquí se dilucida es una cuestión más grave: la de la propia noción de derecho y justicia. Hoy soplan vientos que impulsan un concepto de justicia en la que el derecho no se agota en la ley, ni toda ley es, de por sí, justa. Comienza a recuperarse la función ética que, en la teoría clásica de la justicia, correspondía a la conciencia singular del individuo. Muy especialmente la libertad de conciencia, que es, como dijo hace más de 60 años el Tribunal Supremo norteamericano, "la gran estrella fija en nuestra constelación constitucional".
Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense.
jueves, 11 de diciembre de 2008
Los perros y la fe
Han sido muchas las veces en que la fe ha sido arrojada a los perros; y, cuando ya parecía que los perros la iban a devorar, han sido los perros los que perecieron.
En las deslumbrantes páginas que rematan El hombre Eterno, Chesterton computa hasta cinco ocasiones (pero fueron muchas más) en que la Historia parecía que iba a presenciar el fin de cristianismo; y otras tantas en que el cristianismo volvía a alzarse de sus ruinas, mientras sus enemigos se extinguían en la noche de los tiempos.
Cuando el nominalismo crece triunfante sobre los escombros de la Edad Media, aparece Tomás de Aquino en la silla de Aristóteles; cuando el Islam galopa a rienda suelta, gritan como un trueno miles de jóvenes exultantes, hijos espirituales de Francisco de Asís, que elevan al cielo un bosque de flechas; cuando el paganismo renacentista se infiltra en las mismas estructuras de la Iglesia y desemboca en la disgregación de la Reforma, surge el aguerrido Ignacio de Loyola.
Y así sucesivamente en todos los crepúsculos de la Historia, una y otra vez, hasta llegar a nuestros días: cuando ya parece que la fe está a punto de sucumbir, cuando ya los hombres que la profesan parecen cansados y claudicantes, surge un movimiento que les devuelve el ímpetu; y siempre se demuestra que, cuanto más irremediable parece la claudicación, más pujante es el resurgimiento.
Y es que, como concluye Chesterton, la fe cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro. Todas las épocas han tratado de emborrachar a sus hijos con vinos rebajados, con vinos agriados, con vinos que esconden un veneno o un somnífero; y, en todas las épocas ha terminado brotando, como una potente catarata carmesí, la fuerza nutritiva del vino original. Y los hombres que se habían resignado a emborracharse con vinos adulterados, tras probar ese vino original, han vuelto a pronunciar aquellas palabras de gratitud que pronunciaron los invitados a las bodas de Caná: «Tú has guardado el buen vino para el final».
El vino adulterado de nuestra época se llama laicismo; y como todos los vinos aguachirles o ponzoñosos que se le han ofrecido a la Humanidad desde que el mundo es mundo, le dice al hombre que Dios no existe, le dice al hombre que él mismo es Dios, le promete la liberación de todas las ataduras, el Paraíso en la Tierra y un porvenir plagado de bienaventuranzas; y el hombre, engolosinado, bebe de ese vino hasta quedarse ahíto, para luego descubrir que todas esas promesas se resumen en una resaca sobresaltada de bascas y mareos.
Entonces, el hombre borracho de ese vino adulterado, mientras se deja arrastrar plácidamente por la corriente de su tiempo, mira en su derredor y descubre a lo lejos un barco frágil, zarandeado por el oleaje, que sin embargo se obstina en navegar a contracorriente.
Y entonces reflexiona: «Yo tal vez esté muerto; y, puesto que nado a favor de la corriente, ni siquiera me habría dado cuenta. Pero para navegar como lo hace ese barco frágil hace falta estar vivo, porque sólo lo que está vivo puede navegar a contracorriente». Y, mientras el hombre ve pasar a su lado, arrastrados por la corriente, a todos los sofistas y demagogos que lo aturdieron con sus promesas, decide subir a ese barco al que una fuerza sobrenatural impulsa en sentido contrario.
Y, subido a ese barco, vuelve a sentirse vivo.
La Iglesia es ese barco frágil que navega a contracorriente. La singladura que promete es áspera y fatigosa, a diferencia del plácido abandono que augura dejarse arrastrar por la corriente. En su sufriente itinerario, ese barco es asaltado por piratas, desgarrado por luchas intestinas, acechado por bajíos y arrecifes, zarandeado por mil tempestades, pero el timonel que lo guía jamás desvía el rumbo.
Y, cuando ya parece sucumbir a las Escilas y Caribdis que le lanzan mil dentelladas, vuelve a resurgir, dejando atrás a la jauría. A veces llegan hasta la prensa ecos de ese combate sempiterno: mientras el laicismo se afana en retirar los crucifijos de las paredes, 268.000 españoles más que el año pasado han decidido colaborar a través de la declaración del impuesto sobre la renta en esa singladura a contracorriente.
Son 268.000 españoles más deseosos de sentirse vivos, hartos del vino adulterado que les sirven en la taberna del laicismo. Y su número no hará sino crecer.
miércoles, 10 de diciembre de 2008
Laicidad
Por 'laicismo' habría que entender un diseño del estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que reenvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando más bien neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como 'confesionales' por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos. Nada más opuesto a la 'laicidad' que 'enclaustrar' determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público.
La Constitución española de 1978 no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que configura un 'Estado laico'? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades fundamentales y determinar qué habríamos de entender por 'laico'1. Este calificativo puede en efecto reenviar a planteamientos tan diversos entre sí como la 'laicidad' o el 'laicismo'.
Para leer el artículo completo (9 páginas como ésta)
lunes, 8 de diciembre de 2008
La cruz y la democracia
La sentencia que obliga a retirar un crucifijo de un colegio público de Valladolid carece de buenos fundamentos jurídicos y entraña un agravio a las convicciones cristianas de millones de españoles y a las de quienes, sin ser creyentes, ven, con toda razón, en la Cruz uno de los pilares de nuestra civilización y sus valores. La presencia de un crucifijo en un centro público no atenta contra la aconfesionalidad del Estado, sólo lo haría contra un laicismo militante, que no asume nuestra Constitución. Tampoco puede afirmarse que vulnere ningún derecho, salvo que se convierta en derecho el puro deseo de retirar el crucifijo. Su exhibición no vulnera la libertad de creencias. Y si entraña cierto beneficio de trato para el cristianismo está justificado por su relevancia social y por la mención contenida en la Carta Magna.
Las reacciones políticas, no por esperadas, han sido menos decepcionantes. El PSOE, en general, aplaude la sentencia en un alarde de contradicción con sus propios actos, pues ni los retiró en el pasado ni lo ha hecho en el presente. Se ve que éstos son otros tiempos. El PP se limita, al parecer, a acatar la sentencia y a proclamar que a ellos «no les molesta el crucifijo». Al parecer, les da igual. Salva un poco el honor el presidente de la Junta, que afirma que la sentencia carece de fundamento jurídico y estudia recurrirla. Pero no nos engañemos. No estamos sino ante un nuevo episodio de resentimiento hacia lo más elevado y noble, y de lo que el constitucionalista norteamericano Weyler calificó como «cristofobia».
No se trata de añejo anticlericalismo, sino de furor anticristiano. Hay que padecer un intenso desarreglo del alma para que la presencia pública de un crucifijo pueda ofender. Para un creyente, se trata del sacrificio de Dios para salvar a los hombres, y para quien no lo es, del mensaje moral más sublime, en el que se sustenta, en gran parte, nuestra civilización. Hablar aquí de «higiene democrática» (y hay que tener cuidado con las metáforas fisiológicas) es pura ignorancia, si no se trata de algo mucho peor. No cabe un compromiso más firme con los derechos humanos que el que se revela majestuosamente en el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó». Suprimir el cristianismo es derribar uno de los pilares de la libertad y la democracia. Como afirmó Tocqueville, es un error considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia.
El catolicismo conduce a los hombres hacia la igualdad. Sólo la religión asegura la firmeza y la certeza en el orden moral, aunque el mundo político parezca abandonado a la discusión y a los ensayos de los hombres. La religión puede ser considerada en EEUU, según el gran pensador francés, como la primera de sus instituciones políticas. No sólo regula las costumbres, sino que extiende su imperio sobre las inteligencias.
En cualquier caso, el pluralismo debería obligar a conciliar las dos posiciones y no a imponer una de ellas. Pues si a unos ofende, sin razón, su exhibición, a otros ofende, con razón, su retirada. Y tampoco es lo mismo no colocar un crucifijo que retirar uno. No es bueno que nos enzarcemos en una guerra sobre el crucifijo, aunque la verdad, tampoco puede extrañar. Al fin y al cabo, ya lo dejó dicho el Crucificado: «No he venido a traer la paz, sino la discordia». No hay nada en la Cruz que atente contra la democracia política.
Una guía reúne los 31 Think Tanks españoles más influyentes
Pocas personas tienen muy claro qué son y menos todavía qué hacen los Think Tanks, salvo contadas excepciones en los casos más conocidos. Por eso, y porque también en España los llamados en el mundo anglosajón think tanks son cada vez más influyentes, la Fundación Ciudadanía y Valores ha editado una guía que reúne todos los datos objetivos, áreas de investigación y vías de financiación de los 31 laboratorios de ideas más influyentes de España.
Los think tanks españoles, una institución destacada en el resto Europa y en Estados Unidos, están creciendo y buscando su espacio en la sociedad civil, como generadores de ideas que van más allá de la inmediata actualidad y de las urgencias de cada día, de las que se suelen ocupar los partidos y los medios de comunicación.
El trabajo presentado por la Fundación Ciudadanía y Valores en la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) recopila los principales datos de los 31 laboratorios de ideas más importantes, desde los vinculados a los partidos políticos (como la Fundación Pablo Iglesias o las Faes), hasta los económicos (Fundación Cajas de Ahorros o Instituto de Estudios Fiscales). Una realidad en alza que demuestra que, “además de los partidos políticos, hay alguien más por ahí que se ocupa de pensar y que participa en el proceso de debate sobre asuntos públicos”, como explica gráficamente Andrés Ollero, presidente de Ciudadanía y Valores.
Debate de ideas
Esta misma fundación es un ejemplo de think tank independiente que no funciona para defender unos intereses políticos o económicos concretos, sino para fomentar el debate de ideas y el intercambio de impresiones dentro y fuera de nuestras fronteras, según explicaron sus gestores. De hecho Ciudadanía y Valores fue creado por dos diputados de partidos políticos distintos Andrés Ollero, del PP, y Javier Paniagua, del PSOE- para “suscitar un diálogo que no se quedara bloqueado por discrepancias vinculadas a la afiliación partidista o a las más profundas convicciones de unos y otros”, en palabras del primero.
La autora de la guía, Marta Tello, directora de Comunicación de Ciudadanía y Valores, destacó que el auge de estas instituciones se produce porque “así lo está exigiendo la Sociedad civil" y que cada vez más está interesada e involucrada en los asuntos públicos
Marta Tello puso énfasis en diferenciar los grupos de presión o lobbies de los laboratorios dé ideas o Think Tanks. Según explicó en la presentación de le guía, los lobbie persiguen unos objetivos y unos intereses muy concretos, mientras los laboratorios de ideas sólo tratan de fomentar el debate público y político, aunque casi siempre desde una perspectiva liberal.
sábado, 29 de noviembre de 2008
Y algunos laicos, auténticos, de izquierda, empezaron a hablar
En el reino de España, en el que hace un mes su reina dijo -a través del libro de Pilar Urbano- unas cuantas evidencias sobre el sentido de la vida y de la muerte, esta semana varios representantes de la izquierda cultural y política han vuelto a hacer un liberador ejercicio de laicidad sobre algunas certezas comunes muy necesarias para la convivencia.
Veníamos de la resaca provocada por la polémica de la placa de la santa Madre Maravillas. La presión del grupo socialista había provocado que se rechazara la decisión de la Mesa del Congreso para colocar un signo en recuerdo de la religiosa, en las dependencias que ahora son de la Cámara Baja y que habían sido su casa. En un artículo infame en El País, la novelista Almudena Grandes sugería que a la santa le habría gustado sufrir la violencia sexual y machista contra la que tanto luchamos ahora. Grandes se ha hecho un nombre a base de tórridos relatos de dudosa calidad y su falta de inteligencia le impide comprender que, aunque haya vendido muchos libros malos, hay chistes de camionero violador que son intolerables.
En este reino de España en el que, por fuerza, tienes que defender a los que se suponen que están en tu frente, o al menos callarte cuando "cargan demasiado la mano", ha tenido que venir un auténtico novelista, con dos dedos de frente, columnista también de El País y con muchos galones de progre, para romper la baraja. Muñoz Molina, que en otro tiempo dejó de escribir en el periódico de "los polanco", respondía rápido en las cartas del lector: "En su artículo del 24 de noviembre, Almudena Grandes hace lo que tal vez intente ser una broma acerca de una monja en el Madrid del comienzo de la Guerra Civil: ‘¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?'. ¿Estamos ante la repetición del viejo y querido chiste español sobre el disfrute de las monjas violadas? No hace falta imaginar lo que sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes, aunque tal vez no siempre sudorosos. Basta consultar a historiadores fuera de toda sospecha o -ya que nos preocupa tanto la recuperación de la memoria- recuperar el testimonio de republicanos y socialistas sin tacha que vieron con horror los crímenes que se estaban cometiendo en Madrid al amparo del colapso de la legalidad provocado por el levantamiento militar".
Muñoz Molina, en un ejercicio de sanidad mental, no soporta broma alguna sobre la violencia revolucionaria y repasa luego lo que hicieron algunos republicanos para salvar, sin éxito, vidas. Concluye: "Almudena Grandes habla de exiliarse a México: cuando leemos artículos como el suyo y como tantos otros que por un lado o por otro parecen empeñados en revivir las peores intransigencias de otros tiempos, algunas personas nos sentimos cada vez más extrañas en nuestro propio país".
Extraños se sienten todos aquellos que perciben que se les roba la Transición. También se ha sentido extraño el socialista Joaquín Leguina, ex presidente de la Comunidad de Madrid, que esta semana ha defendido la placa de la Madre Maravillas. Se hace eco de la decisión de la Mesa del Congreso con ironía: notables socialistas han tenido "tiempo para darle un coscorrón a José Bono por una gravísima desviación ideológica detectada en el presidente de las Cortes: la de acoger una propuesta del PP acerca de una placa conmemorativa en honor de una monja (Sor Maravillas) que, nacida en una casa cuyos terrenos ocupa hoy el Congreso, fue canonizada por Juan Pablo II, elevándola así a los altares. Pareciera, pues, que el nuevo socialismo propende a confundir el laicismo con el anticlericalismo, cosa esta última mucho más primaria. Si las placas conmemorativas han de servir para honrar a las personas que alcanzaron en vida la excelencia dentro de su oficio, Sor Maravillas merece esa placa... a no ser, claro está, que el nuevo socialismo consista en reescribir la Historia: ¿Van a dedicarse a quitar los nombres de los santos de las calles y de las plazas?".
Y se hace afortunadamente extraño a las directrices de su partido el también socialista, alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch. La dirección del PSOE ha utilizado la sentencia no firme de Castilla León que obliga a retira un crucifijo en un colegio de Valladolid para anunciar que quiere retirar todos los crucifijos de los centros públicos de España. La Chunta Aragonesista aprovechó la sentencia para exigirle a Belloch la retirada de los símbolos religiosos del salón de Plenos del Ayuntamiento. "No hemos sido demandados -contestó Belloch- en ningún momento, por tanto la posición se mantiene en sus términos y se mantendrá mientras no se cambie el alcalde o una sentencia nos condene, en cuyo caso se iría recurriendo hasta la última instancia posible, hasta el Tribunal Europeo si hace falta".
Otro ejemplo. Mientras crece la ola laicista aparecen en la izquierda política y cultural algunas figuras verdaderamente laicas, que defiende las evidencias comunes. Un auténtico milagro en el reino de España, el reino de los frentes. Probablemente la mayor contribución a la democracia del reino sea en este momento favorecer milagros de este tipo. Para eso hay que salir de las trincheras.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Laicidad, laicismo y ética pública
Occidente se encuentra en una encrucijada marcada por nuevos fenómenos representados por la multiculturalidad, la identidad y la violencia (...)
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martes, 18 de noviembre de 2008
La religión tiene su sitio en lo público
En una reciente entrevista a la ministra de Asuntos Exteriores, para señalar una radical diferencia entre la posición de Jatamí (presidente iraní de visita en Madrid) y la española, afirma: “Para nosotros la esencia misma de la democracia es la separación de la Iglesia y del Estado”. Y añade a continuación, como quien explica en qué consiste esa separación: “El hecho de que la religión sea un asunto privado, absolutamente privado. Esa es la batalla de la modernidad en Europa, el sacar a la religión de la esfera de lo público”.
Ante estas últimas afirmaciones conviene advertir que lo público no se agota en lo estatal. Todo lo estatal es público; pero no todo lo público es estatal. Negar esta distinción equivaldría, entre otras cosas, a negar la distinción entre Estado y sociedad. En el ámbito o esfera de lo público están legítimamente presentes realidades e instituciones que no son estatales. “Sacar” la religión de la esfera de lo estatal es una exigencia de la laicidad –la sana laicidad de la que ya hablaba Pío XII- propia del Estado. Reducir la religión al ámbito de lo “absolutamente privado” es, en cambio, justo una pretensión del laicismo.
Laicismo es, por eso, en este sentido una posición particular, negativa, ante la religión que no puede, sin grave error, identificarse con la posición general de neutralidad del Estado respecto de las diversas opciones particulares ante lo religioso. Las manifestaciones sociales y, por lo mismo, públicas del hecho religioso son perfectamente compatibles con la laicidad, neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado., rectamente entendidas, y tienen la plena legitimidad que positivamente les reconoce el artículo 16 de nuestra Constitución.
Paradójicamente, un Estado que asumiera como posición oficial el laicismo, que profesara el laicismo, lo convertiría en confesión estatal y, por lo mismo, obviamente, perdería su neutralidad religiosa, su aconfesionalidad, su laicidad.
lunes, 10 de noviembre de 2008
Fundamentalismo democrático
Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.
Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.
En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.
Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.
En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.
La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.
En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.
La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.
Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.
jueves, 30 de octubre de 2008
El cristianismo no es un moralismo.
Para terminar quiero hacer una reflexión hablando como cristiano, no como profesor de filosofía, aunque sin dejar de ser profesor de filosofía. En nuestra época, no podemos limitamos los cristianos, ni en nosotros mismos ni en el trato con los demás, a una ética meramente natural. En ninguna época, pero en la nuestra es oportuno decirlo, porque como hay mucha gente que niega la ética natural, nos vemos en la tesitura de tener que dialogar con ellos con meras razones de tipo natural. Es decir, por ejemplo, justificamos la condenación del aborto con razones científicas, ético-naturales, etc.; lo mismo en todo lo referente a la indisolubilidad del matrimonio, y tantas otras cosas más. Como tenemos que dialogar con personas que no creen, echamos mano sólo de argumentos de filosofía o de ciencia positiva, digamos, de razón natural. Los primitivos cristianos no actuaron únicamente así. Daban testimonio de su fe. Parece que ahora estamos como avergonzados: -Mire usted-decimos muchas veces-, prescindiendo de que seamo9s cristianos, resulta que el embrión es un ser humano, porque los cromosomas, etc...- Eso es real, y está muy bien que lo digamos, pero... ¿como cristianos cumplimos nuestra obligación quedándonos ahí, por aquello de que el señor que nos oye no lo es? A lo mejor el señor que nos oye estaba esperando que le dijéramos algo como cristianos, y no sólo como conocedores de la biología contemporánea y del derecho natural, que quizá podría compartir con nosotros. Quizá esperaba ese otro testimonio. O, aunque no lo esperara, a lo mejor le vendría muy bien. A este propósito, afirma Karl Adam en su libro Jesucristo, refiriéndose a la esencia del mensaje de Cristo: «Se puede afirmar que, incluso históricamente, la esencia de su mensaje consiste precisamente en la buena nueva de la proximidad del Reino de Dios, que llega en su Persona. No se debe buscar dicha esencia primariamente en su doctrina moral. Efectivamente, en muchos puntos de su mensaje de una justicia mejor, pueden encontrarse analogías en el Antiguo Testamento, o en la filosofía judía –y también en la filosofía griega de la época-. Sin duda Jesús desbrozó esta preciosa herencia de sus numerosos aditamentos humanos, y mediante una revolución y una concentración anárquica, la dejó pura y refulgente -incluso desde el punto de vista humano-, pero su contenido principal estaba ya previamente implicado, y propiamente hablando no es aquí donde debe verse la verdadera novedad que quiso traer, y que de hecho trajo al mundo»1 .
La novedad de Cristo no es su doctrina moral: es su anuncio del Reino de Dios. ¡Claro que incluye, por supuesto, una doctrina moral! En cuestiones de justicia hay que ser tan exigente –o más- que el que más, pero con la condición –si es que queremos actuar como cristianos- de dejar claro que hay otra cosa que está por encima y se llama caridad. «Está por encima» no quiere decir que se oponga a la justicia. Exigiendo la justicia tanto o más que el que más, yo tengo que hablar de caridad, de amor al prójimo por amor a Dios. Entonces estoy hablando como un cristiano. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué como soy cristiano debo hablar sólo de la caridad, y no de lo otro? No; de ninguna manera, porque Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y en Él lo sobrenatural y lo natural están unidos. Pero si están unidos en Él, también deben estarlo en mi conducta y en mi actuación.
Digo esto porque veo cierta propensión a que en nuestros escritos y en nuestro hablar con los demás casi parece como que ocultamos que somos cristianos. Hablamos de valores humanos, de los cuales hay que hablar, evidentemente. Si no lo hacemos estamos edificando en vano. Sí, pero si queremos edificar no nos podemos contentar con los cimientos: hay que poner algo más. Y si no lo ponemos, esos cimientos ¿de qué son cimientos, cristianamente hablando, se entiende?
Contemplata aliis tradere, dice Santo Tomás: hay que transmitirlo visto por la gracia a quienes no han recibido el mensaje (quizá lo desconocen sin culpa, pero lo pueden conocer).
Yo temo que pueda haber un cierto pudor malentendido en los cristianos de hoy, de manera que, bajo un pretexto -propiamente no es que sea pretexto, pues casi llegamos a creérnoslo- de que como hay que dialogar con los no creyentes, no se debe meter para nada ninguna alusión a la revelación. Y yo diría: de ninguna manera hay que dejar de dar todos los argumentos científicos, filosóficos, humanos, naturales, etc., que hay que dar (y, por consiguiente, hay que conocerlos, porque eso es doctrina también, y más para un cristiano). Un cristiano no es un señor que admite sólo lo sobrenatural; admite también lo natural. El sí más grande que se le ha dado a la humanidad se llama Cristo, que es también un sí a Dios; pero un sí consistente en que es las dos cosas a la vez. Entonces, además de todas esas razones naturales, yo diría que en medio de un razonamiento de esos, o al final, donde sea, hay que meter hábilmente -si se me permite la expresión: no quiero decir con ello hipócritamente una referencia a la verdad sobrenatural. De lo contrario, no estaremos hablando como cristianos. No es que estemos hablando como anticristianos, pero tampoco como cristianos. No voy a convencer a un señor hablándole de un Evangelio en el cual no cree, ciertamente. Pero he de hablarle también cristianamente, con algo de habilidad, y no cuidando tan habilidosamente la forma y manera de decírselo, que terminemos por callamos.
1 Barcelona; Herder, 1961, p.163
domingo, 19 de octubre de 2008
La muerte de Sócrates
Pocos acontecimientos hay tan clarificadores y memorables en la historia espiritual de Occidente como la muerte de Sócrates en la democracia ateniense. Pocas lecturas, por tanto, tan esclarecedoras como la Defensa redactada por Platón, iluminada por el diálogo Gorgias y su contraste entre la enseñanza socrática y la de los sofistas, mercaderes de los alimentos del alma. Víctor Pérez-Díaz acaba de titular un excelente ensayo así: El malestar de la democracia.
Y este malestar acaso tenga mucho que ver, como ha afirmado Olegario González de Cardedal en una perdurable Tercera de ABC, con la conversión de la democracia en ídolo, al margen de toda consideración de la idea del bien y la justicia, y de la ejemplaridad de las figuras morales. “La medida y grandeza de un país es proporcional al número de hombres y mujeres que se afirman desde la voluntad de verdad frente a la voluntad de poder”. Y, sin embargo, se pretende que la democracia pueda prescindir de la verdad moral hasta llegar a suplantarla.
Cuando las masas son divinizadas en las democracias es para utilizarlas con fines perversos. Nunca se insistirá lo bastante en la primacía de la cultura. Así lo hace Pérez-Díaz. Una sociedad obsesa con la riqueza, el placer y el poder tiende a subestimar la importancia de la cultura. Pero, en verdad, ni la política ni la economía poseen autonomía frente a ella. No existen ellas por sí mismas, sino insertas en el ámbito de la cultura.
Las oligarquías que tienden a apoderarse de la democracia, degradándola, lo saben muy bien. Siempre procuran controlar la cultura, aunque, en realidad, sólo son capaces de alentar una decadente contracultura adormecedora y estéril. El mal no es exclusivo de la derecha ni de la izquierda, pero ésta última revela una capacidad muy superior en el arte engañoso de la manipulación cultural. No es superior en la cultura. Sólo es superior en el arte de la propaganda (pseudo) cultural. En esto, sólo tiene competencia en los nacionalismos.
Puede comprobarse en la habilidad que exhiben para hacerse con las consejerías de Educación y Cultura en las regiones en las que gobiernan. Así sucedió en el País Vasco. Uno de los episodios más lamentables de nuestra democracia fue la cesión del poder al PNV por parte del Partido Socialista, que había ganado las elecciones autonómicas. Se impone así en las democracias decadentes una falsa cultura sofística. Y vuelve aquí Platón. Sócrates no era de derechas ni de izquierdas, sino del minoritario partido de la búsqueda de la verdad y la justicia. Frente a él, tiende a imponerse en las democracias la falacia de la cultura sofística de la oligarquía, que halaga al pueblo para mantenerse en el poder. Un poder que sólo es un bien para el que lo posee si lo utiliza al servicio de la justicia. Tres son los medios para este proceso de apropiación ilegítima y suplantación de la verdadera cultura: el control de la Educación, la utilización abusiva de los medios y el empleo de los aparatos de propaganda política.
El resultado es la reducción al silencio de lo que González de Cardedal llama figuras morales frente a los ídolos. El secreto de la manipulación cultural se reduce a una norma: reducir al silencio, ningunear como se suele decir, a los socráticos, a las nobles figuras morales que se ocupan ante todo de los fines últimos y supremos. El secreto de la política demagógica y oligárquica se reduce hoy a un sólo principio: renovar la muerte de Sócrates.
martes, 7 de octubre de 2008
Correctamente silenciada
El aumento del relativismo moral no ha llevado a una mayor libertad de discusión, sino a la creación de nuevos tabúes incluso en la Universidad. El pensamiento políticamente correcto resucita así la actitud censora para excluir del debate las ideas que considera inaceptables. La profesora universitaria canadiense Margaret Somerville explica en primera persona su experiencia. La segunda parte de ese servicio analiza los intentos de que los médicos se olviden de sus convicciones éticas a la hora de atender al paciente (1).Firmado por Margaret Somerville, Directora y Fundadora del Centro de Medicina, Ética y Derecho de la Universidad de McGill en Montreal.
(Artículo publicado originalmente en MercatorNet, el 1-07-2008, traducción ACEPRENSA).
En 2006 acepté una invitación para recibir un doctorado honoris causa en ciencias por la Universidad de Ryerson (Toronto). Cuando se supo la noticia, la comunidad de activistas gays y quienes les apoyan desataron una ola de protestas por todo Canadá exigiendo que, debido a mis opiniones sobre el matrimonio homosexual, la Universidad retirara su ofrecimiento del título. Esto, a su vez, provocó en el país una tormenta mediática incluso mayor en defensa de la libertad de expresión.
La Universidad de Ryerson recibió numerosas llamadas de personas que afirmaban que jamás volverían a realizar una donación a la institución si me otorgaban el título honorario. Una de mis clases fue invadida por estudiantes, acompañados de cámaras de TV que filmaban la escena, y tuvo que ser suspendida cuando los intrusos llevaron a cabo un simulacro de matrimonio homosexual. Me llegaron cantidades de cartas insultantes; fui objeto de una campaña de protestas en Internet y necesité tomar medidas de seguridad al hablar en público; todo ello, porque creo que todos los niños –incluidos los que, llegados a la edad adulta, sean homosexuales– necesitan al padre y a la madre que el matrimonio heterosexual les da y de los que les priva el homosexual.
El relativismo de rigor
En esa “tormenta perfecta” encontré numerosas personas que me expresaban su honda preocupación sobre “lo que está ocurriendo en nuestras universidades”. Algo que está sucediendo es el aumento del relativismo moral. Esto puede conducir a la pérdida, por parte de los estudiantes universitarios, de valores esenciales, sin duda compartidos, o incluso abrir la puerta al nihilismo ético en el sentido de que la ética se reduzca nada más que a preferencias personales.
El postmodernismo es actualmente de rigor en las humanidades y las ciencias sociales. Los postmodernistas adoptan un enfoque relativista: no existe la verdad fundamentada; lo ético es sencillamente una cuestión de opinión y de preferencias personales. El relativismo moral supone que todos los valores valen lo mismo, y cuál debe tener prioridad en caso de conflicto no depende más que de la percepción y la preferencia de cada persona. Paradójicamente, el resultado es que “la igualdad de todos los valores” se convierte, ella misma, en el valor supremo.
Esta postura conduce en definitiva, al menos teóricamente, a convertir la extrema tolerancia en el “más igual” de entre los valores iguales. Pero, ¿sucede eso en la práctica?
La corrección política excluye los valores políticamente incorrectos del redil en el que “todos los valores son iguales”. Sofoca la libertad de expresión de las personas políticamente incorrectas. Quien desafíe la postura políticamente correcta queda, por ello mismo, etiquetado como intolerante, fanático o propagador del odio. La sustancia de los argumentos queda sin debatir; en vez de ello, las personas catalogadas como políticamente incorrectas son atacadas como intolerantes y odiosas simplemente por expresar tales argumentos.
Estrategias para aplastar el debate
Es importante comprender la estrategia empleada: hablar en contra del aborto o del matrimonio homosexual no es considerado como materia de discurso; se considera, más bien, como un acto sexista o discriminatorio contra los homosexuales, respectivamente, y, por lo tanto, en sí mismo, como una violación de los derechos humanos o incluso un delito de intolerancia. En consecuencia, se argumenta que la protección de la libertad de expresión no es aplicable en estos casos.
Otro aspecto de la misma estrategia consiste en reducir el discurso a dos posturas posibles. O eres “pro choice” en el caso del aborto y a favor de respetar los derechos de las mujeres, o eres “pro vida” y estás en contra de las mujeres y sus derechos. La posibilidad de estar a favor de las mujeres, de sus derechos y ser pro vida queda eliminada.
Idéntico enfoque se adopta respecto del matrimonio homosexual: o se está contra la discriminación basada en la orientación sexual y a favor del matrimonio homosexual, o contra el mencionado matrimonio y a favor de dicha discriminación. Se elimina la opción de estar en contra de tal discriminación y del matrimonio homosexual, como es mi caso.
Nada de ello es casual; constituye el núcleo de la estrategia que ha tenido éxito en Canadá y que ha llevado a la legalización del matrimonio homosexual y al mantenimiento de un vacío legal absoluto sobre la regulación del aborto.
En pocas palabras, la corrección política está siendo utilizada como una forma de fundamentalismo.
Política de exclusión
¿Ha sido Ryerson un caso singular en nuestras universidades? No lo creo. Un ejemplo actual, y muy preocupante, es la supresión de grupos pro vida y de todo discurso de idéntica orientación en los campus universitarios canadienses. Sean cuales sean nuestras opiniones acerca del aborto, a todos debería preocuparnos esta tendencia. Los estudiantes favorables al aborto tratan de impedir que sus compañeros pro vida participen en el debate colectivo que debería tener lugar a propósito del aborto. En realidad, no desean que haya debate alguno, alegando que preguntarse si deberíamos tener alguna ley sobre el aborto es, en sí mismo, inaceptable.
Hay quienes van incluso más lejos: quieren obligar a los estudiantes a actuar en contra de su conciencia como condición para graduarse. El grupo “Medical Students for Choice” quisiera que la realización de un aborto fuera un “procedimiento requerido”; es decir, que un estudiante tendría que realizar competentemente un aborto para obtener el título. En cambio, asistir en un parto no es un “procedimiento requerido”.
No es necesario hacer hincapié en los peligros que esto entraña para las universidades. El precepto más fundamental sobre el que se funda una universidad es la apertura a las ideas y al conocimiento procedentes de todas las fuentes.
¿Qué fue de los valores compartidos?
Lo más preocupante es que este conflicto dentro de las universidades, resuelto mediante la anulación de la libertad de expresión, podría ser un ejemplo menor de un problema mucho mayor fuera de los centros docentes. Podríamos estar corriendo el riesgo de aniquilar algunos de nuestros valores compartidos, y eso crea una situación que amenaza a la misma sociedad.
No podemos mantener unida a una sociedad a largo plazo sin valores compartidos, es decir, sin un paradigma socio-cultural: la historia sobre nosotros mismos que sostiene nuestros principios, valores, actitudes y creencias más importantes, la que nos transmitimos mutuamente y la que todos nosotros aceptamos a fin de formar la argamasa que nos mantiene unidos. La sola tolerancia, especialmente si no está equilibrada por otros valores importantes, no es suficiente, ni de lejos, para fundamentar ese discurso.
Para garantizar que nuestra historia no se desintegre y siga enriqueciéndose, debemos entablar una conversación mutuamente respetuosa. El público necesita que los profesores universitarios hablen con libertad –y con respeto, abierta y francamente, sin la amenaza de posibles repercusiones– sobre problemas sociales polémicos pero importantes. Ello exige que se respeten la libertad de pensamiento, la de expresión, la de asociación y la académica; esta última tiene como fin principal el bien del público, permitiendo que los profesores universitarios sientan que pueden decir la verdad, tal y como ellos la ven.
domingo, 28 de septiembre de 2008
Chesterton ha muerto
Desde julio tienen puesta una nota de Álex Rosal para los suscriptores que comienza diciendo:
Antes que nada quiero pedirle disculpas por la tardanza en ponernos en contacto con usted para ofrecerle una explicación al cierre de la revista Chesterton. Todos los que impulsamos Chesterton pusimos mucho empeño, ilusión y pasión en el proyecto, también una buena cantidad de dinero y, desgraciadamente, no supimos acertar suficientemente para que esta publicación se mantuviera en el mercado por mucho más tiempo. Es verdad que la crisis económica, que se venía incubando desde hacía meses, afectó rápidamente a la publicidad, que es la principal fuente de ingresos de una revista de este tipo. Fuera lo que fuera, no supimos, ni pudimos enderezar el rumbo de este apasionante proyecto. En fin, con dolor le transmito, en nombre de todos los accionistas y trabajadores, la noticia del fallecimiento de la revista Chesterton en papel.Se plantean resucitar la revista en internet: ¡ojalá!
¡Larga vida a Chesterton (y a Paul Newman)!
El progresismo cultural europeo de Le Monde Diplomatique contra la propuesta cristiana
En su número de septiembre, el mensual "progresista" francés “Le Monde Diplomatique”, publica un artículo del periodista Michel Cool (1) dedicado a la “crisis del catolicismo europeo” y en el que analiza lo que llama “el combate cultural de los episcopados”, con una alusión concreta a los “casos” de España, Italia y Polonia, para concluir que el jefe de la Iglesia católica sostiene sin pestañear el “combate” frontal que llevan a cabo los episcopados español e italiano contra sus “bestias negras”, es decir, el secularismo y el relativismo...
Así, a partir de la reciente Jornada de la Juventud de Sidney y la elección de Madrid para la siguiente edición, en 2011, el autor se pregunta si España, país que ya visitó Benedicto XVI en 2006, no se habrá convertido, a ojos del Papa, en lo que fue Polonia para Juan Pablo II, es decir, un puesto de vanguardia en la “reconquista católica” de una Europa que deriva hacia el relativismo.
La teoría da pie al periodista para analizar someramente la actitud de la Iglesia española a partir de la victoria socialista en las legislativas de 2004 y que, a su juicio, ha supuesto un auténtico “pulso” entre el poder y el episcopado “dirigido por un representante de su ala conservadora e intransigente: monseñor Antonio María Rouco Varela, cardenal-arzobispo de Madrid” al que define como un jurista “de pensamiento rectilíneo” y autor de una tesis doctoral sobre las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVI –el de la Contrarreforma- y que “parece nostálgico de una época en la cual era cosa natural la influencia de la Iglesia”.
Planteado su análisis desde la perspectiva de una pugna de poder entre un Gobierno que legisla en clave relativista y un episcopado que se comporta como si fuese una “ciudadela asediada”, Michel Cool rehuye, acaso por desconocimiento, un estudio más profundo de la realidad española para llegar a una conclusión simplista y deformadora: que el episcopado se niega a reconocer el pluralismo de la sociedad y que lo que se echa de menos en los dos campos, sobre todo en el lado de los obispos, son “espíritus abiertos” e inteligentes como el de Vicente Enrique y Tarancón que ya había comprendido, cuando presidía la Conferencia Episcopal, que la “recatolización” de España “era ilusoria”, una apreciación que parece sacada de contexto en la medida que ningún miembro de la Iglesia puede abdicar del apostolado, inseparable de su misión.
Aunque el articulista pretende describir un estado de la situación en España con medias verdades, que luego compara con la de Italia y Polonia para asentar la “crisis del catolicismo europeo”, lo que se echa de menos en su análisis es una alusión al problema de fondo que define las tensiones que registra la sociedad española a partir de la primera victoria de Zapatero: la pretensión del Gobierno socialista de convertirse en único “legislador moral” –lo que viene a desvirtuar el pluralismo que pretende defender- reduciendo a la esfera privada los valores cristianos fundados en la verdad y la libertad. Años atrás, el entonces cardenal Ratzinger ya escribió largo y tendido sobre las relaciones del cristianismo y la democracia y ha dejado bien sentado que la exigencia pública de la verdad, propia de la fe, no puede perjudicar ni al pluralismo ni a la tolerancia religiosa del Estado, pero que de ello no puede deducirse una plena neutralidad del Estado respecto a los valores; en otra palabras, que el Estado debe saber que existe una base de verdades que no está sometida al consenso sino que lo anticipa y lo hace posible. En este sentido, el cristianismo no puede renunciar a su dimensión pública y bien podría citarse en este contexto la defensa que la Iglesia de España ha asumido del derecho de los padres a la educación moral de los hijos, recogida en la Constitución y vulnerada con la asignatura obligatoria de “Educación para la Ciudadanía”.
El problema consiste en que en España, el Gobierno no reconoce siquiera la aportación humanista del cristianismo que, a su vez, nunca podrá renunciar a su verdad interna. No estamos, por tanto, ante una crisis del catolicismo que se manifiesta en el rechazo de su verdad –que la Iglesia está obligada a proclamar- por parte de un Gobierno laicista, sino, en todo caso, ante una crisis de entendimiento entre el poder temporal y el espiritual. La situación se agrava en función de una ausencia lacerante de pensadores realmente independientes en el ámbito de la laicidad, al estilo de lo que fue en Italia Indro Montanelli o el que fuera presidente del Senado italiano, Marcello Pera. ¿Es concebible siquiera, un diálogo público de corte filosófico entre un político socialista y “católico” como José Bono y el cardenal Rouco, pongamos por caso, como el que mantuvieron en su día Benedicto XVI y Pera?
Y si bien es verdad que la Iglesia no pretende poder temporal alguno, ni puede imponer su fe en Cristo como Hijo de Dios, del mismo modo no podría admitir, sin alzar su voz, que sea el Estado el que determine la forma de pensar de los ciudadanos y, en definitiva, de definir el bien y el mal. Es obvio que existe una pugna, que se remonta al comienzo de los tiempos: la verdad contra el engaño. Y también lo es que la Iglesia tendrá siempre que proteger a sus fieles contra los ataques del laicismo beligerante y dejar bien claros sus criterios a propósito de leyes nefandas como la que ahora proyecta Zapatero para declarar libre el aborto ¡y el suicidio asistido!... Otra cosa es que una parte de la sociedad las acepte y que, incluso, considere el relativismo como un instrumento de progreso y liberación, por mucho que se equivoque y se deje seducir por el mensaje "progresista"...
A este propósito el articulo de Michel Cool tampoco acierta cuando afirma que lo episcopados europeos han reducido su intervención pública a defender los “valores no negociables” considerados como cuestiones éticas como son el aborto, la procreación asistida o la eutanasia. Es mucho más lo que la Iglesia defiende, empezando por la libertad, la justicia, la familia y la dignidad humana como derechos inseparables de la democracia. Y, por encima de todo, lo que defiende y proclama es la fe, la esperanza y el amor para quien quiera oír el mensaje. En todo caso, la historia –que está jalonada de crisis- está lejos de haber terminado...
1. Michel Cool es un periodista especializado en temas de la Iglesia, autor de “Mensaje de silencio” (Albin Michel, Paris, 2008) y “Lourdes, ayer y hoy”, (Desclée de Brouwer, Paris, 2008)
sábado, 20 de septiembre de 2008
La democracia laicista
España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas, se desencadenó la guerra de los belenes, la de los documentos ...
España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas (dos memorias históricas en tensión), se desencadenó la guerra de los belenes (villancicos contra himnos laicos), la de los documentos (el del PSOE contra el de la Conferencia Episcopal) o la de la financiación de las Iglesias (IU-ICV contra PSOE). Una confrontación en la que algunos de los contendientes se acusan mutuamente de representar al «nacional agnosticismo» o al «nacional catolicismo». Parecemos zambullidos en un intercambio de agravios que, en realidad, son manifestaciones sectoriales de una contienda de más amplio respiro: la de los laicismos. Ahora que el comienzo de un nuevo año suele aquietar las pasiones, intentemos también tranquilizar los entendimientos.
Estas confrontaciones no son nuevas ni tan originales como piensa la prensa francesa o americana. Con motivo de las recientes elecciones estadounidenses, algunos evangelistas radicales parecían pedir contra el laicismo militante una estrategia similar a la de Mac Arthur contra los japoneses durante la Guerra del Pacífico. Según uno de ellos, se hace necesario: «Rodear sus bastiones, sitiarlos, aislarlos, y, por fin, expulsarlos de sus búnkeres con el combate cuerpo a cuerpo». En el otro extremo del espectro, la historia real del laicismo -en toda Europa, incluida España- está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos que son arrestados por una alegada falta de lealtad, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones. Por supuesto, el principal objetivo de estos ataques laicos fueron, en el pasado, como ha demostrado Jeremy Gunn, la Iglesia, el clero y las congregaciones de monjes y monjas católicos.
Hoy en día, algunos objetivos populares del laicismo incluyen también ataques a movimientos religiosos que parecen inusuales, o no estrictamente europeos: desde el velo islámico a la kipá judía. Aunque el objetivo parece más de fondo: neutralizar cualquier inspiración religiosa de las políticas europeas.
No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: «Dado que en la historia del laicismo europeo hay periodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales».
En efecto, los creyentes europeos -incluidos los españoles- deben ser conscientes de que la derecha moderada y la izquierda razonable -al menos la americana- no rechazan la inspiración religiosa de las actuaciones públicas. Michael Walzer, profesor de Filosofía política en Princeton, uno de los gurús más escuchados de la izquierda americana, ha recordado que a nadie causaba extrañeza «cuando Martin Luther King sostenía que todos habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios, o cuando los abolicionistas movilizaron a la opinión pública protestante contra la esclavitud, o los predicadores del gospel social apoyaron políticas progresistas, o cuando los obispos católicos americanos publicaron declaraciones críticas sobre la disuasión nuclear o la justicia social». La inspiración religiosa de esas propuestas (incluidas las de los temas de familia, aborto, células madre, etcétera) es tan legítima como la inspiración ecologista, liberal o sindical. En el espacio público y en la sociedad civil, los creyentes deben ser bienvenidos y sus argumentaciones deben ser tratadas como las de cualquier otro. Expuestas a la crítica o a la adhesión, a la derrota o al éxito, pero, como observa Aréchaga, no excluidas del debate. Ése es el espíritu de la verdadera laicidad.
Uno de los errores del laicismo español es su tendencia a convertirse en una nueva religión. Su proclividad a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entiende desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etcétera) por celebraciones civiles. Hoy algunos quisieran ejercer a través de la laicidad una suerte de fundamentalismo de la purificación social que arroja fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso. Algo así -si se me permite parafrasear a Evelyn Waugh- «como un reloj que siguiera dando su tictac en la muñeca de un hombre agonizante».
Hace unos días no pude dejar de esbozar una sonrisa ante la fotografía del secretario de Organización del PSOE, José Blanco, junto a Howard Dean, el más izquierdista de los demócratas y el candidato a la Presidencia americana más laico desde Michael Dukakis. La verdad es que si el primero se refirió en algún momento a las «posiciones casposas» de los obispos, el segundo manifestó un sorprendente entusiasmo por frecuentar su Iglesia en cuanto se caldearon las primarias a las que se presentó. Y si comparamos al presidente Rodríguez Zapatero con el izquierdista Clinton, baste este dato: la ley estadounidense de defensa del matrimonio heterosexual de 1996, que sólo reconoce a efectos federales el matrimonio «como una unión entre hombre y mujer» lleva la firma del segundo; la ley española que autoriza el matrimonio de personas del mismo sexo fue directamente promovida por Rodríguez Zapatero. Si pasamos al tema de la Religión en la escuela, no olvidemos que en 1995 la Administración de Clinton publicó unas directrices que prohibían a los funcionarios escolares impedir que los alumnos rezaran o hablaran de religión en la escuela. La Constitución, decía Clinton, «no obliga a los niños a dejar su religión a la entrada del centro». En fin, la gran esperanza de la izquierda americana para 2008, Hillary Clinton -la «nueva Pasionaria americana», según Micklethwait- es una entusiasta metodista que frecuenta más su Iglesia que el mismo Bush, también metodista, por cierto.
El contraste estriba, me parece, en que unos consideran la laicidad como algo positivo -de ahí su belleza- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. Para otros, la laicidad es un simple instrumento primordialmente diseñado para imponer una filosofía beligerante por la vía legislativa.
Esta última posición está en franco retroceso. Incluso los laicos europeos -y buena muestra es lo que sucede en Italia- están de vuelta, comenzando a hablar de «una religión civil cristiana» en la que se insertarían, entre otros, «valores cristianos como tolerancia, respeto a la vida humana y solidaridad». Algo que ayudaría a una Europa desgajada de sus raíces a salir de su actual crisis de identidad. Es la evolución que se observó en los últimos años del filósofo Norberto Bobbio, que está latente en Umberto Eco, y que explícitamente suscribe el ex presidente del Senado italiano Marcello Pera. Guste o no, Occidente parece estar redescubriendo las fuerzas que mueven la Historia.
Me da la impresión de que es un error de cálculo -el mismo error que se denunció respecto a los países del Este antes de la caída del muro- pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Como han demostrado Timothy Samuel Shah y Monica Duffy Toft, la religión ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los Derechos Humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. Sin olvidar su verdadera función en política: convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante El de arriba. Una ocasión espléndida para recordarlo este comienzo del año 2007.
Para evitar malentendidos, añado: soy un fan del Estado laico, precisamente porque es el que garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social. Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en Estado propagandista. Lo cual es no sólo una contradicción jurídica. Es, sobre todo, un ingenuo error.