Pijoprogres, por
Fernando Díaz VillanuevaEl mejor y más decoroso modo de ser pijo a la moda hoy en día es ser, al mismo tiempo, un progre de manual. Este axioma podría reformularse a la inversa y seguiría siendo válido: el mejor y más decoroso modo de ser un progre de manual es ser un pijo a la moda. Y no porque todos los progres sean pijos, ni todos los pijos progres, sino porque la fusión de ambas condiciones se ha demostrado una fórmula magistral.
No es casualidad que ya sean legión los que, venidos de un lado y del otro, hayan decidido convertirse en pijoprogres, último eslabón de una virtuosa cadena que ha conseguido, al fin, aunar tranquilidad de espíritu y de bolsillo.
Hace sólo unos años eso parecía imposible. Ser de izquierdas requería la exteriorización de ciertas actitudes, y sobre las opiniones políticas aleteaba amenazador el fantasma de la coherencia. De ahí que los ancestros ideológicos del progre actual, los pelmazos setenteros de Cuadernos para el Diálogo y Temas , se preocupasen tanto de parecer pobres, de ir hechos unos adefesios y, sobre todo, de pasar largas y provechosas horas en compañía de los obreros en tascas del extrarradio, dándole a los callos guisados y al vino peleón.
Ser izquierdoso consistía, aparte de en profesar un odio africano a los Estados Unidos y al capitalismo, en semejarse a un currela, evitando así cualquier concesión a la moda (burguesa), al buen gusto (burgués) o a la ostentación (burguesa). El Alfonso Guerra de la Transición, Arfonzo, era su santo varón, y la insufrible y repipi Rosa León su modelo de elegancia y compostura femeninas.
Eso, evidentemente, ya es historia. Hoy, lo normal para los apóstoles del Progreso es gastar trajes italianos de mil euros, vivir en lujosos apartamentos de barrios exclusivos y, como principio y motor primero, no privarse nunca y bajo ninguna circunstancia de nada. En nombre del Progreso, claro. El pionero fue el mismo Arfonzo, que pasó de las gafotas cuadradas y la trenca raída al peluco suizo y el terno de alpaca en un pispás. Pero le sobraba osamenta y le faltaba elegancia y hondura intelectual. Por suerte, ahí estaban los protoprogres actuales para enderezar el rumbo, dando a luz una nueva casta que es la que hoy domina esta parte del mundo que aún llamamos España.
Pablo Molina, que ha dedicado varios años al estudio de la clase emergente –ya dominante–, ha encontrado ciertos patrones de conducta que se repiten en toda la población observada. Desde el más humilde gafapasta imitador de Pablo Motos que se pasea arrastrando su ejemplar de Público por las exposiciones de arte de vanguardia con aire de suficiencia hasta la aristocracia del gremio, que se muestra exuberante en la gala de los Goya, todos comparten un interés común: el dinero, la pasta, la guita, el parné, los billetes verdes que todo lo pueden y a todos contentan.
Esa fijación ha obrado la maravilla de que entre la alta progresía española se dé una concentración de capital equivalente a la que, en tiempos, disfrutaban los magnates de la industria pesada vizcaína y los empresarios del textil catalán juntos. Eso es mucho dinero, de ahí que la tele sea suya (en todos los sentidos), que los bancos de inversión les adoren, que los chefs y los diseñadores de postín se los rifen y que hasta la derechona de la que echan pestes caiga rendida a sus encantos.
Pero no son despiadados estraperlistas como los que triunfaban en la posguerra trapicheando con sacos de garbanzos y bidones de gasolina. Nada de eso. Son la conciencia de la sociedad, el tejido sano sin el cual el cáncer del embrutecido egoísmo capitalista se habría extendido ya por todo el cuerpo social. Son necesarios, y así nos lo hacen ver. Si viven a todo trapo es porque se lo merecen, lo que no significa, obviamente, que los demás podamos hacer lo mismo. Ellos, nosotros, simples zánganos que trabajamos para llevar un mediano pasar, son, somos, la verdadera amenaza.
Que se lo digan a Al Gore, que vela por la limpieza de los cielos contaminándolos sólo lo justo con su avión privado para transmitirnos, cheque mediante, la buena nueva. O a Noam Chomsky, incansable batallador anticapitalista que, sin embargo, procura colocar su bien ganado dinerito en los mercados especulativos, para que pase a sus hijas con algún cero de más. O a Ana Belén, santa madre del pijoprogrerío patrio, que lucha denodadamente por un mundo más justo desde su mansión de La Moraleja. La lista es tan larga como un chorizo de Cantimpalo, dicho sea esto sin segundas intenciones.
Pablo, que nunca ha permitido que una prosa coñazo e inaccesible le estropee un buen análisis, da cuenta de todo y de todos. Se pregunta, además, el porqué y el cómo para que usted, o yo, o nuestro respectivo vecino, pueda llegar también, si así le place, a alcanzar la magistratura pijoprogre, que en justicia merecemos todos. Tan sólo debe cumplir una condición: coja sus principios, métalos en una botella y arrójelos al océano, a ser posible el Pacífico.
Pensándolo bien, a mi ya se me han quitado las ganas. ¿Y a usted?